Langton Hall, Oxfordshire
Ben pasó una agitada noche en el exterior del dormitorio de Leigh, en un pasillo repleto de corrientes. Ella había intentado convencerlo de que durmiese en una de las ocho habitaciones vacías de Langton Hall, pero él había preferido quedarse cerca de ella, y aquello era lo más cerca que podía estar sin dormir en su habitación. Sentado incómodamente contra la pared, su mente se lleno de pensamientos sobre Leigh. Resultaba extraño reconocer que estuviese justo al otro lado de la pared. Habían estado tan cerca una vez, que, ahora, le entristecía estar tan cerca de ella, pero, al mismo tiempo, tan lejos.
Consiguió permanecer despierto hasta más o menos las seis, fumando un cigarrillo turco tras otro hasta acabar el paquete. Cuando la luz del alba comenzó a colarse por el vestíbulo, a través de las polvorientas ventanas, estaba pensando en la llamada telefónica de la policía la noche anterior. Recorrió mentalmente los detalles una y otra vez. El piso de Leigh en Covent Garden podía haber sido saqueado en cualquier momento de los últimos cinco días. Los vecinos se habían encontrado la puerta abierta, al regresar de vacaciones, y habían llamado a la policía al ver los daños. No había sido un robo al uso. Habían levantado alfombras y tablas del suelo, destrozado cada uno de los muebles, incluso habían rajado almohadas y cojines. Pero no habían robado nada. La policía había encontrado su collar de perlas, su reloj de oro y sus pendientes de diamantes en la mesilla de noche, justo donde ella los había dejado. Aquello no tenía sentido.
Se puso de pie y se estiró, dobló su saco de dormir y bajó las escaleras. Estaba preparando café cuando Leigh entró tiritando y con el cabello revuelto. Se bebieron una taza de café caliente e intercambiaron pocas palabras, mientras contemplaban el amanecer desde la ventana de la cocina. Leigh agarraba su taza con las dos manos para calentarse los dedos. Ben descubrió, por la palidez de su rostro, que estaba casi tan cansada como él.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella—. ¿Vas a quedarte o vas a hacer esa llamada?
—Me sentiría mejor si tuvieses una protección adecuada —respondió él—. Yo no puedo estar contigo las veinticuatro horas del día, ir adónde tú vas, vigilarte en cada momento… —Hizo una pausa—. Pero quiero saber qué está pasando aquí.
—¿Te quedas?
Él asintió.
—Al menos durante un tiempo.
Ella dejó su taza de café.
—De acuerdo. Y, yo, si me voy a quedar aquí una temporada, debería empezar a desembalar algunas de las cosas que hay en esas cajas. Tengo algo de ropa ahí dentro. En esta casa hace un frío de muerte.
Ben cogió más leños y astillas de la leñera y los llevó al estudio. Leigh observaba la rapidez con la que despejaba la fría chimenea y apilaba la madera. Encendió el fuego y las llamas comenzaron a crepitar. Percibió un movimiento detrás de él.
—¿Qué narices estás haciendo? —preguntó al girarse.
Ella dejó de saltar arriba y abajo.
—Esto me recuerda a hace años en la vieja casa de Builth Wells —dijo ella, riendo—. Estábamos tan justos de dinero que papá nos ponía a saltar y a correr por toda la casa para ahorrar en calefacción. Nos llevaba a dar largos paseos y, cuando regresábamos sonrojados, aquel lugar helado parecía, de nuevo, agradable y cálido.
Ben apiló un par de leños.
—Me recuerda al ejército —dijo—. Creo que lo llaman «imprimir carácter».
Leigh miró por la ventana. El sol se alzaba ya por encima de las copas de los árboles.
—No me importaría dar un paseo. ¿Sabes?, llevo días encerrada. ¿Te apetece un poco de aire fresco?
—Desde luego. Así me puedes enseñar los alrededores.
Leigh cerró la pesada puerta trasera y se guardó la llave en el bolsillo del abrigo oscuro, de gamuza, que llevaba puesto. Levantó la cabeza hacia el sol, cerró los ojos y sonrió con tristeza.
Caminaron en silencio durante un rato. Las tierras que rodeaban la casa se elevaban en una suave pendiente, a través de prados y un lago ornamental, hasta una laberíntica extensión de bosque. Siguieron un camino cubierto de ramas caídas y hojarasca, que estaba esponjoso por las lluvias del invierno, y atravesaron un verde túnel hecho de lauroceraso. Los rayos de sol se colaban por los huecos de la bóveda que los cubría.
—Esta es mi parte favorita —dijo ella sonriendo y señalando hacia delante. Al doblar una esquina, el exuberante túnel de vegetación se abrió a una magnífica vista sobre las praderas y, más al fondo, un reluciente río. Se veían caballos a lo lejos, pastando junto a la orilla.
—Cuando empiece el verano, voy a poner unos bancos aquí —dijo Leigh—. Es un sitio muy agradable. —Su sonrisa se borró al mirar al otro lado del valle. Ben podía intuir los oscuros pensamientos que le nublaban los ojos.
—Sé que no quieres volver a pasar por todo esto otra vez —dijo él—, pero tenemos que saber lo que está ocurriendo.
Ella bajó la mirada hacia el suelo.
—Lo sé.
—¿Estás segura de que no estaban buscando algo en tu piso?
Leigh suspiró.
—Te lo he dicho antes, solamente usaba ese lugar como base para ir a la ópera. Apenas tenía nada, no pasaba mucho tiempo allí.
—¿Y estás completamente segura de que el apartamento estaba vacío cuando te mudaste allí? ¿No había nada que se hubiesen podido dejar los anteriores inquilinos?
Ella negó con la cabeza.
—Como ya te he contado, lo habían limpiado todo cuando lo alquilé. No, es a mí a quien buscan. O algo que tiene que ver conmigo, pero ¿qué es lo que yo…?
Ben no respondió. Alargó el brazo y estrechó su hombro con ternura, notando la tensión de sus músculos. Ella se apartó un paso de él para romper el contacto. Ben miró al cielo. Amenazaba con llover. Llevaban caminando casi una hora.
—Volvamos —dijo.
Para cuando hubieron recorrido el sendero de vuelta, y se encontraban en los prados cercanos a la casa, unos nubarrones ya habían cubierto el sol. El viento arreciaba y arrastraba una llovizna fina y constante. Leigh abrió la puerta trasera y Ben entró primero a la cocina, donde había dejado su macuto. Iba a coger el teléfono cuando se quedó paralizado y entornó los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó Leigh.
Él la miró con tensión y se llevó el dedo índice a los labios. Ella hizo un gesto de no entender lo que ocurría.
Ben no dijo nada. La agarró por el brazo y tiró de ella con brusquedad. Abrió la puerta de la despensa y la empujó hacia el interior.
—Ben… —Los ojos de Leigh, atónitos, transmitían el miedo y la confusión que sentía.
—No te muevas. No hagas ni un ruido —susurró él antes de encerrarla.
Miró a su alrededor y cogió con cuidado la pesada sartén de hierro que estaba sobre la cocina. Se deslizó por el hueco de la puerta y se movió con rapidez, y en silencio, escaleras arriba.
Los encontró en el despacho. Eran dos y estaban de espaldas a él. Iban con la cara tapada y estaban armados. Vestían chaquetas militares idénticas y pistolas semiautomáticas enfundadas. No habían perdido el tiempo. Las cajas de la mudanza estaban volcadas y su contenido desparramado por el suelo. Había partituras manuscritas por todas partes, cartas y documentos comerciales. El tipo de la izquierda estaba revolviendo en un baúl, arrojando la ropa que sacaba en una desordenada pila sobre el suelo. El tipo de la derecha estaba arrodillado cerca de la chimenea, utilizando un cuchillo de doble filo para abrir una enorme caja que estaba precintada con cinta de embalar.
Ninguno de los dos oyó a Ben entrar en la habitación.
La caja se abrió y su contenido, papeles, libros y carpetas, se quedó desperdigado. El hombre rebuscó en el interior y extrajo un fino archivador. Lo observó durante un instante y lo agitó en dirección a su compañero.
El tipo de la izquierda se estaba ya dando la vuelta cuando Ben le hincó el filo de la sartén de hierro en el cráneo. Penetró como un hacha y el hombre cayó al suelo retorciéndose.
El otro dejó a un lado el archivador e intentó coger su pistola, pero Ben fue más rápido. Le lanzó un golpe a la garganta, con la intención de desorientarlo más que de matarlo, y lo agarró con fuerza, presionando la tráquea, mientras se agachaba.
—¿Para quién trabajáis? —preguntó con serenidad. Mientras hablaba, con la mano libre le quitó el arma de entre los temblorosos dedos. Era una pistola grande y pesada; una Para-Ordnance del 45 con recámara de gran capacidad, de acero inoxidable y con el seguro puesto. Estaba reluciente y olía a lubricante para armas.
Ben creía en la eficacia del interrogatorio sencillo y directo. Quitó el seguro y pegó el cañón del 45 a la sien del intruso.
—Responde rápido o estás muerto —dijo.
El hombre puso los ojos en blanco bajo el pasamontañas. Ben disminuyó un poco la presión sobre su tráquea y miró el archivador, que estaba tirado en el suelo boca arriba. En la primera página, escrito a rotulador con perfecta claridad, se podía leer: «La carta de Mozart».
Ben apretó aún más la pistola contra la cabeza del tipo.
—¿De qué va esto? —preguntó.
La puerta se abrió de golpe. Un tercer intruso irrumpió en la estancia disparando. En un segundo, la habitación se llenó de balas. Ben no tenía dónde ponerse a cubierto. Sintió el impacto de una bala que le pasó rozando la cabeza.
Agarró a su prisionero por el cuello y colocó su cuerpo delante de él, utilizándolo como escudo. El hombre gritaba y no paraba de sacudirse mientras las balas lo acribillaban. El movimiento involuntario de uno de sus pies alcanzó el archivador, que se abrió, y los papeles salieron volando hacia la chimenea.
Ben apuntó la Para-Ordnance hacia el hombro del recién llegado. La pistola dio dos culatazos y tronó dos veces en su mano. El atacante se estremeció, se estampó contra la pared y cayó al suelo.
Ben dejó caer el cuerpo inerte de su escudo humano. Las hojas de la carpeta estaban esparcidas por la chimenea. El papel se enroscaba y ennegrecía mientras el fuego lo devoraba. La esquina de la alfombra estaba ardiendo. Apagó las llamas con los pies y apartó de una patada los fragmentos de papel renegrido de la chimenea.
Atravesó el estudio y se agachó a examinar al tercer hombre. El pasamontañas, el arma y la vestimenta eran idénticos a los de los otros. La primera bala le había alcanzado en el pecho. La segunda, que se había elevado a causa del retroceso, había impactado en la parte superior de su cabeza. Ben suspiró. No iba a conseguir demasiada información de tres cadáveres.
De repente, se puso tenso. Una puerta se había cerrado de golpe en algún lugar de la casa. ¿Leigh? Se incorporó y atravesó corriendo el amplio vestíbulo. Podía oír gritos. También, el ruido de un motor diésel que se revolucionaba fuera y pasos rápidos sobre la gravilla de la parte frontal de la casa. Recorrió a toda velocidad el pasillo que conducía al vestíbulo de la entrada, deslizándose sobre el pulido parqué. Abrió la puerta principal justo a tiempo de ver a un cuarto hombre saltando al interior de una furgoneta Transit, que arrancó haciendo derrapar las ruedas en el camino.
Apuntó con la 45 y dejó una línea de seis agujeros en las puertas traseras de la furgoneta. Los cristales se hicieron añicos.
El vehículo hizo una brusca maniobra para esquivar los disparos y continuó su camino. Ben disparó otras tres veces a los neumáticos, pero el tamaño del objetivo era cada vez más pequeño. Un tapacubos de plástico rodó por la gravilla. La furgoneta desapareció camino abajo. Se había ido.
Ben maldijo y regresó corriendo a la casa. Entró a toda prisa en la cocina y abrió la puerta de la despensa.
Leigh se arrojó sobre él chillando y, con todas sus fuerzas, intentó golpearlo en la cabeza con la enorme linterna de acero Maglite que tenía en la mano. De haber acertado, lo habría dejado en coma. Él la esquivó y le sujetó la muñeca. Ella jadeaba con una expresión salvaje en los ojos, mirándolo como si no lo reconociera.
Él la zarandeó.
—Leigh, soy yo. Ben.
Ella volvió en sí y lo miró. Estaba pálida.
—Hemos tenido una visita inesperada —dijo—. Ahora estás a salvo, pero tenemos que irnos enseguida. Vendrán más. —Se dio la vuelta para salir de la habitación.
Ella estaba temblando.
—¿Adónde vas?
—Recoge tus cosas —le ordenó. Cogió su bolsa y la llevó al despacho. Cerró la puerta tras él, se arrodilló y recogió los papeles dañados por el fuego. Algunos de ellos se deshicieron al tocarlos. Suspiró con tristeza.
Entre los documentos había un pequeño sobre acolchado y cuadrado, de unos diez centímetros, muy ligero y delgado. Tenía una de las esquinas chamuscada, pero, por lo demás, estaba intacto. Nadie lo había abierto. Iba dirigido a Leigh, a Montecarlo, y el matasellos era de Viena, justo del día siguiente a la muerte de Oliver.
Ben lo metió todo en el archivador. Una gota de sangre, aún húmeda y brillante, manchaba la etiqueta donde podía leerse «La carta de Mozart». Soltó las correas de su mochila y guardó dentro el archivador.
Recogió las dos pistolas del 45, idénticas, que pertenecían a los hombres muertos, y extrajo los cartuchos sin utilizar de los bolsillos de sus chalecos tácticos. Los registró. Estaba claro que se trataba de profesionales. Ni papeles ni identificación de ningún tipo.
Levantó los ojos y vio el pomo de la puerta girar. Antes de poder detenerla, Leigh ya había entrado en el despacho.
Se quedó paralizado mientras ella asimilaba la escena: tres hombres muertos en el suelo, mirando fijamente con ojos vidriosos a través de las aberturas de sus pasamontañas, con las piernas y los brazos abiertos; un charco de sangre en el suelo; la enorme mancha en la pared del fondo; el mango de la sartén asomando de la cabeza de uno de los cadáveres… Leigh se tambaleó ligeramente.
—No quería que vieras esto —dijo él, sujetándola. La cogió por el codo y la condujo fuera de la habitación.
—¿Eso lo has hecho tú? —Su voz apenas resultaba audible.
—No tenemos tiempo para discutirlo ahora. ¿Estás lista para irnos? —Ella asintió débilmente con la cabeza.
Ben consultó el reloj; habían pasado diez minutos desde la huida de los atacantes.
—Tendremos que irnos campo a través y conseguir algún tipo de transporte.
—Tengo un coche aquí —dijo Leigh—. Está en el garaje de atrás.