Capítulo 15

Ben entró en el bar del hotel. El local estaba vacío. Se apoyó en la barra y recorrió con la vista la hilera de botellas de whisky. Apareció el camarero y Ben sacó su petaca.

—¿Hay alguna posibilidad de que me pueda rellenar esto? —preguntó—. Con Laphroaig —añadió señalando la botella.

Cuando regresó a la habitación, Leigh estaba despierta y hablando por el móvil. Parecía cansada, todavía algo aturdida por el sedante. Ben entró y cerró la puerta mientras ella estaba dando las gracias y despidiéndose. Colgó y arrojó el teléfono a la cama.

—¿Quién era? —preguntó Ben.

—La policía.

—¿Los has llamado?

—Me han llamado ellos a mí.

—¿Era el mismo tío que te llamó cuando estábamos en Langton Hall?

Ella asintió.

—¿Qué quería?

—Solamente saber cómo estoy. No te preocupes, no le he dicho nada de lo que ocurrió, ¿vale? Y tampoco he mencionado lo que hay ahí —dijo señalando el ordenador, que seguía sobre la mesa.

Ben parecía serio.

—¿Cuánto tiempo has estado hablando?

—No mucho. Dos o tres minutos, más o menos. ¿Por qué?

—Recoge tus cosas. Tenemos que irnos. —Sacó el disco del ordenador portátil, lo insertó en su caja y se lo guardó en el bolsillo. Metió rápidamente el ordenador en la funda, arrojó el archivador de Mozart en el macuto y utilizó una toalla de baño para limpiar todas las cosas que habían tocado de la habitación.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué tenemos que irnos tan de repente?

—Dame tu teléfono.

Se lo entregó. Él lo apagó y se lo quedó.

—Voy a tener que deshacerme de él —dijo.

—Necesito ese teléfono —protestó ella—. Todos mis números están ahí.

—No te lo puedes quedar —respondió él—. Te lo explicaré más tarde. —La condujo bruscamente escaleras abajo y pagó la cuenta en efectivo, utilizando un nombre falso.

—¿No vas a decirme qué demonios está ocurriendo? —preguntó ella mientras iban hacia el coche.

Ben arrancó el TVR verde. El tubo de escape emitió un ruido áspero y los gruesos neumáticos chirriaron sobre la gravilla. El aparcamiento era enorme y tenía dos entradas flanqueadas por coníferas bien podadas. Cuando estaba a punto de salir, miró por el retrovisor.

Justo detrás había dos Range Rover negros. Eran idénticos; matrículas personalizadas, cristales tintados, faros encendidos. Giraron hacia la otra entrada a gran velocidad y se detuvieron justo delante del hotel, uno detrás del otro. Las cuatro puertas se abrieron simultáneamente. Ben orientó el retrovisor. Contó seis hombres saliendo de los vehículos. Tenían aspecto serio y se movían como profesionales.

Hora de irse. Pretendía alejarse con discreción, pero eso resultaba difícil en un ostentoso deportivo como el TVR. Oyeron el ruido del motor y giraron la cabeza. Uno de los hombres señaló hacia ellos. Intercambiaron señales y se volvieron a subir a los Range Rover.

—¿Este coche está a tu nombre? —preguntó con rapidez.

—Sí, por supuesto. Todavía no me has dicho qué…

Ben soltó el embrague, las ruedas del TVR empezaron a rodar y la sacudida los impulsó hacia atrás en sus asientos. Aceleró para salir de allí.

Ya era la segunda vez. No podía ser una coincidencia. Habló en tono alto, por encima del rugido, cada vez más sonoro, del motor.

—Están utilizando tu teléfono para seguirnos el rastro, Leigh. Pueden localizar la señal con unos pocos metros de margen.

Ella parecía horrorizada.

—Pero ¿quién? ¿La policía?

—Puede que la policía. O puede que sea alguien de fuera con contactos; alguien con acceso a esa clase de información.

—Pero ¿quién? —preguntó, palideciendo.

Ben no respondió. Pisó un poco más el acelerador.

Los Range Rover los seguían a unos cien metros de distancia cuando Ben abandonó la tranquila carretera rural y se incorporó al agitado y denso tráfico que se dirigía a la ciudad de Oxford. Consiguió situarse a varios vehículos de distancia de ellos, pero la constante fila de coches que circulaba en sentido opuesto hacía difíciles los adelantamientos. Divisó un hueco y adelantó a un autobús de la compañía Oxford Tube, pero, cuando miró por el retrovisor, el primer Range Rover también lo había sobrepasado. Las bocinas sonaron en la distancia.

Leigh iba agarrada con fuerza al extremo de su asiento.

—¿Adónde vamos? —dijo con un grito ahogado.

—Si conseguimos entrar en la ciudad, tal vez podamos despistarlos —respondió él—. Conozco Oxford bastante bien.

Para cuando llegaron a Headington Hill, en las afueras al este de Oxford, los Range Rover se habían vuelto a reunir y los seguían a unos doce coches de distancia. Al pie de la colina se encontraron con los semáforos de entrada a Saint Clements.

—Allí hay coches de policía —dijo ella, señalando.

Ben los había visto.

—No están ahí por nosotros. —Parte de la carretera había sido acordonada y había una ambulancia. El tráfico se movía muy lentamente. Los Range Rover se abrían paso más atrás, entre los pitidos de los vehículos.

Cuatro coches por delante del TVR, un policía invadió la carretera y se puso a hacer señas a los coches para que dejasen pasar a los que circulaban en sentido contrario. Ben se retorció en su asiento; los Range Rover se acercaban.

—Vienen hacia aquí —dijo Leigh, con los ojos muy abiertos. Ben trataba de pensar con rapidez, cuando vio que se abrían las puertas de los pasajeros de los Ranger Rover y salían tres hombres. Avanzaban con gesto resuelto hacia el TVR detenido. Estaban a tan solo veinte metros.

Apartó el coche a un lado, sacó la llave y abrió la puerta de golpe.

—¡Vamos! —Cogió su mochila, agarró a Leigh de la muñeca y salieron corriendo por el irregular pavimento, dejando atrás los escaparates de las tiendas. Los sanitarios estaban subiendo a la parte trasera de la ambulancia una camilla con un ciclista herido. Había una bicicleta retorcida junto a una alcantarilla. Siguieron corriendo. Tras ellos, los tres hombres aceleraron el paso.

Cuando abandonaron el jaleo del atasco y las tiendas, Ben pudo ver la enorme rotonda Plain. Recordó que conducía al puente Magdalen y a High Street, es decir, directamente al centro de la ciudad.

Cruzaron la carretera corriendo. Los tipos los seguían apresurados, sorteando los coches que se movían con lentitud.

En la glorieta había una gran tienda de vinos. Un joven, que parecía estudiante, estaba aparcando una scooter en la acera. Entró en el establecimiento quitándose el casco, y dejó la llave en el contacto.

Ben alejó la moto del escaparate. Pasó la pierna por encima del sillín y Leigh saltó tras él mientras ponía en marcha el motor. El estudiante, al percatarse de lo que estaba pasando, salió corriendo de la tienda hacia ellos, gritando y haciendo aspavientos. Uno de los tipos que los perseguían hablaba por teléfono con apremio.

Unos cien metros más atrás, en Saint Clements, los tres Range Rover se abrían paso a golpes, entre coches parados y bocinazos, llevándose por delante cualquier cosa que se interpusiera en su camino y obligando a la policía a ponerse a cubierto.

Ben aceleró la scooter. Era como conducir una máquina de coser. El pequeño ciclomotor daba bandazos en un mar lleno de taxis, coches y autobuses rojos y verdes que se alejaban de la enorme rotonda y atravesaban el Támesis por el puente Magdalen. Leigh se aferraba a la cintura de Ben con fuerza, haciendo equilibrios sobre la diminuta parte trasera del asiento. Ben oyó sirenas de la policía a lo lejos. Miró hacia atrás. Los Range Rover se acercaban a gran velocidad y los coches de policía los perseguían con sus centelleantes luces azules.

Delante, el tráfico se había detenido en un semáforo en rojo. Ben dirigió la ligera scooter hacia el bordillo, y casi salen por los aires cuando la moto dio un violento salto al subirse en la acera. Aceleró de nuevo y dispersó a los peatones mientras avanzaba por el puente. La gente se volvía a mirar, algunos gritaban. Recorrieron la mitad del camino hacia High Street realizando bruscas maniobras sobre la acera.

De repente, la puerta de una tienda se abrió y las ruedas delanteras de un carrito de bebé aparecieron ante ellos. La joven madre salió mirando hacia el otro lado y no vio la scooter que se dirigía hacia ella a toda velocidad. Al darse la vuelta, alertada por el ruido, se quedó paralizada y abrió la boca con horror.

Ben apretó los frenos demasiado y notó que las ruedas de la moto se bloqueaban. Trató de evitarlo, pero la scooter se le escapó de entre las piernas. Él y Leigh cayeron al suelo. La moto lo hizo de lado, arrastró el lateral por la acera, chocó contra una señal y se desvió hacia el camino que recorría un autobús de dos pisos. El autobús no consiguió detenerse a tiempo. Una lluvia de chispas salió despedida sobre la carretera, mientras la scooter era aplastada y las piezas de plástico destrozado de la carrocería se desparramaban por el asfalto.

Ben se puso de pie y cogió su macuto mientras Leigh se levantaba del suelo. Tenía los vaqueros rotos a la altura de la rodilla. Los Range Rover seguían acercándose, en medio del ruidoso tráfico. Estaban ya a unos quince metros de ellos.

Echaron a correr. Se desviaron de High Street entre bolardos metálicos que bloqueaban el paso a los vehículos. Subieron por una calle adoquinada y pasaron junto a la biblioteca Radcliffe Camera y el Hertford College.

Los Range Rover se detuvieron ante los bolardos y los seis hombres se apearon para perseguirlos a pie. Las sirenas de la policía no estaban lejos.

Ben llevaba a Leigh de la mano cuando dejaron atrás la magnífica biblioteca Bodleian y subieron por Broad Street. Un poco más adelante estaba el famoso teatro Sheldonian, donde solían celebrarse conciertos de música clásica. Una muchedumbre hacía cola para comprar las entradas de un concierto cuando pasaron corriendo por allí. El rostro de una mujer se iluminó al ver a Leigh y reconocerla. La señaló y le dio un codazo a su acompañante.

—¡Eh, mira! ¡Es Leigh Llewellyn!

La multitud se agolpó en torno a ellos; todos sonreían a la cantante y le pedían autógrafos. Nadie pareció reparar en el rostro encendido, el aspecto ansioso y el pantalón roto por la rodilla de Leigh. Las cámaras de los teléfonos le hacían fotos sin cesar.

Los seis hombres se quedaron atrás, observando a través del gentío y recuperando el aliento después de la carrera. Se dispersaron cuando un coche de policía dobló la esquina con las luces azules de emergencia puestas. Dos de los tipos cruzaron la calle y fingieron contemplar el escaparate de la librería Blackwell, y otros dos comenzaron a subir los escalones de la biblioteca. La tercera pareja se quedó charlando en la acera mientras el coche de policía pasaba y sus ocupantes escudriñaban la bulliciosa calle con gesto serio.

Ben volvió a coger a Leigh de la mano y se deslizaron entre la multitud para seguir al coche policial, que circulaba despacio, calle arriba. Miraron hacia atrás y vieron que los hombres se habían reagrupado y volvían a perseguirlos.

En la esquina de Broad Street y Cornmarket se encontraron con un gran tumulto de gente que hacía sus compras de Navidad. Ben localizó una parada de taxis y apresuró el paso. Metió a Leigh en el asiento trasero, echó un último vistazo a la cara enfurecida de sus perseguidores, cerró la puerta de un golpe y el coche desapareció entre el tráfico.