Capítulo 8

Viena

El sargento detective Markus Kinski nunca olvidaba una cara y, cuando localizó a aquella mujer en medio de la plaza repleta de gente, instintivamente se puso a seguirla.

Era una fría tarde en Viena y la nieve amenazaba con caer del plomizo cielo. Ella se confundió entre la multitud de turistas y compradores. Vestía una capa azul marino y una boina a juego, un atuendo informal pero caro. Kinski mantenía una distancia de unos treinta metros de su objetivo, con su viejo abrigo agitándose bajo el frío de diciembre, cuando la vio entrar en un salón de té.

Se detuvo en la entrada y la observó a través del cristal. Era uno de esos antros recargados, como una tarta nupcial con exceso de decoración, que tanto abundaban en Viena y que Kinski, que seguía siendo un berlinés oriental de corazón, tanto odiaba.

La mujer ocupó una mesa en el rincón más apartado. Dejó la capa azul junto a ella, sacó un libro del bolso y comenzó a leer. Kinski entró y se sentó en un lugar desde el que poder observarla por encima del periódico. Era demasiado corpulento para la pequeña mesa redonda de mármol y para la exigua silla, que parecía crujir y destartalarse bajo su cuerpo. Todo era tan jodidamente cursi…

Kinski había sido el agente encargado del caso. Estaba en la sala de interrogatorios cuando trajeron a Madeleine Laurent para interrogarla, hacía ya casi un año, después del caso de ahogamiento de Llewellyn. Era rubia y tenía el pelo largo. La mujer que se sentaba ahora ante él era morena y con el cabello cortado en una melena que ocultaba las curvas de su rostro. Pero los rasgos eran los mismos. Los ojos marrón oscuro que consultaban el menú, y que se encendieron cuando el camarero acudió a su mesa, también eran los mismos. Pidió tarta Sacher, un chocolate caliente con nata y un chorrito de licor de hierbas.

Zorra glotona, pensó Kinski. Y su alemán ha mejorado mucho… pero tiene que ser ella. Y era ella.

Kinski pidió un café. Cargado, solo, sin azúcar. Se reclinó en la endeble silla, fingió leer el periódico y comenzó a recordar el caso Llewellyn.

Madeleine Laurent. Veintiséis años de edad. Nacionalidad francesa. Casada con Pierre Laurent, un diplomático francés destinado en Viena. El escándalo había sido encubierto cuidadosamente. La gente de Laurent había presionado con dureza a los policías para que cerraran el pico con respecto a la indiscreción de Madeleine con ese extranjero, Oliver Llewellyn. Su emotiva declaración había sido grabada y registrada y, después, de repente, nadie fue capaz de encontrarla nunca más. Fue como si hubiese desaparecido, sin más, de los archivos. Para entonces, el informe del juez de instrucción ya estaba preparado, así que nadie le dio demasiada importancia a la cagada administrativa.

Nadie, excepto Kinski. Pero cuando se puso a hacer preguntas, recibió órdenes expresas de dejarlo. Era un asunto espinoso y el caso estaba cerrado. Unos días después, se supo que habían trasladado al diplomático de Austria y le habían asignado un nuevo destino, durante tres años, en algún lugar lo suficientemente alejado. Venezuela, recordaba Kinski.

Si se trataba de la misma mujer, ¿qué estaba haciendo de nuevo aquí? ¿Visitar a sus amigos por Navidad? Tal vez debía otorgarle el beneficio de la duda. A lo mejor él estaba perdiendo el tiempo.

Pero su instinto le decía otra cosa, y veintiséis años como policía (los nueve primeros en las duras calles de la comunista Berlín Oriental) habían enseñado a Markus Kinski a no ignorar nunca un presentimiento.

Fue al aseo, se encerró en uno de los retretes y marcó el número de teléfono del salón de té que había memorizado del menú.

Kinski ya estaba de regreso, acabando su café, cuando la encargada gritó desde el mostrador.

—Disculpen, damas y caballeros. ¿Hay alguna Madeleine Laurent aquí? Tengo un mensaje urgente para ella… ¿Madeleine Laurent?

La encargada recorrió el salón de un vistazo, se encogió de hombros y regresó a lo que estaba haciendo.

La mujer se había quedado paralizada al oír su nombre. Detuvo la taza a un centímetro de la boca, luego, se repuso y la depositó en la mesa sin haber bebido. Miró a su alrededor con nerviosismo. Kinski sonrió tras el periódico. Te tengo. La mujer cogió la capa y el bolso y dejó a medias la tarta Sacher. Se apresuró hacia el mostrador, pagó y salió del salón de té.

Kinski depositó el dinero por su consumición sobre la mesa y la siguió. La mujer se confundió entre bullicio y paró un taxi. Kinski, enfadado, tenía que ir abriéndose paso entre la gente. Estaba a poco más de cinco metros de ella cuando se subió al vehículo. Llegó a ver una pierna esbelta que desaparecía en su interior. La puerta se cerró de golpe y el taxi se esfumó entre el tráfico.

Scheisse!

De vuelta al salón de té, preguntó por la encargada. Cuando esta apareció, le mostró su placa.

Polizei. Una mujer se ha ido de aquí hace dos minutos. Pagó con tarjeta. Quiero que me dé su nombre.

La encargada consultó sin prisas el montón de recibos de tarjetas de crédito que había sobre el mostrador. Le entregó el que estaba por encima. Kinski lo miró. El nombre y la firma que figuraban en el recibo de la tarjeta de crédito no eran de Madeleine Laurent. Eran de Erika Mann.