Cerca de Viena
Era una tarde oscura, nublada, y hacía mucho frío. El lago empezaba a congelarse y una ligera nieve en polvo se depositaba, lentamente, sobre la superficie. A unos cuatrocientos metros al otro lado de la delgada capa de hielo, el bosque de pinos se recortaba, negro e irregular, contra el cielo gris.
Markus Kinski se frotó las manos y se subió el cuello de la chaqueta. Se apoyó contra el lateral del todoterreno recordando la última vez que había estado allí: el día en que habían sacado a aquel extranjero de debajo del hielo.
El año estaba a punto de acabar y el invierno se acercaba de nuevo. ¿Qué estaba haciendo allí? Tal vez Monika tuviese razón cuando le decía que era un hombre obsesivo por naturaleza.
Por un momento pensó en su esposa. Había fallecido hacía casi tres años. Demasiado joven para morir. Dos errores de diagnóstico. La echaba de menos.
Suspiró y su mente regresó al caso Llewellyn. Lo habían cerrado hacía meses, pero aquel maldito asunto todavía lo perseguía. Había algo en él que no cuadraba. Se había cerrado de un modo demasiado limpio, lo habían llevado con demasiada eficiencia, incluso para los estándares austríacos, tan perfeccionistas. Sencillamente, las cosas no ocurrían así. Había tardado meses en sacárselo de la cabeza y, justo cuando estaba empezando a olvidarse de aquel dichoso asunto, Madeleine Laurent, quién si no, había aparecido de la nada. O quienquiera que fuese.
Hasta ese momento, la búsqueda de Laurent no lo había llevado a ninguna parte. La tarjeta de crédito de Erika Mann era auténtica, pero ¿quién era ella? La dirección de la compañía de crédito lo había llevado hasta un almacén desierto en un polígono industrial de la ciudad. Menuda sorpresa.
Así que, ahora, había otra incógnita más que añadir al montón de incómodas preguntas sin respuesta que se acumulaban en torno al caso Llewellyn.
Madeleine Laurent no era el único misterio relacionado con el hombre ahogado. También estaba lo de Fred Meyer. Meyer tenía mucho en común con Llewellyn. Demasiado. Ambos músicos, ambos pianistas, ambos muertos. A solo unos kilómetros de distancia y los dos en la misma noche. El reloj de Llewellyn, una vieja reliquia de cuerda, se había parado al entrar en contacto con el agua, así que conocían con bastante exactitud la hora de su muerte. Cuando encontraron a Fred Meyer ahorcado en su habitación de estudiante, llevaba muerto unas doce horas, lo que significa que los dos pianistas habían encontrado la muerte separados por un breve espacio de tiempo. Primero Meyer, probablemente, y poco después Llewellyn.
No había nota de suicidio en el caso Meyer, ni motivo aparente. Los interrogatorios a la familia no arrojaron historial depresivo alguno. Como la mayoría de los estudiantes, iba justo de dinero, pero había sido lo bastante prudente como para no dejar ninguna deuda significativa pendiente. Tampoco había indicios de problemas emocionales y, según todos los testimonios, tenía una novia estable con la que le iba bien. Recientemente, había conseguido un trabajo como profesor de música en una escuela de Salzburgo y estaba deseando empezar después del verano, una vez terminados sus estudios en el conservatorio de Viena. La vida había tratado bastante bien a Fred Meyer, hasta que acabó colgado del extremo de una cuerda.
De acuerdo, existían coincidencias, y tal vez no hubiese nada que conectase el estúpido accidente de un músico con el suicidio sin sentido de otro. Eso era, al menos, lo que Kinski había intentado hacerse creer a él mismo a lo largo de los últimos meses. Pero había otro detalle que se le atragantaba, como una miga de pan que no pasa de la garganta: el asunto de las entradas para la ópera que encontraron en la habitación de Meyer.
Kinski suspiró y miró hacia el lago, que estaba empezando a cubrirse de bruma. El hielo aún era demasiado fino para caminar sobre él, pero en unas semanas habría espesado lo suficiente como para soportar el peso de un hombre. Había visto gente patinando en el lago algunas veces.
Trató de imaginarse cómo sería caer a través del hielo. El impacto contra el agua helada, suficiente para detener el corazón de un hombre; la corriente arrastrándote bajo la sólida capa de hielo, tan dura que haría falta un mazo para regresar a la superficie de la que te separan, tan solo, cinco centímetros.
Pensó en los distintos tipos de muerte que había visto, en la expresión de los rostros de las personas muertas con las que había estado en contacto por motivos de trabajo. El gesto reflejado en la cara azul y congelada de Oliver Llewellyn era una de las peores imágenes que había contemplado en su vida. Durante meses, con solo cerrar los ojos, allí estaba él, mirándolo. No podía olvidarlo. El hecho de regresar ahí otra vez, junto al lago, le devolvía a la mente aquella dura imagen.
Consultó la hora; llevaba demasiado tiempo en ese lugar. Los recelos que tenía sobre el caso parecían retenerlo, cuando debería haber emprendido ya el camino de vuelta. Le había dicho a Helga, la niñera de Clara, que él recogería a la niña del colegio, para variar. Estaba creciendo rápido, tenía casi nueve años y medio, y él se estaba perdiendo un montón de cosas. Sería una agradable sorpresa para ella. Estaba decidido a pasar la tarde haciendo algo divertido, como llevarla a patinar o ir al cine. Se lo había dado todo a su hija: un colegio privado y bilingüe en el que recibía la mejor educación, clases de violín, juguetes caros… Clara lo tenía todo, excepto tiempo con su padre.
Oyó unos pasos que se acercaban por detrás, sobre la hierba helada, y se giró.
—Hola Max, ¿dónde estabas?
El perro se sentó y lo miró expectante, con su enorme cabeza negra ligeramente inclinada hacia un lado y una pelota de goma sujeta entre sus fuertes mandíbulas. El manso rottweiler era ya viejo para los de su raza, pero Kinski lo mantenía en forma.
—Venga, dámela —dijo Kinski con dulzura—. Te la tiro una vez y nos vamos de aquí. Aunque, más bien, no deberíamos haber venido —añadió.
Con delicadeza, el perro dejó la pelota sobre su mano. Estaba empapada de saliva y cubierta de barro.
—No sabes lo afortunado que eres —le dijo Kinski—. Buscar pelotas todo el día sería lo perfecto para mí. Mucho mejor que la mierda con la que tengo que tratar, créeme amigo. —Lanzó la pelota hacia la extensa superficie de hierba y observó al perro salir disparado tras ella, salpicándolo de barro helado.
Max la buscaba olisqueando entre los juncos. Parecía vacilante, tocaba el suelo con una pata y, luego, giraba su vasta cabeza a un lado y a otro.
—¡No me digas que la has vuelto a perder! —le regañó Kinski exasperado. Se acercó a él y miró, también, en busca de un atisbo de goma azul entre la hierba y el barro helados. El perro había aplastado gran parte de los arbustos buscando la pelota.
—Muy bonito, Max —musitó—. ¿Sabes que estos puñeteros trastos cuestan ocho euros cada uno? ¿Y cuántas has perdido ya? Du Arschloch.
Había colillas en el barro. Kinski apartó la mano, pensando que podía haber agujas hipodérmicas. Putos yonquis, llenando de mierda este lugar.
Pero, entonces, se acercó un poco más para mirar. Cogió una y la examinó. No era una colilla, sino un casquillo. El latón se había ennegrecido, no tenía brillo y estaba verde por algunos sitios. La imprimación oxidada tenía una marca en el medio, donde la había golpeado el percutor. Alrededor de la base del cartucho había una inscripción grabada con letra diminuta: «9 mm Parabellum CBC».
¿Quién cojones ha estado disparando una 9mm por aquí?, pensó Kinski. Rebuscó entre la hierba. Max observaba con atención, de pie junto a él. Apartó un arbusto helado y encontró un cartucho más. Era exactamente igual. Luego otro y, después, dos más, medio enterrados entre las raíces amarillentas. Arrancó la hierba a puñados y siguió encontrando más y más casquillos. Utilizando un bolígrafo para cogerlos, en tres minutos de búsqueda había conseguido reunir veintiuno y depositarlos en un montoncito.
Veintiuno era un número exagerado de casquillos para un solo lugar. Eso significaba que había sido un único tirador disparando desde una posición fija. Demasiados disparos para una pistola estándar, a menos que hubiese usado un cargador ampliado. Aunque era más probable que se tratase de una ráfaga con un arma automática, alrededor de un segundo y medio con una metralleta típica. Grave. Desconcertante.
Examinó cautelosamente cada uno de los casquillos con la punta de su bolígrafo, con cuidado de no tocarlos con las manos. Todos tenían las mismas marcas de raspado, por haber sido encajados en un cargador demasiado justo, y la misma ligera abolladura en el borde a causa de la violenta sacudida de la ventana de expulsión. El olor a cordita había desaparecido ya. Uno por uno, metió los casquillos en una pequeña bolsa de plástico, que guardó en un bolsillo de la chaqueta, y se incorporó. Había olvidado la pelota. Calculó el alcance del expulsor y trató de imaginarse dónde se podía haber colocado el tirador.
Una idea comenzó a tomar forma en su cabeza. No había nadie por allí. Se agachó y acarició la cabeza del perro pensativamente.
—Vamos, chico. —Caminaron de regreso al coche. Abrió el portón y Max saltó al interior con la lengua colgando. La rueda de repuesto estaba sujeta al arco interior. La soltó y la llevó rodando hasta la orilla del lago.
La niebla era cada vez más densa y, cuando Kinski lanzó la rueda sobre el lago helado, lo único que alcanzó a ver fue un borrón negro en el hielo gris. La rueda dejó de rodar, cayó y se quedó sobre el hielo, que aguantó el peso sin romperse.
Kinski buscó en su chaqueta y desabrochó la funda de su pistola. Le quitó el seguro a su arma reglamentaria, una SIG-Sauer 7226, miró a su alrededor y disparó al hielo, donde estaba la rueda. La rotunda detonación de la 9 mm sacudió dolorosamente sus tímpanos y resonó a lo lejos. Volvió a disparar, disparó otra vez y, entonces, esperó.
El hielo se agrietó y, a quince metros de la orilla, la rueda de repuesto se sumergió en el agua con un burbujeo.
Contemplando la escena, Kinski no pensaba en el coste de reemplazar la cara rueda de un Mercedes. Pensaba en el peso de un hombre. Una capa de hielo más gruesa requeriría un mayor agrietamiento. Pero ¿cuánto más? ¿Lo conseguirían veintiún disparos de una 9 mm? Se tocó el bolsillo y oyó el sonido metálico de los casquillos, que, presentía, llevaban allí desde enero.