Southampton, dos horas más tarde
El cinturón de Orion brillaba al este y la luz de la luna se reflejaba en el agua del puerto deportivo de Southampton. A ambos lados del alargado embarcadero, multitud de yates blancos amarrados se balanceaban suavemente. Chris Anderson bebía una taza de café caliente y contemplaba el chapoteo del agua desde su yate de dieciocho metros. Oyó a lo lejos la puerta de un coche que se cerraba y, un minuto más tarde, reconoció la inconfundible figura de Leigh aproximándose por el malecón.
Sonrió. Le había sorprendido tener noticias suyas ese día, y estaba deseando volver a verla. Había pasado mucho tiempo.
La mandíbula de Chris se tensó mientras Leigh se acercaba. No estaba sola, había un hombre con ella. ¿Lo conocía? No lo creía. Un cabrón atractivo, sin duda; cabello rubio y grueso, constitución atlética, vestido con pantalones vaqueros y cazadora de cuero. Unos cinco centímetros más alto que él, alrededor del metro ochenta, y, probablemente, también unos cinco años más joven que él. Chris metió barriga, lamentando no haber jugado al squash durante las últimas semanas y haber engordado unos cuantos kilos. ¿Quién era aquel tío? Leigh no había mencionado nada sobre ningún invitado.
—Sigue sin hacerme gracia todo esto —decía Ben mientras se aproximaban a uno de los yates atracados. Observaba la figura de Chris bajo las luces del puerto; un hombre corpulento que vestía un grueso forro polar blanco y una gorra de béisbol, y lo miraba con el ceño fruncido—. Y tampoco creo que tu ex marido esté dando saltos de alegría.
—Relájate —respondió Leigh—, no le importará. —Subió a la cubierta de un pequeño salto y saludó a Chris con una amplia sonrisa mientras él la sujetaba con el brazo para ayudarla a mantener el equilibrio—. Gracias por hacer esto habiéndote avisado con tan poco tiempo, Chris —dijo—. Significa mucho para mí, de verdad. Presentó a los dos hombres. Chris saludó con la cabeza a Ben de manera cortante.
—No me dijiste que ibas a traer un invitado —dijo con frialdad. Leigh apoyó la mano sobre el hombro de Chris y le dio un beso en la mejilla.
—Anda, sé un poco simpático —le advirtió con suavidad. Alzó la cabeza y vio al viejo patrón de Chris, que comprobaba las jarcias. Sonrió.
—¿Qué tal, Mick?
—¡Cuánto tiempo sin verte! —dijo Mick desde lo alto—. Me alegro de tenerte a bordo. Como en los viejos tiempos.
—Espero no molestar demasiado —se disculpó ella.
Mick saltó a cubierta sacudiendo las manos. Era un hombre de baja estatura, fuerte y enjuto, con los ojos oscuros y una poblada barba gris.
—No, para nada. Para el Isolde cruzar el canal es como estirar las piernas, incluso en diciembre.
—¡Eres un cielo, Mick! Este es mi amigo Ben. También viene con nosotros.
—Me alegra conocerte, Ben.
—Lo mismo digo —respondió Ben, y miró el yate con admiración—. ¿Cuánto dura la travesía?
Mick se encogió de hombros.
—¿De Hamble a Saint-Vaast-la-Hougue? Nueve horas, más o menos.
—Viajas un poco ligera, ¿no? —intervino Chris—. ¿Sin equipaje?
—Llevo la tarjeta de crédito —respondió Leigh sonriendo—. Me compraré algo en cuanto lleguemos a Saint-Vaast.
—Lo que tú digas —replicó Chris—. ¿Qué te ha pasado en la rodilla?
Leigh se inclinó sobre el rasgón de sus vaqueros.
—Ah, eso. Tropecé.
—Tienes un corte.
—No es nada. Es solo un rasguño.
Chris se volvió hacia Ben.
—Bienvenido a bordo del Isolde —dijo sin la más mínima calidez—. Os enseñaré vuestros camarotes. —Chris enfatizó el plural y los condujo, por la escalera de cámara, hacia el interior.
El interior del yate era, sorprendentemente, muy amplio y lujoso.
—La carpintería es de cerezo —dijo Chris con orgullo, lanzando una mirada a Ben y acariciando los paneles barnizados al pasar—. Hecho a mano. Lo tiene todo. Oyster 61, modelo clásico. Todo se activa con botones. Ya ha hecho lo suyo en travesías oceánicas, Leigh puede contártelo. Hemos estado en todas partes con él: Madeira, Santa Lucía, Granada… ¿Recuerdas aquella casita que solíamos alquilar en Mustique, Leigh?
—¿No fue en ese lugar donde te mordió aquel mono en el trasero y acabamos en el hospital? —respondió Leigh, cansinamente, mientras los seguía hacia el interior. Chris se aclaró la garganta y Ben reprimió una carcajada.
—Se te va a hacer raro dormir en las dependencias de invitados en lugar de en el camarote principal —dijo Chris.
—Sobreviviré —contestó ella.
Chris le mostró a Ben el más pequeño de los tres camarotes que tenía el Isolde.
—Puedes dejar tus cosas por ahí. —A la luz del camarote, recorrió con la vista varias veces la vieja y arañada cazadora de cuero y el desgastado macuto verde de lona. Parecía pesado. Ben lo puso en lo alto de un compartimento de equipaje que había sobre la litera. Al levantar los brazos, Chris reparó en el caro reloj de submarinista que llevaba en la muñeca.
En veinte minutos, Mick estuvo listo para soltar amarras. Las velas del Isolde ondearon con el viento mientras se alejaban de la costa y se dirigían a mar abierto. Leigh se sentía obligada a pasar algo de tiempo con Chris, así que lo ayudó a preparar la cena. Ben podía sentir la mirada del ex marido clavada en él y, en cuanto tuvo la oportunidad, la aprovechó para retirarse a su diminuto camarote. Bajó la bolsa del compartimento, se sentó en la litera y abrió el archivador de Mozart. Las notas de Oliver resultaban difíciles de leer. Ben se quedó un rato observando la referencia a «la Orden de R…». Aquello no le decía nada, y terminó arrojando la hoja con frustración.
En otro trozo de papel, Oliver había redactado lo que parecía una especie de lista de control con diversos hechos históricos y cifras. Con tinta roja había escrito la palabra «Arno» y la había rodeado tres veces. A su lado había una fecha correspondiente a finales de diciembre, dos semanas antes de su muerte. Lo que ponía debajo se había quemado y Ben era incapaz de descifrarlo.
Además, estaban todas las águilas. Oliver garabateaba para pasar el tiempo. Los márgenes, que seguían intactos, estaban llenos de pequeños dibujos de águilas. Bajo una de ellas Oliver había escrito en mayúsculas: ¿¿¿EL ÁGUILA???
Había repasado esas palabras, una y otra vez, hasta casi atravesar el papel. Era como si tratase de encontrarle algún sentido, de hacer que las palabras le hablasen. ¿Lo habría conseguido, por fin?
Para cuando Leigh se unió a él un poco más tarde, Ben ya había dejado de intentar sacar algo en limpio de las notas. Ella le tendió una taza de café y se sentó a su lado sobre la estrecha litera.
—¿Qué tal va la cosa? —dijo en voz muy baja. Los tabiques eran muy finos y no quería que Chris los oyera.
—No muy bien —respondió él con suavidad, sacudiendo la cabeza. Recogió la hoja del suelo y se la mostró.
—Sigo sin saber de qué va esto de la «Orden de R…». Después, garabateó todo este rollo sobre águilas y ríos.
—¿Ríos? —Leigh cogió el papel y él señaló la palabra «ARNO», rodeada en rojo. Ella la miró con curiosidad.
—El río Arno está en Florencia —dijo Ben—. ¿Oliver estuvo allí? Hay una fecha al lado.
—Nunca me comentó nada.
—Piénsalo bien. Es importante. Eres la única persona que sabía adónde iba Oliver y lo que hacía.
Ella apoyó la barbilla entre las manos.
—No tengo ni idea.
—Piensa —le apremió Ben.
—No lo sé —respondió ella.
—¿La carta de Mozart mencionaba el río Arno? ¿Había algo en ella que hubiese podido llevar a Oliver a visitar Florencia?
—No lo recuerdo —contestó con un atisbo de impaciencia—. Fue hace un montón de años, por el amor de Dios.
—Tienes que intentar recordar, Leigh —dijo él pacientemente—. Si no podemos averiguar el sentido de todo esto, no tenemos nada sobre lo que seguir.
—A menos… —dijo ella. Su rostro se iluminó.
—¿A menos que qué?
—Lo hemos entendido mal. Arno no es el río. ¡Arno es un nombre!
—¿El nombre de quién?
—Del coleccionista italiano —dijo ella, recordando al fin con claridad—. El que le compró la carta a papá. Era el profesor Arno.
Ben recordó la serie de fotografías digitales del CD. El anciano con los libros de música tras él, al fondo.
—Entonces, ¿Oliver fue a verlo?
—Debió de ir —dijo ella—. Lo que significa que, después de todo, Arno puede no estar muerto.
—Pero ¿dónde?
—Rávena —dijo ella—. ¿Recuerdas la tumba de Dante? Oliver fue a visitarla y, si no recuerdo mal, Arno daba clase en el instituto de música que hay allí.
Ben reflexionó por un instante.
—Imagino que Oliver querría encontrarse con él por algo relacionado con la carta. Creo que deberíamos hacerle una visita nosotros también.
—¿Crees que aún tendrá la carta? —preguntó ella.
—Pagó un montón de dinero por ella cuando nadie más la quería. Me da la impresión de que la habrá guardado.
—¿Qué crees que puede haber en ella?
—Eso es lo que vamos a averiguar.