Austria
Eve cerró con llave la puerta de la habitación y se apoyó contra ella, durante unos instantes, con los ojos cerrados bien fuerte. ¿Cuánto tiempo llevaría siguiéndola el poli ese? ¿Cómo se llamaba? Lo recordó. Kinski. Detective Markus Kinski.
Dos cagadas en un día. No iban a estar contentos con ella. Primero, debería haberse ido del café en el momento en que lo reconoció. Tenía que haber actuado con naturalidad; haberse marchado, tomado un taxi y haber salido de allí sin dejar rastro alguno.
Las huellas eran el segundo gran error. No llevaba suficiente dinero en metálico, contrariamente a lo que siempre le habían dicho que hiciera. Con las prisas por salir de allí, la había invadido el pánico y se había visto obligada a usar la tarjeta de crédito de Erika Mann. Esa tapadera ya no servía de nada. Kinski investigaría el nombre falso y, cuando llegase a un callejón sin salida, sospecharía aún más. Esta vez había tenido suerte y se las había arreglado para despistarlo, pero, si de verdad iba a por ella, regresaría.
El cuello y los hombros de Eve estaban rígidos y tenía la boca seca. ¿Qué hacía siguiéndola? ¿Estaría husmeando de nuevo en el caso Llewellyn? ¿Por qué iba a hacerlo? El caso había sido cerrado hacía meses y, por lo que a la policía respectaba, se había mantenido así, cerrado. Tan solo un puñado de personas sabían que era de otro modo.
Buscó en el bolso y sacó un diminuto revólver Magnum de calibre 22, la Viuda Negra. Hizo girar varias veces la pistola de acero inoxidable entre sus manos, para observarla con detenimiento. Medía quince centímetros y no pesaba más que doscientos veinticinco gramos, pero los cinco finos cartuchos de su cilindro podían taladrar el cráneo de un hombre. Nunca la había utilizado para disparar a alguien, pero sabía usarla.
Se preguntó qué se sentiría al apuntar con ella a una persona viva y apretar el gatillo. Lo haría si se viese en la obligación. Estaba en una situación demasiado complicada como para exponerse a correr riesgos.
Tal vez hubiese sido mejor dejar que Kinski la siguiera, reflexionó. Podría haberlo atraído hasta algún lugar y utilizar sus encantos; eso era algo que ya había hecho antes. Después, matarlo habría resultado fácil.
Pensó en Oliver Llewellyn y se preguntó cuánto tiempo tardarían en atrapar a su hermana. No había forma alguna de escapar de aquella gente. Eve lo sabía.
Se dirigió a la cama, aún con la pequeña pistola. Había algo sobre la almohada, de terciopelo rojo contra la seda blanca. Era un estuche de una joya. Lo abrió. Contenía el broche de Lalique de art nouveau, del que se había quedado prendada en el escaparate de una tienda de antigüedades de Viena, la semana anterior. Era exquisito: oro con incrustaciones de diamantes y zafiros. Había una nota en el interior doblada con pulcritud. La desplegó.
Era de él. «Póntelo esta noche», decía.
Eve cerró el estuche y lo arrojó al otro lado de la cama. Se tumbó y la oscuridad lo inundó todo.
Despacio, levantó la Viuda Negra hasta que pudo sentir el frío cañón contra su sien. Cerró los ojos y escuchó el sonido del mecanismo engrasado mientras retiraba el pequeño percutor con el dedo. Un mínimo movimiento del dedo y quedaría libre de todo aquello.
Sus dedos se relajaron alrededor del arma y dejó escapar un largo suspiro. No podía hacerlo.
No había salida.