Capítulo 11

Oxfordshire

El TVR Tuscan derrapó y Ben aceleró a fondo para alejarse de Langton Hall. El tráfico era escaso en las carreteras rurales. No sabía adónde iba. Condujo a gran velocidad durante diez kilómetros, con el motor muy revolucionado, en marchas bajas y comprobando constantemente los espejos. No vio nada.

Se detuvo en un área de descanso y apagó el motor. Leigh iba sentada a su lado en silencio y con el rostro lívido.

—¿Estás bien? —preguntó Ben. Se volvió hacia el asiento trasero para coger su macuto; todavía quedaba algo de whisky en la petaca—. Sé que esto no te gusta mucho —dijo, tratando de sonreír—, pero te ayudará a calmarte.

Leigh bebió un trago de whisky y se estremeció al sentir la quemazón en la garganta. Tosió.

—Gracias. —Le puso el tapón a la petaca y se la devolvió.

Él agotó lo que quedaba.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó al verla sacar el teléfono.

—Llamar a la policía.

Ben se lo arrebató antes de que pudiera marcar el número.

—No creo que sea una buena idea —dijo.

—¿Por qué?

—Hasta anoche, nadie sabía dónde nos encontrábamos. Entonces, le dices a la policía dónde estamos y lo siguiente que ocurre es que tenemos visita.

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que no me gustan las coincidencias —replicó—. Y también está el pequeño problema de los tres cadáveres que hay en tu casa, Leigh. Yo los maté y tú eres mi cómplice. No me he quedado contigo para que me detengan. —Sacó el archivador de la bolsa y se lo mostró—. Esto es lo que estaban buscando —dijo. Las manchas de sangre de la etiqueta se habían vuelto de color marrón.

¿La carta de Mozart? ¿El libro de Oliver? Pero… —Lo miró con impotencia—. ¿Por qué querría alguien…?

—Creo que es hora de que le echemos un vistazo a todo esto —dijo Ben. Se colocó la mochila entre las piernas y las armas que contenía hicieron un ruido sordo y metálico al chocar. Apoyó el archivador sobre el volante, soltó el cierre y abrió la tapa de la carpeta.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Leigh—. Está todo quemado.

El pequeño sobre acolchado se escurrió y fue a parar al suelo del coche. Ben lo ignoró y se puso a ojear el resto del contenido de la carpeta con cuidado, intentando no dañar aún más el frágil papel.

Algunos de los documentos eran manuscritos y otros se habían redactado con ordenador. Muchos eran ilegibles, fragmentos chamuscados en los que aparecían nombres, fechas y retazos de lo que parecía información histórica. En algún que otro sitio se distinguía el nombre de Mozart.

Leigh extendió el brazo y extrajo una hoja prácticamente abrasada, que se hizo pedazos en cuanto la levantó.

—Es la letra de Oliver —dijo, mordiéndose el labio—. Una de las notas que me envió durante sus viajes.

—Están destrozadas —murmuró Ben. Volvió a guardar los fragmentos en el interior de la carpeta, cerró la tapa y se volvió hacia ella—. ¿De qué va todo esto, Leigh?

¿Para qué querrían las cosas de Oliver?

—¿Cómo voy a saberlo?

—No lo entiendo —dijo él—. Anoche me dijiste que tenías estas notas desde hace meses. Ahora, de repente, alguien está muy interesado en ellas. ¿Por qué? ¿Qué hay aquí? ¿Y cómo sabían que las tenías tú?

Ella parecía que se había quedado en blanco.

—¿Quién más sabe lo del libro?

De repente, su mirada reveló que acababa de entenderlo todo.

—Lo saben unos dos millones de personas.

—¿De qué coño estás hablando, Leigh?

—La entrevista en televisión. Estuve en un programa de música de la BBC con motivo de mi gira europea del año que viene. Les hablé de mi intención de continuar con el libro; de que Oliver me había estado enviando el material de su investigación, justo hasta el día en que murió, y de que nunca me había sentido con fuerzas para mirarlo siquiera.

—¿Y cuándo se emitió ese programa?

Ella hizo una mueca.

—Dos días antes de que intentasen secuestrarme en Londres.

Ben notó algo entre sus pies y recordó el sobre que se había caído. Se agachó y lo cogió.

—¡Vaya! Reconozco esto —susurró Leigh, quitándoselo de las manos—. Es el paquete del que te hablé. El último que me mandó en vida. —Dio unas cuantas vueltas al sobre—. Lo recibí después del funeral y le dije a Pam que lo metiera en la caja con el resto de las cosas.

—Hay que abrirlo ahora mismo —dijo Ben.

—Adelante.

Ben abrió el sobre chamuscado. Bajo la fina capa de papel de burbujas, inmune al calor del fuego, había una caja de CD. La sacó.

—Es música —dijo, mostrándole la carátula—. La flauta mágica la ópera de Mozart. ¿Por qué te enviaría esto?

Ella suspiró.

—Es mío. Me lo había pedido prestado. Querría devolvérmelo.

—¿Así que eso es todo?

Ella se desplomó en el asiento.

—¿Qué está ocurriendo, Ben?

Ben abrió la caja. El disco amarillo y plateado de Deutsche Grammophon se había soltado de la sujeción y cayó sobre sus piernas. Tras él, había otro disco con la leyenda «CD-Recordable». Y, debajo, un mensaje garabateado con rotulador:

Leigh: NO reproduzcas este disco bajo NINGUNA circunstancia.

Mantenlo ESCONDIDO. Voy para casa.

Olly.

—¿Pero qué…? —Leigh alargó el brazo y pulsó un botón del salpicadero. El reproductor de CD del coche se encendió—. Oigámoslo.

—No es un disco de audio —le contestó Ben—. Necesitamos un ordenador.

Una hora más tarde se habían registrado, en un hotel cercano, como el señor y la señora Connors. De camino hacia allí, Ben se había desviado para hacer un recado. Rasgó el embalaje del nuevo portátil y lo dejó sobre la mesa de la habitación del hotel. En pocos minutos, tenía el ordenador configurado y listo para reproducir el disco. Sacó el CD de la caja y lo insertó en la unidad de disco. La máquina se puso en funcionamiento y, transcurridos unos segundos, se abrió una ventana en la pantalla plana.

Mientras esperaba a que el disco cargase, Ben abrió el minibar y encontró dos botellas en miniatura de Bell’s Scotch. Las abrió y las vertió en un solo vaso. Leigh estaba sentada en el escritorio y escrutaba la pantalla.

—Parecen fotos tomadas en diferentes partes de Europa —dijo—. Es como un diario fotográfico del viaje de investigación de Olly.

Ben frunció el ceño.

—¿Por qué iba a meter un CD de fotos de viajes en tu caja de Mozart?

—No tengo ni idea. —Hizo un clic y la cara de un hombre mayor apareció en la pantalla. Tenía setenta y muchos años y el rostro gris y surcado de profundas arrugas, pero había un brillo inquisitivo en sus ojos. Detrás de él había una librería abierta por el frente, y Ben pudo distinguir los títulos de algunos de los volúmenes, con nombres de compositores famosos: Chopin, Beethoven, Elgar.

—¿Quién es este? —preguntó Ben.

—No lo conozco —respondió ella.

Hizo otro clic. El anciano desapareció y una nueva imagen invadió la pantalla. Era de un edificio de piedra blanco que a Ben le pareció un pequeño templo o un monumento de algún tipo. Tenía una cúpula en lo alto y una fachada clásica.

—Esto lo reconozco —dijo ella—. Rávena, Italia. Es la tumba de Dante. Yo he estado ahí.

—¿Por qué iría Oliver a Italia si su investigación se desarrollaba en Viena?

—No lo sé.

—¿Mozart pasó mucho tiempo en Italia?

Ella se paró a pensar.

—Si no recuerdo mal lo que me enseñaron en la escuela de música, creo que pasó algún tiempo en Italia, en Bolonia, durante su adolescencia —afirmó—. Pero, aparte de eso, no creo que hiciera nada más que viajar allí de vez en cuando.

—Esto no nos está sirviendo de nada —dijo Ben—. Pasa a la siguiente. Clic.

La siguiente fotografía mostraba a Oliver abrazando a dos hermosas mujeres. Ellas lo besaban en las mejillas mientras él brindaba alegremente, hacia la cámara, con un cóctel en la mano.

Leigh pasó a la siguiente. Era otra instantánea de la misma fiesta. Esta vez, Oliver estaba sentado al piano. En el taburete doble, junto a él, había un hombre más joven, de unos veintitantos, y ambos interpretaban un dueto. Parecían estar pasándoselo bien; Oliver aparecía esbozando una media sonrisa mientras tocaba. Alrededor, apoyadas en el piano, había un grupo de mujeres ataviadas con vestidos de fiesta viéndole tocar, sonriéndole, sonriéndose unas a otras y sosteniendo bebidas. Sus rostros resplandecían. Era la imagen, muy natural, de unas personas con aspecto feliz que se estaban divirtiendo.

Leigh no pudo mirar la foto durante más tiempo. Continuó. Apareció una imagen de un pueblo nevado. Había árboles y montañas al fondo, cubiertos de blanco. Leigh frunció el ceño:

—¿Suiza?

Ben la estudió con detenimiento.

—Podría ser. O tal vez Austria. —Extendió el brazo, marcó el archivo con el ratón y descendió por el menú para ver las propiedades de la imagen. Había sido tomada tres días antes de la muerte de Oliver.

Leigh suspiró.

—Sigue sin decirnos nada nuevo.

Ben se apartó del escritorio y dejó que ella siguiera viendo el resto de las fotografías. Se dirigió a la cama, se sentó y vació su vaso de un solo trago. Junto a él, extendidos sobre hojas de periódico por la cama, seguían los restos carbonizados del contenido del archivador. Analizándolos con detalle, dio la vuelta a uno de los papeles e hizo una mueca de fastidio cuando los bordes se desmenuzaron.

Debajo de él observó los restos quemados y hechos trizas de un documento que parecía distinto a los otros. El fuego había devorado, a bocados, la mayoría del texto, y había dejado unos bordes negros que parecían las piezas que faltan en un rompecabezas. Casi todo lo demás estaba tan carbonizado que el texto manuscrito en alemán apenas resultaba legible. Lo único que se distinguía eran unas cuantas frases inconexas que no le sugerían nada.

Por un instante, Ben pensó que lo que tenía en la mano era el original y contuvo el aliento. Pero, no. Se trataba de una fotocopia.

Era la carta de Mozart. El descubrimiento de Richard Llewellyn. Oliver contaba esa historia con tanta frecuencia que Ben todavía la recordaba con todo detalle.

Muchos años antes, el taller y expositor de restauración de pianos antiguos de Llewellyn estaba situado en una transitada calle del centro de Builth Wells. Tras la muerte de su esposa Margaret en 1987, cuando Leigh tenía trece años y Oliver diecisiete, Richard Llewellyn entró en decadencia y, con él, su negocio; bebía demasiado para hacer bien su trabajo y la clientela disminuyó drásticamente. Un día, un hallazgo casual en el ático de un viejo caserón se perfiló como una promesa de cambio en la fortuna de Richard Llewellyn para siempre.

El deteriorado pianoforte había sido fabricado a principios del siglo XIX por el célebre artesano Josef Bohm. Lo habían trasladado a Gran Bretaña, en algún momento de la década de 1930, y había caído en desuso tiempo atrás. No lo habían guardado con demasiado mimo. La carcoma había infestado gran parte de la carcasa y necesitaba una puesta a punto en condiciones para devolverlo a sus condiciones óptimas. Pero, incluso en aquel estado tan lamentable, era uno de los instrumentos más hermosos con los que Richard Llewellyn se había encontrado jamás. Se emocionó al pensar en la cantidad que podían llegar a pagar por él, en una subasta, una vez estuviese restaurado; tal vez diez mil libras, incluso puede que más. Dejó a un lado las botellas de oporto y jerez y se puso manos a la obra.

Nunca llegó a terminar el trabajo. Mientras restauraba una de las patas del instrumento, Llewellyn se topó con su hallazgo. La pata estaba hueca y, en el interior, halló un documento enrollado, viejo y amarillento, atado con una cinta. Era una carta, escrita en alemán, con fecha de noviembre de 1791.

Cuando Richard Llewellyn vio la firma, casi se le para el corazón.

La última carta escrita por Wolfgang Amadeus Mozart unas semanas antes de morir. Cómo había acabado en el interior de la pata hueca de un piano era un misterio, y seguiría siéndolo siempre. Lo único que Llewellyn sabía era que había encontrado un tesoro histórico que iba a trastocar su vida.

En aquella época, Oliver no era capaz de hablar de otra cosa que no fuese el hallazgo de su padre. Éste había viajado a Londres para que musicólogos y anticuarios expertos analizasen la carta. Sin embargo, su visión de la fortuna que le iba a aportar se desvaneció cuando los expertos la declararon falsa.

—Pero a lo mejor no lo era —dijo Ben en voz alta.

Leigh se volvió y lo miro con gesto interrogador.

—¿A lo mejor qué?

—La carta de tu padre. ¿Es posible que no fuese falsa, después de todo, y que por eso esa gente te persiga? ¿Cuánto podría valer?

Ella negó con la cabeza.

—Papá la vendió, ¿recuerdas? Hace años, más o menos en la época en la que dejamos de vernos.

—¿Y alguien la compró a pesar de que nadie creía que fuese auténtica?

—Sí. —Sonrió—. Justo cuando papá se estaba desanimando por completo con todo el asunto, aquel coleccionista loco se puso en contacto con él. Un italiano experto en música. Hizo una oferta por la carta. No era la cantidad de dinero con la que papá había soñado, pero aceptó sin pensárselo. Entonces, el italiano dijo que también quería comprar el viejo piano. Estaba a medio restaurar, pero, aun así, pagó mucho por él. Recuerdo perfectamente cuando lo embalaron y se lo llevaron en una gran furgoneta. Gracias a eso papá volvió a ser un hombre solvente. Seguía herido por la resolución de los expertos, pero, al menos, tenía algo de dinero. Así es como pude irme a Nueva York y estudiar en la academia de música.

—¿Cómo se llamaba ese italiano? —preguntó Ben.

—No lo recuerdo —dijo ella después de pensarlo un momento—. Fue hace mucho tiempo y yo no llegué a conocerlo. Oliver sí, decía que era un anciano. Supongo que ya estará muerto.

Ben dejó el fragmento de la carta fotocopiada y echó un vistazo a los demás documentos. Algo llamó su atención y se acercó más para mirarlo.

El fuego había destrozado el margen derecho del papel de cartas rayado. La letra era de Oliver. Ben siguió una línea que estaba escrita con grandes mayúsculas muy marcadas y subrayada tres veces, como si denotase frustración. El final de la frase estaba quemado y el papel pasaba del amarillo al marrón para convertirse en cenizas.

—¿Qué es la Orden de R…? —leyó en voz alta—. ¿Sabes qué podría ser esto?

—No tengo la menor idea.

Él dejó la hoja con el resto de los papeles.

—Mierda. Qué desastre.

Leigh ya había terminado de examinar las fotografías. Solamente quedaba un archivo en el disco. Mientras lo abría, Ben se inclinó sobre el respaldo de su silla.

—Eso no es un archivo de imagen —dijo—. Es un vídeo.