Oxfordshire
La imagen del vídeo era temblorosa, granulada y de baja calidad. La cámara recorría lentamente una amplia habitación, con paredes de piedra, iluminada con cientos de velas encendidas. Sobre los azulejos blancos y negros del suelo se veían oscilar grandes sombras. Tres gruesos pilares de piedra, dispuestos formando un espacioso triángulo, rodeaban la habitación y se elevaban hasta el techo abovedado. Contra la pared más alejada se elevaba una plataforma a modo de pequeño escenario. Sobre él, una escultura dorada, en forma de cabeza de carnero con cuernos largos y curvados, brillaba bajo la luz temblorosa.
Leigh frunció el ceño.
—¿Qué demonios es ese lugar?
—Se oye algo —murmuró Ben, y subió el volumen del ordenador. El sonido procedía de la agitada respiración de quienquiera que estuviese grabando. Súbitamente, la cámara se agitó hacia los lados y la imagen se volvió confusa.
—¡Joder! —dijo una voz asustada cerca del micrófono.
—Esa es la voz de Oliver —susurró Leigh. Se aferraba con tal fuerza al borde de la mesa que el extremo de sus uñas se puso blanco.
Siguieron observando la grabación. La cámara se enderezó. Una franja oscura y recortada ocultaba un tercio de la pantalla.
—Parece que se ha escondido detrás una columna —comentó Ben.
Entraban personas en la habitación. Al principio, se veían borrosas y movidas, pero se fueron perfilando cuando se activó el enfoque automático. Los hombres atravesaban un arco; eran doce o trece, todos vestidos con traje negro. La cámara se retiró un poco más tras la columna.
—Olly, ¿qué estás haciendo? —dijo Leigh en tono sollozante.
En ese momento los hombres se estaban colocando en semicírculo alrededor de la plataforma elevada. Todos tenían la misma postura, como soldados en posición de firmes, con los pies juntos y los brazos a la espalda. Resultaba difícil distinguir sus rostros. El más cercano estaba a unos metros de distancia de donde Oliver se ocultaba. La cámara recorría la espalda de aquel hombre, luego llegó al cuello y al pelo rapado, rubio cobrizo. La imagen se hizo más nítida al llegar a su oreja; estaba destrozada y llena de cicatrices, como si se la hubiesen arrancado y vuelto a coser. Ben dirigió su mirada a la plataforma, tratando de distinguir los detalles. Cayó en la cuenta de que lo que estaba contemplando era un altar en mitad de la habitación, iluminado por docenas de velas suspendidas de la pared. El centro de lo que quiera que fuese a suceder. Parecía una especie de ceremonia religiosa, pero ninguna que hubiese visto antes.
En medio del altar había un poste de madera, en vertical, de medio metro de grosor y unos dos metros y medio de altura, rugoso y sin barnizar. De él colgaban dos cadenas gruesas y pesadas, sujetas a una correa remachada en acero que rodeaba la parte superior del poste.
Entonces se produjo movimiento. Una gran puerta de hierro se abrió detrás del altar. Tres hombres más entraron en la estancia. Dos de ellos iban cubiertos con capuchas negras. El tercero parecía su prisionero; le sujetaban los brazos y él se resistía. Lo arrastraron por la plataforma hasta el altar.
La cámara tembló. La agitada respiración se aceleraba cada vez más. De fondo, los gritos del prisionero retumbaban en las paredes de piedra.
—No creo que debas ver esto, Leigh —dijo Ben. Podía notar que su propio corazón empezaba a latir a toda velocidad. Intentó detener la reproducción.
—Deja que siga —le respondió ella.
Los hombres con la capucha negra empujaron al prisionero contra el poste de madera y lo esposaron a las cadenas. Sus gritos se hicieron más intensos.
Uno de los encapuchados se adelantó con algo en la mano. Se dirigió al prisionero y levantó las manos hacia el rostro del hombre. Estaba de espaldas a la cámara y no dejaba ver bien lo que estaba ocurriendo. Los chillidos del prisionero eran cada vez más estridentes y forcejeaba inútilmente con las cadenas.
En ese momento, el encapuchado se apartó. Había algo colgando de la boca del prisionero. Era una cuerda fina o un cable. A medida que el encapuchado se apartaba el cable se tensaba, y Ben comprendió, con una terrible sacudida, lo que estaba ocurriendo. La cámara empezó a temblar con más fuerza.
—¡Dios mío! —exclamó Leigh horrorizada—. ¡Le han atravesado la lengua con un gancho!
El encapuchado se detuvo y se volvió hacia la audiencia. El cable estaba todo lo tenso que podía estar. El prisionero ya no podía gritar, tenía la lengua quince centímetros fuera de la boca. Los ojos se le salían de las órbitas y su cuerpo temblaba.
El segundo encapuchado se adelantó. Algo brilló a la luz de las velas. Era la daga ceremonial, que alzó sobre su cabeza.
La hundió describiendo una curva. La cabeza del prisionero cayó hacia atrás cuando le rebanaron la lengua. El cable se destensó como la cuerda de un arco, con la lengua sujeta en el extremo. La sangre salió a borbotones por la boca del prisionero y su cabeza se sacudió de un lado a otro con los ojos en blanco.
Pero su sufrimiento fue atajado enseguida. El encapuchado de la daga avanzó de nuevo y se la clavó en el abdomen. La hoja lo atravesó, como si de un cuchillo de carnicero se tratase, describiendo un corte desde la ingle hasta la caja torácica.
Cuando las entrañas comenzaron a asomar, incluso Ben tuvo que apartar la vista de la pantalla.