Capítulo 16

Viena

Markus Kinski se dirigió al despacho de su jefe y entró sin llamar a la puerta. Sacó la pequeña bolsa de plástico del bolsillo y la arrojó sobre el escritorio, delante de su superior. La bolsa contenía los casquillos deslustrados que había recogido en el lago. Hans Schiller miró la bolsa, la empujó con el dedo y miró de nuevo a Kinski frunciendo el ceño.

—¿Qué se supone que significa esto, Markus?

El jefe tenía aspecto agobiado. La línea de crecimiento del cabello parecía haber retrocedido otro par de centímetros más desde el día anterior. Tenía el rostro gris y amarillento y los ojos tremendamente hundidos en un mar de arrugas. Kinski sabía que contaba los minutos que le quedaban para su jubilación.

—Quiero que se reabra el caso de Oliver Llewellyn —dijo Kinski. Era el único detective del equipo de Schiller que no se dirigía a él como «señor», y el único que podía permitírselo.

Schiller apoyó los codos sobre el escritorio y se apretó el puente de la nariz.

—Creí que ya nos habíamos olvidado de eso, detective —dijo en tono cansado—. ¿No tienes nada mejor que hacer?

—Hay más de lo que parece —respondió Kinski sin apartar la vista de su jefe.

—¿Qué tienes?

Kinski señaló la bolsa.

—Cartuchos de una 9 mm.

—Ya veo lo que son —replicó Schiller—. ¿Qué has hecho? ¿Recogerlos a paladas en el campo?

—Los acabo de encontrar en el lago; el lago en el que murió Llewellyn.

Schiller se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo. Se inclinó sobre el escritorio y miró a Kinski con dureza.

—¿Qué intentas decirme? No tienes nada. Llewellyn se ahogó. Fue un accidente.

—Yo no lo creo.

—Y, entonces, ¿qué pasa con los jefazos?

—Aún no lo sé. Solo sé que necesito investigar más.

—Pero ya sabemos lo que ocurrió. Tú estabas allí cuando se le tomó declaración a la testigo.

—La testigo es una impostora.

Schiller se recostó en la silla, expulsó ruidosamente el aire por la nariz y se cruzó de brazos.

—¿Cómo sabes eso?

—Simplemente lo sé.

—Esa es una afirmación temeraria, Markus.

—Lo sé.

—¿Puedes demostrarlo?

—Podré —afirmó Kinski.

Schiller suspiró y se desplomó un poco más sobre la silla, como quien lleva una carga añadida sobre sus hombros.

—Me gustaría ayudarte, Markus —dijo—. Sabes que siempre he estado a tu lado. No todo el mundo es tan tolerante como yo.

—Eso ya lo sé, jefe, y lo agradezco de veras.

—Pero será mejor que mantengas la boca cerrada hasta que averigües algo contundente —dijo Schiller—. Recuerda quién es Madeleine Laurent. En su momento ya se montó un follón de cojones en el consulado, y no voy a empezar a husmear por allí otra vez. —Resopló y se pasó la mano por el pelo—. ¿Por qué no lo dejas estar y punto? Llewellyn no era más que un mujeriego forrado que se emborrachó e hizo una estupidez. Hazte un favor y déjalo. Tienes mejores cosas por las que preocuparte.

Kinski apoyó los puños sobre la mesa con los nudillos hacia abajo.

—Si encuentro pruebas, pruebas sólidas, ¿aceptarías reabrir el caso Llewellyn?

—Estamos hablando de que tendrían que ser unas pruebas sólidas de la hostia.

—Pero, si lo hiciese…

Schiller suspiró y agitó los brazos con exasperación.

—Está bien, Markus. De acuerdo si, y solo si, y esto es un «si» como una catedral —matizó Schiller— das con algo realmente convincente, entonces, podría considerar reabrir el caso. —Lo miró con dureza—. Esto es lo que hay.

—Con eso me basta —dijo Kinski, antes de salir a toda prisa y dejar la puerta del despacho bamboleándose.

El rodeo que había dado al pasar por la oficina lo había retrasado aún más para ir a recoger a su hija Clara al colegio. El tráfico era una pesadilla y las calles de la ciudad parecían un gigantesco aparcamiento. Kinski estuvo detenido quince minutos en un atasco, dando golpecitos sobre el volante y luchando contra su creciente impaciencia.

En el escaparate de unos grandes almacenes cercanos, todos los televisores estaban encendidos en el mismo canal. Kinski los miró distraídamente. Era uno de esos programas con bustos parlantes en los que el presentador entrevistaba a un político. Kinski lo conocía. Últimamente, su cara estaba por todas partes; era el hijo de un millonario, uno de esos pijos a los que ser socialista les parece moderno. ¿Cómo se llamaba? Philippe algo… Philippe Aragón: la puta gran esperanza de Europa.

Kinski miró el reloj del salpicadero y suspiró. Si no llegaba pronto, Clara cogería el autobús y él tendría que deshacer el camino recorrido para alcanzarla en la parada. Estaría esperando en la esquina de la calle, en la oscuridad, preguntándose dónde estaría Helga. Mierda.

¡Qué coño!, pensó. Puso la luz de emergencia azul en el techo del coche y conectó la sirena. Como por arte de magia, el tráfico se hizo a un lado y él arrancó.

Cuando dobló la esquina derrapando, y su gran Mercedes recorrió la calle a gran velocidad, el autobús escolar seguía en el exterior del prominente muro del colegio Saint Mary’s. Pequeños grupos de niñas, ataviadas con sus tristes uniformes grises y sus abrigos azul oscuro, se arremolinaban ruidosamente alrededor del autobús, charlando y riendo. Madres vestidas con ropa cara llegaban en elegantes Jaguar y BMW a recoger a sus hijas.

Kinski se detuvo bruscamente, haciendo chirriar las ruedas, y apagó la sirena. El ruido llamó la atención de un grupo de madres, que se volvieron a mirarlo mientras salía del coche y corría hacia el autobús. Buscó a Clara, pero no fue capaz de localizarla entre la vorágine de niñas. En cambió, reconoció a algunas de sus amigas.

—¿Habéis visto a Clara? —les preguntó—. ¿Clara Kinski?

Todas lo miraron desconcertadas o negaron con la cabeza. Kinski se subió al autobús. Tampoco estaba allí.

Se quedó quieto entre la multitud y vio a unas niñas salir por la verja de la escuela en dirección a la carretera. Estaban de espaldas a él. Sus carteras se iban balanceando mientras ellas reían y saltaban. Se fijó y distinguió una funda de violín y coletas que asomaban bajo el sombrero azul reglamentario. Corrió tras ellas gritando el nombre de su hija. Algunas de ellas se dieron la vuelta y vieron al enorme hombre, jadeante y con la cara roja, que se acercaba. La niña de la funda del violín siguió caminando, hablando con una amiga; no se había percatado de su presencia. Él las alcanzó y le puso la mano sobre el hombro.

—Clara, ¿dónde demoni…?

Ella se volvió, lo miró pestañeando, asustada, y se apartó.

—Lo siento —dijo él, resollando—. Creí que eras Clara Kinski. ¿La habéis visto?

Las chicas negaron con la cabeza, nerviosas, mirándolo con cara de desconcierto. Luego, se dieron la vuelta y siguieron su camino. Se giraron a mirarlo mientras él se alejaba, a la vez que una de ellas se daba golpecitos en la cabeza y ponía cara de chiflada, en alusión a Kinski. Todas se rieron.

Kinski entró en el colegio y recorrió el camino bordeado de árboles. Empezaba a nevar otra vez y los pesados copos caían sobre sus pestañas. Se frotó los ojos y localizó a una profesora conocida que caminaba en sentido opuesto.

—Frau Schmidt, ¿ha visto a Clara? —preguntó.

La maestra parecía sorprendida.

—¿No está en el autobús, herr Kinski? La vi salir con sus amigas. Él negó con la cabeza.

—Vengo de allí.

—No se preocupe, herr Kinski. Tal vez se haya ido a casa con alguna amiga.

—Ella nunca haría eso —respondió él, mordiéndose el labio.

Una niña pequeña salió del arco de hiedra de la entrada principal del colegio. Iba con una pequeña funda de clarinete. Llevaba coletas oscuras y sus grandes ojos marrones se abrieron aún más al reconocer a Kinski.

—Martina, ¿has visto a Clara? —preguntó la profesora.

—Se ha ido —dijo Martina con un hilillo de voz.

—¿Cómo que se ha ido? —preguntó Kinski.

La chiquilla se encogió al ver su mirada.

—Habla, Martina —dijo amablemente la profesora. Se arrodilló y le acarició el pelo—. No tengas miedo. ¿Adónde iba Clara?

—En un coche. Con un hombre.

La expresión de la maestra se endureció.

—¿Qué hombre?

—No lo sé, un hombre.

—¿Cuándo has visto eso?

Martina señaló hacia la verja, donde el autobús estaba arrancando.

—Yo estaba con ella, entonces, me acordé de mi clarinete y regresé a por él. Justo en ese momento llegaba un coche. Un hombre salió de él y sonrió a Clara. Dijo que era un amigo de herr Kinski. —Los tímidos ojos de Martina se posaron en él.

El corazón de Kinski dio un vuelco y las palmas de las manos le empezaron a sudar.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó a la niña.

—No lo sé —respondió ella muy bajito—. Era grande. Llevaba un traje.

—¿Qué clase de coche tenía? ¿De qué color?

—Negro —dijo ella—. No sé de qué marca.

—¿En qué dirección se fueron?

La niña señaló calle abajo. El autobús ya se había marchado. Kinski miró hacia la carretera vacía… Podía estar en cualquier parte. Había desaparecido.