Le había llevado un buen rato conseguir que Leigh se calmase después de aquello. Finalmente, los tranquilizantes empezaron a hacer efecto y se quedó dormida en la cama del hotel, con su melena negra extendida sobre la almohada y una respiración apacible que hacía subir y bajar su pecho lentamente.
Ben la tapó con una manta y se sentó a su lado en el borde de la cama, observándola mientras se devanaba los sesos. Pasado un rato se levantó, regresó al escritorio y volvió a ver el vídeo.
Lo reprodujo tres veces, de principio a fin, congelando la imagen con frecuencia para prestar atención a los detalles. Después de que la víctima hubiese sido destripada, el cámara había tenido suficiente. Entonces, la imagen se volvía agitada, oscura, agitada otra vez. Podía oír la respiración irregular de Oliver; estaba corriendo.
Ben volvió a detener la reproducción con los ojos clavados en la pantalla. Paredes de piedra. Una especie de escalera. La imagen era delirante, pero, avanzando fotograma a fotograma, pudo reconocer su contenido. Mientras Oliver corría, las ásperas paredes de piedra desaparecían y aparecían una y otra vez. Daba la impresión de que estaba en una casa de gran opulencia. Un vestíbulo, luego un pasillo; brillantes paneles de madera; un cuadro bien iluminado por una lámpara que reposaba sobre el marco. Ben congeló la imagen y la analizó con detenimiento.
Era difícil de distinguir, pero el cuadro parecía representar algún tipo de reunión. El escenario era un enorme vestíbulo. Había columnas que se asemejaban mucho a las de la estancia en la que habían ejecutado a la víctima, con las mismas baldosas en el suelo. Los hombres de la pintura llevaban pelucas e iban vestidos con atuendos que recordaban a las prendas del siglo XVIII: chaquetas con brocados y medias de seda. Había símbolos en las paredes, pero no conseguía distinguirlos con claridad.
Dejó que el vídeo siguiera reproduciéndose. La respiración de Oliver se iba acelerando mientras se tambaleaba por el pasillo. Se detuvo y se dio la vuelta para comprobar si alguien lo seguía; no había nadie.
Ben congeló de nuevo la imagen. Se veía algo; un hueco en la pared. En su interior había una estatua que parecía egipcia, como la máscara funeraria de un faraón. En ese momento el vídeo terminaba. Oliver debía de haber apagado la cámara.
Ben se quedó mirando la pantalla negra. Se esforzaba por comprender lo que había visto. Pinchó en las propiedades del archivo: el vídeo se había creado a las 9.26 de la noche en que Oliver murió.
Nada de aquello tenía sentido. La versión oficial de la historia, que un Oliver borracho había estado haciendo el tonto con una mujer que había conocido en una fiesta, resultaba imposible de relacionar con el hecho de que, poco antes de su muerte, hubiese presenciado un brutal asesinato ritual. ¿Cómo iba a ser capaz Oliver de apartar de su mente semejante atrocidad para salir a divertirse? ¿Quién lo sería?
Ben repasó lo que sabía. Oliver había presenciado un crimen cometido por personas perfectamente organizadas y muy peligrosas. Tenía pruebas y estaba desesperado por ocultarlas. Poco después de enviarle el CD a Leigh, había muerto ahogado en el lago cubierto de hielo. La investigación sobre su muerte había sido sutilmente apresurada y superficial. Y desde que Leigh había mencionado en televisión que poseía las notas de Oliver, alguien había intentado hacerle daño.
Observó a Leigh mientras dormía y resistió el impulso de apartarle un mechón de cabello del rostro. Justo cuando estaba empezando a asimilar el accidente de Oliver, iba a tener que pasar por todo aquello de nuevo, solo que esta vez sabiendo, casi con certeza, que la muerte de su hermano no había sido accidental. No había muerto haciendo estupideces en un alegre estado de embriaguez. Había muerto con miedo. Alguien había acabado con su vida de un modo frío y calculador.
¿Quién lo hizo, Oliver?
Ben se apartó de la cama y se sentó en una butaca del rincón más apartado de la habitación. Buscó sus cigarrillos turcos, hizo girar la rosca de su Zippo y se recostó sobre el respaldo mientras inhalaba el denso y fuerte humo. Cerró los ojos y sintió que la fatiga lo invadía por segundos. No había dormido de un tirón ni una sola noche en cuatro semanas.
Las ideas se arremolinaban en su cabeza mientras fumaba. Emuló fragmentos de viejos recuerdos. Recordó el rostro de Oliver cuando era joven, el sonido de la voz de su viejo amigo.
Y recordó el día, hacía tantos años, en que Oliver le había salvado la vida. Era el invierno más frío que recordaba. Después de tres años de servir en el ejército, el soldado de primera clase Benedict Hope había viajado a Hereford, en la frontera galesa, junto con otros ciento treinta y ocho aspirantes de otros regimientos, para lo que sabía que iba a ser la prueba de resistencia más dura de su vida: la selección para el regimiento 22 del SAS, el servicio de operaciones especiales, el cuerpo de élite del ejército británico.
Ben no conocía el motivo por el que Oliver había querido ir con él. «Por la comida», había dicho Oliver bromeando; el SAS 22 era famoso por las montañas de rosbif y chuletas de cordero con las que se atiborraban los candidatos antes de ser enviados al infierno del «Sickener l»[2], la primera fase del entrenamiento de selección.
Cuando el convoy de camiones salía de la base de Hereford, al amanecer del primer día, para dirigirse entre la nieve a la profundidad de las montañas Cambrian, en el corazón de Gales, Oliver fue el único soldado capaz de bromear acerca del largo día que tenían por delante. Ben iba sentado en un rincón del traqueteante Bedford, sosteniendo su rifle y armándose de valor para la pesadilla y la tortura, física y mental, que marcarían el comienzo de las semanas más duras de su vida. Sabía que la escasa minoría que sobreviviese al proceso de selección inicial sería sometida a otras catorce semanas de tortura; instrucción en armas avanzadas y supervivencia, curso de paracaidismo, entrenamiento para operaciones de guerra en la selva, pruebas de lengua e iniciativa, una travesía a nado de mil metros con el uniforme puesto y ejercicios de resistencia a interrogatorios diseñados para estresar a un hombre por encima de los límites de su capacidad de aguante. Únicamente los mejores obtenían la codiciada insignia de la daga alada e ingresaban en el legendario regimiento. Había años en que nadie llegaba a conseguirlo.
El Sickener 1 resultó ser tan duro como esperaba e, incluso, un poco más. Cada frío amanecer, el número de hombres exhaustos que partían hacia otro asalto de tortura disminuía un poco más. Y, cada noche, el campamento base se convertía en un silencioso círculo de cuerpos apiñados bajo las lonas empapadas. Las perspectivas de Oliver acerca de las veladas nocturnas fueron aplacadas enseguida y, en consecuencia, su estado anímico cayó en picado. Esa era la idea.
La semana siguiente sobrepasó incluso las expectativas de Ben. Las condiciones climatológicas eran las peores que había habido en años. El dolor, las heridas y la desmoralización habían reducido el número de soldados de ciento treinta y ocho a una docena. Durante una marcha de veinte horas a través de una huracanada ventisca, un comandante del SAS, que se había presentado voluntario al curso para demostrarse a sí mismo que seguía teniendo lo que había que tener a los treinta y tantos años, se había derrumbado y lo habían encontrado muerto en la nieve.
Pero Ben se había propuesto continuar, atravesar penosamente la barrera del dolor y hallar nuevos límites de resistencia. Las únicas paradas que hacía eran para beber un poco de nieve derretida o para morder un bocado de una barrita Mars, dura como una roca, que había escondido en su macuto. La ración de azúcar suministraba a su debilitado cuerpo la energía suficiente para continuar. En su interior, iba librando una furiosa batalla mental contra el deseo de abandonar aquella locura; podía terminar con semejante agonía en cualquier momento, solo tenía que tomar esa decisión. A veces la tentación era insoportable. También lo era la idea, y él lo sabía. Cada momento era una prueba. Y no mejoraba.
El agotamiento era mayor cada noche. De vuelta al campamento, empapaba meticulosamente los calcetines en aceite de oliva, para aliviar el tormento de unos pies llenos de ampollas, y pasaba los días en un trance de audaz determinación, mientras las marchas se hacían más largas y los macutos más pesados. Lo único que importaba era el siguiente paso. Luego el otro. Tenía clara la distancia que aún le quedaba por delante. Y el dolor, que no iba sino a empeorar.
El cuarto día de la tercera semana quedaban ocho hombres. En una pausa para coger aire, en lo alto de una cresta cercana a la cima de la famosa montaña Peny Fan, Ben miró hacia atrás y alcanzó a ver a algunos de los demás soldados, como diminutos puntos verdes, atravesando con dificultad el manto de nieve.
Oliver iba treinta metros por detrás de él. Ben esperó a que lo alcanzara. Le llevó un rato. Estaba impresionado ante el hecho de que su amigo hubiese llegado tan lejos, pero, ahora, Oliver flaqueaba visiblemente. Su dificultoso, pero constante, paso había derivado en un caminar lento y pesado, y, de ahí, en un tambaleo. Cayó desplomado de rodillas, aferrado a su rifle.
—Sigue tú —resolló—. Yo estoy reventado. Te veré en el campamento.
Ben lo miró con preocupación.
—Vamos, quedan solo unos kilómetros.
—Ni de coña. No puedo avanzar un puto centímetro más.
—Me quedaré contigo —dijo Ben, totalmente convencido.
Oliver se apartó la nieve de los ojos y lo miró. Tosió.
—No lo harás —dijo—. Sigue moviéndote. Vete. Sal de aquí.
Ben tenía los pies en carne viva y podía sentir que la ropa se le pegaba a las llagas sangrantes de la espalda, causadas por el roce constante del macuto. Lo único que podía hacer era aguantar su propio peso. No había modo alguno de ayudar a Oliver a avanzar mucho más, aparte de llevarlo a cuestas. Además, el más mínimo indicio de duda podía significar la humillación de recibir una orden de regreso a la unidad. Las normas eran atroces. Se pretendía que así fuese.
—Estarás bien —dijo—. Hay un instructor subiendo la montaña. Él te llevará de vuelta.
Oliver le hizo un gesto con la mano para que se fuera.
—Sí, estaré bien. Ahora lárgate, antes de que recibas órdenes de regresar. Quieres la insignia, ¿no? Pues vete ya.
Castigado por la culpa, además de por el dolor, Ben prosiguió. El viento le rasgó la camisa. Descendió con gran dificultad por una pendiente rocosa prácticamente vertical, con las botas resbalando sobre la nieve. Alcanzó la superficie cubierta de hielo de un montículo de rocas caídas y, con la mirada borrosa por el agotamiento, vio un movimiento entre la neblina. Una figura encapuchada apareció de entre un grupo de pinos.
Ben reconoció su cara. Era un teniente de los Fusileros Reales. No lo había visto desde la partida, al amanecer. El corpulento y musculado londinense se había mantenido apartado del resto del grupo desde su llegada a Hereford, y Ben había apreciado una mirada distante en sus ojos grises que le hacía desconfiar de él.
—No creí que llegases tan lejos, Hope —dijo.
—¿No? Pues estaba equivocado, señor.
El teniente lo miró con una ligera sonrisa.
—¿Tienes fuego?
—No creo que haya tiempo para fu…
De repente, Ben notó que una enorme mano le golpeaba el pecho y cayó pendiente abajo, arrastrado por el peso de su macuto de veinticinco kilos. Intentó agarrarse a algo, pero perdió el rifle. Sus piernas atravesaron una fina capa de hielo y terminó en el apestoso barro de una ciénaga.
El teniente lo observó por un instante desde lo alto y, después, se alejó caminando con dificultad.
Ben se estaba hundiendo en la ciénaga. Intentó deshacerse del macuto, pero tenía las correas bien sujetas a los hombros y el peso lo arrastraba cada vez más hondo. Se agarró a un macizo de juncos helados y tiró con fuerza, empujando con las piernas al mismo tiempo. Los tallos se soltaron del barro con un borboteo y Ben se hundió quince centímetros más. Sentía que el frío y blando lodo lo absorbía a la altura de la cadera, ganando unos centímetros cada pocos segundos. Se hundió hasta el cinturón, luego hasta la caja torácica. Se agitaba débilmente en el barro y sus gritos eran silenciados por el viento.
Ahora la ciénaga lo succionaba a una velocidad constante. Podía sentir que se deslizaba hacia abajo; lo estaba tragando. Tenía las piernas entumecidas. Trató de patalear de nuevo, pero el barro era muy pesado y sus piernas empezaban a no responder. En pocos minutos comenzaría a sufrir hipotermia, a menos que consiguiese salir de allí. Dejó de patalear e intentó aferrarse a la orilla, pero, con el lodo, sus dedos se resbalaban. No había dónde agarrarse y las fuerzas se le estaban agotando con rapidez. El fango ya le llegaba al pecho y cada vez le resultaba más difícil respirar.
No tenía escapatoria. Iba a morir allí, succionado y ahogado en aquella ciénaga de mierda. Pretendió zafarse de nuevo, pero tenía las piernas demasiado débiles para moverse.
—¡Ben!
Oyó que alguien gritaba su nombre. Miró hacia arriba y, a través de los copos de nieve, pudo distinguir la forma de un soldado que bajaba por la pendiente hacia él. Pestañeó y se apartó la nieve de los ojos con los dedos cubiertos de barro. La figura se acercaba.
Era Oliver.
—¡Agárrate! —Oliver le tendió la culata de su rifle. Ben se aferró a ella y se enrolló el portafusil alrededor de la muñeca. Oliver apoyó los pies contra las rocas. Jadeaba, por el esfuerzo, mientras sujetaba el cañón del rifle con ambas manos y tiraba hacia él. Ben notó que salía de la ciénaga. Un par de centímetros, luego otros dos. El barro emitía un sonoro ruido de succión. Movió las piernas de nuevo y encontró un punto de apoyo.
Estaba fuera, respirando entrecortadamente mientras Oliver lo ayudaba a reptar hasta un lugar seguro. Ben se desplomó boca abajo y se quedó tumbado, resollando.
Oliver se echó el rifle embarrado al hombro y le tendió la mano.
—Vamos, hermano —dijo sonriendo—. Ponte de pie. Tienes una insignia que ganar.
Sólo media docena de hombres llegaron al final de aquel día; el resto se dirigieron cojeando, abatidos y exhaustos a la estación de ferrocarril de Hereford y, desde allí, regresaron a sus unidades.
Uno de los seis agotados supervivientes que regresaron a la base en el camión, ya casi vacío, fue el teniente que había arrojado a Ben a la ciénaga. Ben esquivó su mirada y guardó silencio. No había testigos y era su superior; hablar podía significar una orden de regreso a la unidad o algo peor. En cualquier caso, si conseguía entrar en el SAS 22 tendría que acostumbrarse a que la gente quisiera matarlo.
Aquella noche era la víspera de la marcha de resistencia, la última prueba de la selección inicial. Oliver sacó media botella de whisky de contrabando y los dos amigos la compartieron, sentados uno junto al otro, en una litera de lona.
—Un día más —dijo Ben, sintiendo el grato aguijón del alcohol en la lengua.
—No para mí —respondió Oliver, con la mirada puesta en su taza de hojalata. Estaba pálido y tenía los ojos entrecerrados por el dolor—. Ninguna insignia merece todo esto. Yo he tenido suficiente.
—Lo conseguirás. Ya casi estás ahí.
Oliver rompió a reír.
—Me importa un carajo si lo consigo o no. Esta locura se ha acabado. He estado pensando… Yo no soy como tú, Ben. No soy un soldado. Tan solo soy un niñato de clase media que quería rebelarse contra papá y toda esa mierda de la música. En cuanto tenga la oportunidad, dejo el ejército.
Ben miró a su amigo.
—¿Y qué vas a hacer?
Oliver se encogió de hombros.
—Retomaré la música, supongo. Lo llevo en la sangre. Vale, tal vez no tenga el talento de Leigh… Ella llegará lejos.
Ben bajó la mirada, incómodo.
Oliver continuó hablando.
—Pero tengo mi título. Soy un pianista aceptable. Daré recitales. Quizá dé clases también. Luego, me buscaré una buena mujer galesa y sentaré la cabeza.
—Ese será el día[3]. —Ben bebió un trago de whisky y se tumbó en la litera, haciendo una mueca por el dolor de espalda.
—Y, hablando de Leigh —siguió Oliver, amenazando a Ben con el dedo—, ¿te das cuenta de que mi deber oficial como hermano mayor es partirte la puta cara? —Sirvió otros dos tragos de whisky—. No puedo hacerlo, claro, porque eres mejor luchador que yo y me romperías los dos brazos. No obstante, considérate amonestado. Ben cerró los ojos y suspiró.
—No es una niña —dijo Oliver—. Va en serio con todo lo que hace. Y también iba en serio contigo. Le rompiste el corazón, Ben. Siempre me está preguntando si te he visto. Quiere saber por qué la dejaste tirada. ¿Qué se supone que tengo que decirle?
Ben se quedó en silencio durante un instante.
—Lo siento —susurró, de corazón—. No quería hacerle daño. La verdad, Olly, es que creo que merece a alguien mejor que yo.
Oliver bebió más whisky y apretó los labios antes de volverse hacia Ben.
—Escucha, he estado pensando en todo esto —dijo—. ¿Por qué no vienes conmigo?
Olvida toda esa mierda de luchar por la reina y por la patria. ¿«Quien arriesga, gana»?[4] ¿A quién le importa quién gana? Incluso si te aceptan, ni siquiera mantendrás el rango; te degradarán a soldado de caballería.
—Lo sé —asintió Ben.
—¿Y después qué? ¿Que te despedacen a tiros en una estúpida guerra que no entiendes? ¿Morir en cualquier selva apestosa? ¿Tu nombre en la torre del reloj de Hereford por culpa de un hatajo de mentirosos trajeados de Whitehall?[5]
Ben no tenía respuesta para eso.
—Tío, piénsatelo un minuto. Regresa a Builth conmigo. Tú y yo hacemos un buen equipo. Podemos poner un negocio juntos.
Ben se rio, agotado, mirando al techo.
—Sí, ya lo estoy viendo. ¿Un negocio de qué?
—Es igual. Ya se nos ocurrirá algo. Algo novedoso, y fácil, que nos haga ricos y acomodados. Tú puedes arrodillarte y suplicar a Leigh que te perdone, entonces, se casará contigo y todos seremos felices. —Oliver sonrió.
Ben miró a su amigo y se sintió maravillado por la forma en que veía la vida. En realidad, para Oliver todo era así de sencillo.
—¿Crees que seguirá queriéndome? —preguntó—. ¿Después de lo que le hice?
—Pregúntaselo tú.
Ben levantó la cabeza. Durante unos segundos todo parecía cobrar sentido. Titubeó sobre el borde de la litera antes de contestar.
—No —dijo con serenidad—. Si mañana lo consigo, seguiré adelante. Quiero la insignia.
Quince años después, Ben Hope apagaba el cigarrillo turco y miraba hacia el otro lado de la habitación del hotel. Leigh seguía profundamente dormida. Únicamente el atisbo de algún que otro gesto intranquilo delataba los agitados sueños que debían de estar pasando por su cabeza.
La observó, y no fue la primera vez que se sorprendió a sí mismo preguntándose cómo habría sido su vida si se hubiese marchado con Oliver a la mañana siguiente.