Capítulo 5

Londres, en la actualidad

Ben atravesó el espléndido vestíbulo del hotel Dorchester y se acercó al mostrador de recepción.

—¿Sigue la señorita Llewellyn en la habitación 1221? —preguntó.

Tres minutos más tarde caminaba a toda prisa por el pasillo enmoquetado en dirección a su puerta. Iba pensando en qué es lo que querría y en qué podría decirle él después de todo este tiempo.

Dobló una esquina. Había un hombre de pie justo delante. No parecía esperar a nadie, pero tampoco parecía un huésped. Simplemente estaba allí, de espaldas a una de las puertas. Ben comprobó el número de la habitación. Era la 1221.

Miró a aquel tipo de arriba abajo. Se trataba de un hombre muy grande, unos quince centímetros más alto que Ben; mediría alrededor de dos metros. Y era corpulento. Probablemente pesase el doble que él, tal vez unos ciento sesenta kilos. Vestía un traje oscuro de poliéster que le quedaba demasiado justo en el pecho y en los hombros. Sus brazos parecían a punto de reventar las costuras de las mangas de la chaqueta. Una década, o más, de consumo de esteroides le había dejado el rostro marcado con cicatrices de acné. Tenía la cabeza pequeña y afeitada, y reposaba sobre sus inmensos hombros como un guisante sobre una regla.

Ben se acercó a él con paso decidido.

—He venido a ver a Leigh Llewellyn.

El hombre cruzó los brazos por delante del pecho y sacudió la cabeza. Una expresión jocosa se vislumbró, por un segundo, en su rostro.

—Nadie puede verla —dijo en un grave murmullo—. No se la puede molestar.

—Soy un amigo. Me está esperando.

Sus ojos separados se abrieron mucho al oír esto.

—No es lo que me han dicho.

—¿Puede decirle que estoy aquí? —preguntó Ben—. Me llamo Hope.

El tipo sacudió brevemente la cabeza.

—De ningún modo.

—Será mejor que me deje entrar.

—Vete a la mierda, capullo.

Ben hizo caso omiso y se dispuso a llamar a la puerta. La manaza del gorila se movió rápidamente y sus dedos, pequeños y gruesos, agarraron con fuerza la muñeca de Ben.

—No deberías haber hecho eso —dijo Ben.

El hombre estaba a punto de responder cuando Ben le retorció la mano con una llave que casi le rompe la muñeca. Dobló el brazo del tipo a su espalda y lo forzó a arrodillarse. Así actuaba el dolor; no importaba lo grandes que fueran.

—Tal vez tendríamos que comenzar de nuevo —señaló Ben con suavidad—. He venido a ver a Leigh Llewellyn. No quiero herirte, a menos que me obligues a ello. Lo único que quiero es que me dejes entrar. ¿Crees que podrás arreglarlo?

—Vale, vale, pasa. —La voz del gorila sonaba aguda y nerviosa, y estaba empezando a temblar.

La puerta se abrió. Otros dos hombres aparecieron en el umbral, ambos ataviados con los mismos trajes baratos, pero ninguno de ellos con la corpulencia del primero. Ben les dirigió una mirada amenazadora.

—Tíos, será mejor que me dejéis entrar —dijo—, o le romperé el brazo.

Un rostro familiar apareció tras ellos, que se apartaron para dejarla pasar.

—Está bien —dijo ella—. Lo conozco.

—Hola, Leigh —dijo él.

Ella lo miró atentamente.

—¿Qué le estás haciendo a mi guardaespaldas?

Él no pudo evitar sonreír al oír su voz. Seguía percibiéndose aquella melódica cadencia galesa en su acento, aunque ligeramente atenuada por los años que había pasado viajando por todo el mundo y viviendo en el extranjero. Ben soltó al tipo y este cayó al suelo pesadamente.

—¿Así es como llamas a este saco de mierda? —dijo.

Los otros dos guardaespaldas quedaron expectantes junto a la puerta, intercambiando miradas nerviosas. El guardaespaldas se puso en pie lentamente, avergonzado, frotándose la mano y refunfuñando.

—Será mejor que entres —le dijo Leigh a Ben.

Él se abrió paso entre los escoltas y pasó a la habitación. La habitación 1221 era una enorme suite que olía a flores. La pálida luz del sol se filtraba a través de tres ventanas con pesadas cortinas drapeadas a los lados. Leigh lo condujo al interior y cerró la puerta despacio, dejando a los guardaespaldas en el pasillo.

Se quedaron uno frente al otro, mirándose vacilantes.

—Quince años —dijo él.

Seguía siendo la misma Leigh que recordaba, todavía hermosa. La misma figura esbelta, la misma piel perfecta y aquellos ojos verdes. Iba vestida con unos vaqueros desgastados y un jersey azul marino. No llevaba maquillaje; no lo necesitaba. La única joya que lucía era un relicario de oro colgado de una fina cadena alrededor del cuello. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros, negro y brillante, tal y como él lo recordaba.

—Ben Hope —dijo ella con frialdad mientras lo miraba—. Me prometí a mí misma que la próxima vez que te viera te daría una bofetada.

—¿Me has llamado para eso? —preguntó él—. Pues aquí estoy, no te prives.

—No creí que fueras a venir.

—Recibí tu mensaje anoche. He acudido directamente.

—Te lo dejé hace días.

—Estaba ocupado.

—Muy bien —refunfuñó ella.

—Me dio la impresión de que necesitabas mi ayuda —dijo él—. Y ahora parece que no soy bienvenido.

Ella lo miró desafiante.

—Ya no te necesito. Me entró el pánico, eso es todo. No debería haberte llamado. Ya tengo todo bajo control.

—¿Tu comité de bienvenida?

—Si te has desviado de tu camino para venir aquí, te lo recompensaré. —Su bolso de mano estaba sobre una butaca. Se acercó a él, sacó la cartera y comenzó a contar billetes.

—No quiero tu dinero, Leigh. Quiero saber qué está ocurriendo —dijo Ben, señalando con el pulgar por encima de su hombro—. ¿Estás montando un circo?

Ella dejó el bolso.

—No te entiendo.

—¿Por qué, si no, ibas a contratar a un hatajo de payasos?

—Por protección.

—No podrían protegerte ni de una pandilla de cuáqueros.

—Tenía que contratar a alguien y tú no estabas. Igual que la otra vez.

—Ahora estoy aquí —dijo él—. He recorrido un largo camino… Al menos, dime qué está ocurriendo.

Ella suspiró más calmada.

—De acuerdo. Lo siento, estoy cansada y asustada. Necesito una copa. ¿Quieres una?

Ben dejó su chaqueta de cuero marrón sobre el respaldo de un sofá.

—Suena bien para empezar —dijo—. Después de esa mierda que me han dado en el avión, me bastará con un whisky decente.

—Veo que te sigue gustando el whisky. —Leigh abrió un mueble bar oriental y sacó una botella verde. Le pareció notar un ligero temblor en su mano—. ¿Malta sin mezclar? —preguntó.

Sirvió un vaso para ella tan abundante como el de él. Ben no recordaba que bebiese, pero, claro, en aquella época Leigh no era más que una chiquilla de diecinueve años. Había pasado mucho tiempo. Se dio cuenta de que ya no la conocía. Ella, nerviosa, bebió un trago de su whisky, puso expresión de asco y dejó escapar un pequeño resoplido.

—Estoy en un lío. Me ha ocurrido algo.

—Siéntate y cuéntamelo todo —dijo él.

Se sentaron uno frente al otro en unas cómodas butacas, separadas por una mesa de café con un cristal grabado encima. Él ya se había bebido todo. Alcanzó la botella y se sirvió otra copa doble.

Leigh se retiró un mechón de pelo de la cara. Comenzó a hablar mientras giraba el vaso de whisky sobre la mesa.

—He estado seis semanas en Londres por trabajo —dijo—, representando Tosca en la Royal Opera. Alquilé un apartamento no muy lejos del teatro. Ocurrió la mañana siguiente a la última función. Tenía previsto pasear un rato. Había hecho unas compras en Covent Garden y regresaba al piso caminando, que está en una calle tranquila donde lo normal es que no haya gente. Sentí que alguien me observaba, ya sabes, esa sensación de que no estás solo…

—Continúa.

—Estaban en un coche, un coche grande de color oscuro. No recuerdo de qué marca era. Me seguían a poca velocidad. Al principio creí que eran fotógrafos o uno de esos tipos que buscan compañía. Traté de ignorarlos y caminé más rápido. Entonces, el coche se subió bruscamente a la acera y me cortó el paso. Intenté dar la vuelta, pero salieron del vehículo y me bloquearon.

—¿Puedes describirlos?

Ella asintió.

—Eran tres, el conductor y dos más. Iban bien vestidos, con trajes oscuros. Parecían hombres de negocios. Uno de ellos me dijo que me subiera en el coche y, cuando intenté salir corriendo, me agarró.

—¿Cómo te las arreglaste para escapar?

Ella esbozó una misteriosa sonrisa.

—Es lo que tiene vivir en Montecarlo… Hay quien dice que se parece un poco a un estado policial, pero, al menos, es un lugar seguro para las mujeres que andan solas por la calle. Cuando viajo a cualquier otro lugar, de Europa o Estados Unidos, siempre llevo conmigo un espray de gas lacrimógeno.

Ben pestañeó, incrédulo.

—¿Tenías gas lacrimógeno?

Ella sacudió la cabeza.

—¿En la libre Gran Bretaña? Debes de estar bromeando. Llevo un envase pequeño de laca para el pelo, así que, mientras me agarraba el brazo, se lo rocié en los ojos.

—Rudimentario, pero eficaz.

Ella suspiró y apoyó la cabeza entre las manos. El oscuro cabello le ocultaba el rostro.

—Nunca pensé que tendría que usarla —dijo suavemente—. Fue terrible. La imagen se repite una y otra vez en mi cabeza. Me soltó, gritando y frotándose los ojos. Buscó en su chaqueta y sacó una pistola. Eché a correr como una loca y me persiguieron. Soy buena corredora, pero me habrían alcanzado de no ser por un taxi que pasó por allí de casualidad. Le dije al taxista: «Conduzca, limítese a conducir». Desde entonces no he vuelto al apartamento. —Lo miró con los ojos llenos de preocupación—. ¿Qué te parece?

—Creo que tus amigos de ahí fuera no van a poder ayudarte con esto.

—Fue un intento de secuestro, ¿no es cierto?

—Eso parece —admitió Ben—. Las personas de tu estatus son un buen blanco. Eres importante, eres rica. A menos, claro está, que alguien esté dispuesto a hacerte daño. ¿Tienes algún enemigo?

Leigh frunció los labios.

—No que yo sepa. ¿Por qué iba a tenerlos? No soy más que una cantante.

—Pero una cantante hermosa y muy conocida. ¿Te han acosado alguna vez o has recibido alguna llamada telefónica extraña, correos electrónicos, cartas…?

Ella se encogió de hombros.

—Tengo admiradores que intentan contactar conmigo a través de Pam, mi asistente personal. La gente a veces me reconoce y quiere un autógrafo para la portada de un disco o cosas así, pero nunca nada que se pueda considerar raro o amenazante.

—Cuando te escapaste y cogiste el taxi, ¿viniste directamente aquí?

—No soy tan estúpida. Pensé que podrían haberse quedado con el número del taxi y seguirme el rastro.

Ben asintió.

—Entonces, aparte del personal del hotel, ¿nadie sabe que estás aquí?

—Sólo la policía.

—No suelen ser de mucha ayuda en estos casos.

—Bueno, me tomaron declaración y me dijeron que lo investigarían.

—Supongo que no memorizaste la matrícula del coche.

—Ben, ocurrió tan deprisa…

—Está bien. De todos modos, lo más probable es que fuese un coche robado o que llevara una matrícula falsa. —Hizo una pausa para pensar bien las palabras que quería decir a continuación—. Leigh, tengo que preguntártelo… Ha pasado mucho tiempo desde que…

—¿Desde que me plantaste y desapareciste?

Él ignoró su reproche.

—Me refería a que hace mucho tiempo que perdimos el contacto. ¿Te has casado alguna vez?

—Extraña pregunta, Ben. No estoy segura de…

—Podría ser importante.

Ella vaciló antes de responder.

—Fue mucho tiempo después de ti —dijo.

—¿Quién es él?

—Es compositor, escribe música para películas. Se llama Chris. Chris Anderson.

—¿Seguís juntos?

—Sólo estuvimos juntos unos dos años —dijo ella—. Sencillamente, no funcionó. Todavía nos vemos de vez en cuando, como amigos. —Frunció el ceño—. ¿En qué estás pensando?

—Los secuestros son un negocio como cualquier otro, Leigh. No es algo personal. Se trata de dinero y, si no hay familia o un esposo que pague por tu regreso sana y salva, no hay motivo alguno. Es lo básico del chantaje emocional: solamente funciona si existe una tercera parte a la que le asusta lo suficiente perder a alguien a quien ama. —Bebió whisky hasta, prácticamente, vaciar el vaso—. Tan solo hay una excepción a esa regla y es que la víctima tenga un seguro de SyR.

—¿SyR?

—Secuestro y rescate.

—Ni siquiera sabía que te pudieses asegurar contra eso.

—Entonces, ¿tú no tienes ninguno?

Ella negó con la cabeza.

—Eso significa que podemos descartar de pleno los motivos económicos —concluyó—, a menos que se tratase de un trabajo de principiantes; secuestrar primero a la víctima y preocuparse por los detalles después. Aunque esos tipos parecían más profesionales que novatos. Y tampoco creo que se trate de un caso de confusión de identidad, sabían dónde estabas viviendo. Alguien había hecho sus deberes. —Dejó el vaso vacío de un golpe en la mesa e hizo una pausa para servirse otra abundante copa de whisky—. ¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó.

—Para empezar, quiero marcharme de Londres. No aguanto más aquí, encerrada como un animal en este hotel. Tengo que estar en Venecia a mediados de enero para estrenar La flauta mágica, pero primero voy a ir a West Oxfordshire, al campo. Dave y su equipo me escoltarán hasta allí.

—¿Por qué allí?

—Lo compré hace un tiempo, y he estado pensando en abrir una escuela de ópera.

—¿Quién sabe eso?

—Todavía nadie, aparte de mí, mi asistente personal y mi representante —dijo—. De momento no es más que un viejo caserón vacío, excepto por unas cuantas cajas enviadas desde Montecarlo. Aún no he ido por allí a amueblarla, pero es habitable, así que me quedaré unos días hasta que decida qué hacer.

—Te diré lo que tienes que hacer —dijo Ben, y señaló con el pulgar por encima de su hombro en dirección a la puerta—. En primer lugar, tienes que echar a esos idiotas a la calle. Son una carga. Yo podría haber sido cualquiera intentando entrar aquí, y ellos ni siquiera me lo impidieron.

Ella asintió.

—Le has dado al asunto una cierta perspectiva. Así que, digamos que me deshago de ellos y, luego, ¿qué?

—¿Quieres que yo forme parte de esto?

—Eso esperaba —contestó.

—Yo no soy un guardaespaldas, Leigh. No es eso lo que hago. Pero conozco gente. Te puedo conseguir una protección adecuada.

A ella no pareció gustarle la propuesta.

—¿Por qué iba a cambiar un hatajo de matones por otro?

Él sonrió y sacudió la cabeza.

—Las personas que tengo en mente son profesionales. Profesionales de verdad. Apenas te enterarías de que están ahí, pero te encontrarías a salvo. Estoy seguro, yo mismo los entrené.

—Me sentiría más segura contigo —dijo ella.

—¿Incluso después de lo que te hice?

—¿No me volverás a fallar? —preguntó—. ¿No esta vez?

Él suspiró.

—No —dijo—, no te volveré a fallar.