Pueblo de Aston, West Oxfordshire
Ya había oscurecido cuando llegaron al tranquilo pueblo. Ben pidió al taxista que los dejara en la plaza. Compraron unas cuantas provisiones en la tienda del pueblo y llamaron al servicio de taxis del lugar para recorrer los tres kilómetros que los separaban de Langton Hall.
La casa de campo se erigía aislada en un terreno privado, rodeada de robles y sauces invernales, al final de un largo y tortuoso camino. Sus hastiales y fustes se alzaban perfilados contra el cielo azul oscuro y la escarcha del tejado brillaba bajo la luz de la luna. Las ventanas estaban cerradas. Una lechuza ululaba en un árbol cercano.
Leigh abrió la pesada puerta principal, de roble, y se apresuró a marcar un número en un panel de la pared para desactivar el sistema de alarma. Encendió las luces.
—Bonito lugar. —La voz de Ben resonó en el vestíbulo desierto. Miró a su alrededor, admirando los paneles de madera ornamentada y la amplia escalera.
—Lo será cuando todo esté listo —dijo Leigh—. Aunque es frío. —Y se estremeció al decirlo—. La caldera es casi tan antigua como el resto del lugar y la calefacción no funciona.
—No hay problema —dijo él—. Encenderé las chimeneas y calentaremos todo esto enseguida.
—Gracias, Ben. La leñera está llena.
Él la siguió hasta una amplia cocina rural, con el suelo de piedra, y dejó las bolsas de la compra sobre una gran mesa de pino. Comprobó que la vieja cerradura de la puerta de la cocina funcionaba, luego, abrió un cajón y encontró lo que estaba buscando; guardó discretamente el cuchillo de trinchar en su chaqueta.
—Leigh, voy a por un poco de leña y a echar un vistazo por los alrededores. Cierra la puerta cuando salga.
—¿Qué…?
—No te preocupes, es solo por precaución.
Leigh hizo lo que le pidió. Giró con suavidad la gran llave de hierro en la cerradura y oyó los pasos de Ben alejarse por el pasillo.
Abrió una botella de vino de la tienda. Había algunos tazones y menaje básico de cocina en la despensa. Descolgó una pesada sartén de hierro de un gancho y la dejó sobre la cocina de gas.
Sonrió para sí mientras sacaba la huevera de una de las bolsas. Se le hacía raro volver a estar con Ben Hope después de todos aquellos años. Lo había querido una vez, lo había querido con locura, tanto como para haberse planteado dejar su carrera por él antes incluso de que hubiese empezado.
—Te gustará —le había dicho Oliver aquel día. Y estaba en lo cierto. El nuevo amigo que su hermano había hecho en el ejército no era como los demás a los que había conocido. Ella acababa de cumplir diecinueve y Benedict, así se lo había presentado, tenía cuatro años más. Era de sonrisa fácil y mente despierta. Le había hablado de un modo como ningún otro chico lo había hecho antes. Hasta ese momento, creía que el amor a primera vista era algo propio de los cuentos de hadas, pero con él le había ocurrido. No había vuelto a pasarle desde entonces, y aún recordaba cada día de aquellos cinco meses que habían estado juntos.
¿Había cambiado mucho desde aquella época? Físicamente no parecía tan distinto. Tal vez tuviese el rostro más enjuto. Con un gesto más preocupado, con más líneas de expresión en la frente que en las comisuras de los labios. Seguía tonificado y en perfecta forma física. Pero sí que había cambiado. El Ben que había conocido ella era más dulce y delicado. A veces, podía parecer incluso vulnerable.
Ahora no. A lo largo de esos quince años, a través de Oliver, había oído lo bastante sobre la vida de Ben como para saber que había visto, y tal vez hecho, algunas cosas terribles. Experiencias de ese tipo necesariamente tenían que hacer mella en una persona. Había momentos en los que atisbaba una luz fría en sus ojos azules, una dureza glacial que antes no estaba ahí.
Comieron sentados en la alfombra, frente a la chimenea del estudio vacío. Era la habitación más pequeña de la casa, y el crepitar del fuego encendido por Ben había conseguido mitigar, rápidamente, el frío que reinaba cuando llegaron. La sombra de las llamas danzaba sobre los paneles de roble. En los oscuros rincones de la estancia, las cajas de cartón de la mudanza, cerradas con cinta adhesiva, se apilaban sin abrir.
—Bocadillos de huevo frito y vino barato —dijo él—. Tendrías que haber sido soldado.
—Cuando trabajas las horas que trabajo yo, aprendes a apreciar las cosas rápidas y sencillas de la vida —respondió ella con una sonrisa. La botella que había entre ambos estaba ya medio vacía, y ella se sentía más relajada de lo que había estado durante días. Permanecieron sentados, en silencio, durante un rato. Leigh dejó que su mirada se perdiese en el hipnótico ritmo de las llamas.
Ben observaba su rostro a la luz del fuego. Tenía una imagen muy clara en la cabeza de la última vez en la que habían estado juntos y solos, como en ese mismo momento, hacía una década y media. El y Oliver disfrutaban de un permiso y habían viajado juntos al centro de Gales, a la casa de la familia Llewellyn en Builth Wells. La vieja casa de comerciantes, espléndida en su día, estaba entonces deteriorada y desatendida por el declive del negocio de restauración de pianos antiguos de Richard Llewellyn. Ben había conocido fugazmente al padre de Leigh y Oliver, un hombre amable y corpulento de sesenta y tantos años, con una barba grisácea, el rostro enrojecido por un pequeño exceso de oporto y los ojos tristes de un hombre viudo desde hacía seis años.
Era de noche, la lluvia azotaba la casa y se podía oír el silbido del viento a través de la chimenea. Oliver había aprovechado su semana libre para ir «en busca de la belleza», como él mismo había dicho. Richard Llewellyn como siempre, arriba, en su despacho privado, enfrascado en viejos libros y papeles.
A solas en el piso de abajo, Ben había encendido la chimenea y Leigh estaba sentada junto a él. Hablaron, tranquilamente, durante horas. Aquella fue la noche de su primer beso. No fueron demasiados.
Sonrió para sí, regresando al presente y observándola ahora, con el brillo que parpadeaba en sus mejillas. Ni el tiempo ni la fama la habían cambiado.
—¿En qué estás pensando? —preguntó.
Ella apartó la mirada del fuego para volverse hacia él.
—Estoy pensando en ti —respondió.
—¿Qué pasa conmigo?
—¿Te casaste alguna vez? ¿Encontraste a alguien?
Él guardó silencio por un momento.
—Eso es difícil para mí, con la vida que llevo. Creo que no soy de los que sientan la cabeza.
—Eso quiere decir que no has cambiado.
Se percató del tono hiriente de sus palabras, pero no dijo nada.
—Te odié durante mucho tiempo —dijo ella con suavidad, mirando el fuego—, después de lo que me hiciste.
Él no dijo nada.
—¿Por qué no apareciste esa noche? —preguntó mirándolo fijamente.
Él suspiró y se tomó un tiempo antes de responder.
—No lo sé —dijo. Había pensado en aquello muchas veces.
—Yo te quería —dijo ella.
—Y yo te quería a ti —respondió él.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad.
—Pero querías más al regimiento.
—Era joven, Leigh. Pensé que sabía lo que quería.
Ella volvió a mirar al fuego.
—Te esperé aquella noche después de la función. ¡Estaba tan emocionada! Era mi debut. Creí que estabas entre el público. Canté para ti con todo mi corazón. Dijiste que nos encontraríamos entre bastidores y que iríamos a la fiesta juntos. Pero nunca viniste. Desapareciste sin más.
Él no sabía qué decir.
—Y me rompiste el corazón —dijo ella—. Tal vez no te dieras cuenta.
Él se acercó a ella y le tocó el hombro.
—Siempre me he sentido mal por lo que hice. Nunca me lo he perdonado y he pensado en ti a menudo.
—Lo siento —se disculpó ella—. No debería escarbar en el pasado. Sucedió hace mucho tiempo.
Se quedaron sentados en silencio durante un rato. Él arrojó otro leño al fuego mientras contemplaba las chispas naranjas alzarse chimenea arriba. No se le ocurría qué más decirle.
—Echo de menos a Oliver —dijo ella de repente.
—Yo también lo echo de menos —respondió él—. Ojalá lo hubiese visto más en los últimos años.
—Hablaba mucho de ti.
Ben sacudió la cabeza.
—¿Qué demonios estaba haciendo en aquel lago?
—Nadie lo sabe —contestó ella—. El único testigo del accidente fue la señorita que lo acompañaba esa noche.
—¿Quién era?
—Madeleine Laurent, la esposa de un diplomático. Aquello supuso un pequeño escándalo. Hubo personas que movieron hilos para tratar de mantener en secreto la investigación. Algunos de los detalles eran bastante confusos.
—Cuéntame lo que ocurrió —le pidió él.
—Lo único que sé es que, aparentemente, habían estado en una fiesta, algún tinglado de etiqueta con un puñado de gente importante. No sé dónde fue ni quién más estaba allí. Si hubo testigos, tal vez no quisieron involucrarse.
—¿Etiqueta y vips? —preguntó Ben—. No parece el tipo de fiesta que frecuentaría Oliver.
—Iba con ella. Dijo que él la había cortejado. El marido estaba fuera, no sé dónde. Y había champán. Al parecer, bebió mucho.
—Eso ya suena más típico de él —admitió Ben.
—Estaban bailando y bebiendo. Ella también había bebido, pero no tanto como Oliver. Una cosa llevó a la otra. Él quería llevarla a un lugar más íntimo. Dijo que había insistido en llevarla a un hotel y pedir una habitación.
—¿No se podían haber colado en alguna cama?
—Parece que no.
—Esto tampoco es propio de él, beber y conducir no era su estilo.
—Es lo mismo que pensé yo —dijo Leigh—, pero estrelló el coche camino del hotel. Eso es cierto. Yo misma vi los daños.
—¿Aquel viejo MG?
—Lo dejó destrozado. El morro estaba totalmente abollado. Parecía como si se hubiese golpeado contra un muro o algo así.
—Si se presentó borracho en el hotel, con un coche abollado, tuvo que haber más testigos —reflexionó Ben.
Ella negó con la cabeza.
—No llegaron al hotel. Al parecer, no podían esperar. Se detuvieron en algún lugar apartado por el camino.
—¿A orillas del lago?
Ella asintió y se le tensó el rostro.
—Fue entonces cuando pasó. Según la mujer, a él le pareció que sería divertido patinar sobre el hielo.
—Me extraña.
—Lo sé —dijo ella—, pero parece ser que ocurrió así. Se le metió esa absurda idea en la cabeza y avanzó hacia el hielo. Al principio, a ella le resultó entretenido. Luego, se aburrió, regresó al coche y se quedó dormida en el asiento.
—Lo bastante borracha como para perder el conocimiento. Aunque, después, recordaba muchos detalles, ¿no?
—Yo me limito a contarte lo que ella dijo que ocurrió. No hay pruebas de que haya sucedido como ella lo contó.
—¿Fueron al lago antes o después del sexo?
—Ella dijo que no habían llegado tan lejos.
—Así que, ¿él estaba demasiado cachondo como para esperar hasta llegar al hotel, pero, aun así, decide ir a patinar primero?
—Lo sé —dijo ella—. No tiene demasiado sentido. Aunque supongo que si estuvo bebiendo…
Él suspiró.
—Vale. Cuéntame el resto.
—Ella se despertó tiritando de frío. Calcula que estuvo fuera de juego alrededor de media hora. —Leigh hizo una pausa, suspiró, cerró los ojos y bebió un poco más de vino—. Y eso fue todo. Estaba sola, él no había regresado del lago. No había rastro de él, tan solo el agujero por el que se había colado.
Ben dio una vuelta al leño en el fuego y a la historia en su cabeza. Maldita sea, Oliver, te habían entrenado para no hacer cosas como esa. Imbécil de mierda, mira que morir de una forma tan estúpida…
—¿Qué estaba haciendo en Austria? —preguntó.
—Investigaba para su libro.
Ben dejó el atizador y se volvió para mirarla.
—¿Un libro? ¿Qué era?, ¿una novela?
—No, era sobre Mozart.
—¿Una biografía o algo así?
—No era la historia de la vida de Mozart —dijo ella—, sobre eso se ha escrito un millón de veces. La suya era la historia de la muerte de Mozart.
—Extraño argumento. No es que yo sepa demasiado del tema.
—Olly estaba volcado en ello. Siempre me enviaba sus notas, me mantenía al tanto de sus investigaciones. Yo lo financiaba, así que creo que se sentía obligado. Nunca tuve mucho tiempo para leer lo que me mandaba y, después, cuando… cuando tuvo el accidente, no me sentí capaz de volver sobre ello. Incluso me mandó algo por correo el día que murió. Nunca lo abrí. —Echó la cabeza hacia atrás, bebió el resto de su vino y prosiguió—. En el último par de meses he empezado a barajar la idea de continuar donde él lo dejó.
—¿Te refieres a acabar el libro por él?
—Sí. Me gustaría hacerlo en su memoria. —Señaló con el pulgar por encima de su hombro—. Hice que me enviaran sus notas desde Montecarlo. Siguen guardadas por ahí en una de esas cajas. —Sonrió—. ¿Crees que es una locura?
—¿Terminar su libro? No, creo que es una gran idea. ¿Te consideras capaz de hacerlo?
—Soy cantante, no escritora —respondió ella— pero es un tema interesante y, sí, me siento capaz de hacerlo. Tal vez, también sea bueno para mí. Ya sabes, puede que me ayude a asimilar su muerte… y su pérdida.
Ben asintió pensativo. Llenó de nuevo los dos vasos y vació la botella. Pensó en abrir otra.
—La muerte de Mozart —dijo—. Creí que la gente ya sabía lo que le ocurrió a Mozart.
—¿Que un rival celoso lo envenenó? —rio ella—. Esa vieja teoría, ya. No es más que uno de esos mitos que se han tergiversado.
Ben sostenía el vaso de forma que podía ver las llamas danzar a través del color rojizo del vino.
—¿Cuál era el enfoque de Oliver?
—Decía que su investigación revelaba una visión totalmente nueva de la teoría del asesinato de Mozart. Eso es lo que hacía su libro tan importante.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
—Me parece que él pensaba que podrían haber sido los francmasones —dijo ella.
—¿Un puñado de tipos con fajín y una pierna del pantalón enrollada?
Ella lo miró con dureza.
—Oliver se lo tomaba muy en serio.
—¿Por qué iban los masones a hacer algo así?
—Por La flauta mágica.
—La ópera que mencionaste antes. ¿Hay algo más o se supone que debo adivinarlo?
—La flauta mágica está repleta de simbolismo masónico —le explicó pacientemente—. Secretos que los masones juran proteger.
—¿Y cómo es que Mozart conocía todos esos secretos?
—Porque él mismo era masón.
—No lo sabía. Entonces, ¿qué? ¿Descubrió el pastel y ellos se lo cargaron?
—Esa es la idea. Pero no sé mucho más.
—Es un buen argumento para una interesante lectura. —Ben sonrió—. ¿Y de dónde sacaba Oliver el material?
—Del descubrimiento de papá —dijo ella—. ¿Lo recuerdas?
Lo recordaba.
—La carta.
Leigh asintió.
—Era el centro de su investigación. El título del libro hacía honor a ella: La carta de Mozart.
Ben iba a responder cuando el teléfono de Leigh empezó a sonar. Ella lo sacó del bolsillo.
—Leigh Llewellyn.
Ben alcanzó a oír la voz de un hombre al otro lado. Leigh escuchaba con el ceño fruncido.
—Ya no me alojo en el Dorchester —dijo, e hizo una pausa—. Estoy en mi casa de campo, Langton Hall… ¿De qué se trata?
Ben no pudo descifrar lo que decía el interlocutor. Observó a Leigh atentamente. Los ojos de Leigh se abrieron como platos.
—¡No!… ¿Entero? —Hizo otra pausa. Parecía agitada—. ¿No las tocaron? No… De acuerdo. —Otra pausa. Apoyó la cabeza en la mano, despeinándose—. Muy bien —dijo con suavidad—. Lo haré… Gracias por avisarme.
Y colgó con un profundo suspiro.
—Jesús —murmuró.
—¿Ocurre algo?
—Era la policía. Mi piso de Londres… Lo han destrozado.