Capítulo 6

Berna, Suiza

Heini Müller se acercó al fuego para calentarse las manos. Del cielo nocturno comenzaban a caer copos de nieve que chispeaban al encontrarse con los lados metálicos del brasero.

Había sido un día largo, y todavía quedaban manifestantes que aguardaban sin descanso a que ocurriese algo. Echó un vistazo a la multitud. Ya no gritaban tanto como por la tarde. La gente se reunía a fumar cigarrillos de hierba o a beber té de grosella y descafeinado de sus termos, hablando en grupos, dando patadas al suelo, con aspecto de cansancio y frío. Algunos se habían rendido y se habían marchado a casa, pero aún quedaban unos cuatrocientos.

Antes, habían intentado entrar en las instalaciones del hotel, pero cuando aquellos cabrones celebraban sus conferencias la seguridad era férrea. El lugar estaba sólidamente blindado, así que tenían que conformarse con agitar pancartas al otro lado de las altas verjas. La policía mantenía la distancia, con sus furgonetas y motos aparcadas carretera arriba y, también, en el interior del hotel. Estaban nerviosos. Sabían que los superaban, con creces, en número.

El gran hotel se elevaba a unos cientos de metros, al otro lado de los campos nevados. Había trece limusinas aparcadas en el exterior del edificio de conferencias, negras e idénticas. Unos minutos antes, Franka, la novia de Heini, había descubierto a un grupo de chóferes saliendo por una de las entradas laterales para retirar la nieve de encima de los coches. Parecía que, por fin, empezaba a ocurrir algo.

—Allí vienen —gritó alguien. Los manifestantes empuñaron sus pancartas como si de armas se tratara. «Detengan el caos climático. Aragón para Europa».

Heini observó, gracias a los prismáticos de Franka, que se abría el edificio de conferencias y los asistentes salían bajo la nieve. El más joven de todos era de mediana edad. Todos iban elegantemente vestidos y algunos de los más mayores llevaban sombrero. El patio delantero del hotel estaba cubierto de sal y lo habían barrido para los peces gordos. Los conductores y el personal del hotel los esperaban con paraguas. Los policías se subieron a sus Hondas Pan-European blancas mientras los efectivos de seguridad, vestidos de paisano, merodeaban comunicándose por radio.

Trece conductores abrieron trece puertas de limusina al mismo tiempo y los pasajeros entraron. Las puertas se cerraron y el personal del hotel permaneció respetuosamente bajo la nieve hasta que los coches arrancaron. La procesión discurrió lentamente por la carretera privada, en dirección a la gran verja ante la que esperaban los manifestantes. Las motos abrían paso a la comitiva y cuatro coches de seguridad cerraban el desfile.

En la parte trasera de la primera limusina, un hombre delgado y muy bien vestido, que rondaba los setenta, estaba reclinado en el asiento de cuero. Se llamaba Werner Kroll y era el presidente del comité. Cruzó las manos sobre las piernas, con delicadeza, y aguardó pacientemente mientras la limusina se acercaba a la multitud enfurecida.

El ayudante de Kroll estaba sentado frente a él. Un hombre más joven, de cuarenta y pocos años. Era musculoso y todavía llevaba el pelo como en su época de militar. Se volvió para leer las pancartas que se agitaban con crispación.

—Idiotas —dijo, señalando con un dedo enguantado—. Mírelos. ¿Qué creen que van a conseguir?

—La democracia les proporciona la ilusión de libertad —respondió Kroll, con calma, mientras los observaba.

La verja se abrió automáticamente para permitir el paso de las limusinas. Los manifestantes enseguida se amontonaron alrededor de los vehículos gritando consignas y sacudiendo sus pancartas con furia. Eran muchos más de lo habitual, observó Kroll. Dos años atrás, los manifestantes que se congregaban en el exterior de aquel tipo de reuniones eran poco más que una banda desordenada de hippies, sesenta o setenta como máximo, que a la policía le resultaban muy fáciles de reducir. Ahora, las cosas eran diferentes.

La multitud rodeó el coche. Los policías se mezclaban con los manifestantes, agarraban a gente y la llevaban a rastras hacia los furgones. El ambiente se caldeó rápidamente. Tres oficiales inmovilizaron a un joven que llevaba una de las pancartas con el lema «Aragón para Europa» y estaba bloqueando el paso del vehículo. La pancarta golpeó el parabrisas.

Kroll conocía muy bien el nombre de Aragón. Era el hombre que dotaba de poder a toda aquella gente. En pocos años, el joven y carismático eurodiputado había salido de la nada para lograr un apoyo popular masivo a sus políticas verdes y antinucleares. Ya no era solo un grupo de hippies, radicales e izquierdosos, comprometidos protestando. Aragón había cautivado a las clases medias. Y eso era peligroso.

Heini Müller buscó en su mochila y sacó una caja de huevos. Era vegano y no solía comprarlos, pero, esta vez, había hecho una excepción. Los huevos tenían varios meses. Heini se quedó quieto y sonriente esperando que la primera limusina se acercase con los faros encendidos. Sacó un huevo de la caja y levantó el brazo para arrojarlo contra la ventanilla del vehículo. Alguien más agitaba un aerosol de pintura roja.

Cuando Heini estaba a punto de lanzar el huevo contra el primer coche, este se detuvo y la ventanilla opaca se bajó.

Heini se quedó paralizado. Ya no oía el alboroto a su alrededor. El hombre mayor que ocupaba la parte trasera de la limusina lo estaba mirando fijamente. Tenía una mirada de hielo y parecía succionar la sangre de Heini, que seguía petrificado con el huevo en la mano. Dejó caer el brazo con torpeza y algo crujió. La ventanilla se subió de nuevo y la brillante limusina negra continuó su camino en silencio.

Heini Müller se miró la mano. La yema podrida se escurría entre sus dedos. El resto de los coches pasaron junto a él, que permanecía allí inmóvil. El griterío regresó otra vez a sus oídos. Un policía lo agarró por el pelo y, entonces, cayó al suelo retorciéndose.

Kroll se acomodó en el asiento mientras el coche avanzaba flanqueado por la escolta policial. Sonó su teléfono y contestó con parsimonia.

—Llewellyn se marchó antes de que pudiésemos llegar hasta ella —dijo la voz al otro lado, con un tono que reflejaba disculpa y miedo—. Llegamos media hora tarde.

Kroll escuchaba impasible, mirando las colinas nevadas a través de los cristales ahumados.

La voz prosiguió, con tono más esperanzador:

—Pero la hemos vuelto a encontrar. Tengo una dirección para usted.

Kroll cogió un bloc de notas y escribió lo que escuchaba. Cortó la llamada sin pronunciar una sola palabra y, después, pulsó un botón de la consola. Una pequeña pantalla plana de televisión se encendió y Kroll accionó el DVD. Observó la pantalla con atención. Ya había visto aquello antes. Disfrutaba mirándola.

Ella estaba reclinada sobre un gran sofá en un estudio de la televisión de Londres. Hablaba con el entrevistador con expresión animada. Llevaba un vestido de cachemir color crema y un collar de brillantes perlas que contrastaban con su cabello negro azabache.

—Tiene algo, ¿verdad? —dijo el ayudante de Kroll.

Kroll no apartó la vista de la pantalla.

—Desde luego que lo tiene —respondió con suavidad. Detuvo la reproducción y la pantalla se oscureció. Miró fijamente al otro hombre que viajaba con ellos, antes de bajar la vista hacia el bloc de notas que había dejado en el asiento junto a él. Arrancó la primera página y se la entregó a su empleado.

—Haz las gestiones necesarias, Jack —dijo.