Ballykelly, Irlanda del Norte, quince años antes
En una pálida noche de martes, el soldado de primera clase Benedict Hope dobló la esquina de la calle y atravesó el callejón encharcado, pasando junto a cubos de basura y pintadas frescas que decían: «Que le den al papa». El cartel del pequeño bar chirriaba a causa del viento.
Atravesó la entrada de piedra y se sacudió la lluvia de la ropa, feliz de no llevar uniforme. Una escalera oxidada de hierro conducía a la puerta doble del bar. Al acercarse, pudo oír el sonido apagado del piano. Empujó las puertas y recorrió el desconchado suelo de linóleo. El lugar estaba casi desierto.
Ben se sentó en uno de los taburetes del bar. El camarero limpiaba un vaso de pinta con un paño.
—¿Cómo estás, Joe?
Joe sonrió tras su poblada barba.
—Bastante bien, gracias. ¿Lo mismo de siempre?
—¿Por qué no? —respondió Ben.
Joe cogió un vaso y lo llenó con la botella de Black Bush que estaba colocada al otro lado de la barra.
—Pronto la habrás acabado —dijo, fijando la vista en el contenido de la botella.
El pianista comenzó a tocar de nuevo. El maltrecho piano de pared había perdido casi todo el lustre y necesitaba un afinado con urgencia, pero sonaba bien. Interpretaba una versión bastante buena del boogie-woogie de Jerry lee Lewis, manteniendo un ritmo enérgico con la mano izquierda mientras con la derecha tocaba escalas de blues a toda velocidad.
—No es malo, ¿verdad? —dijo Joe—. Por su aspecto, parece de los tuyos.
Ben se volvió hacia el camarero.
—Sí, de hecho lo es.
—Lástima. Estaba pensando en contratarlo. Podría atraer un poco de clientela.
Era el soldado Oliver Llewellyn. Ben lo conocía. Era alto y delgado, y llevaba el pelo negro rapado. Estaba demasiado absorto al piano como para percibir que Ben lo observaba.
Una atractiva mujer rubia, de unos veinte años, estaba apoyada en el lateral del piano contemplando, admirada, los dedos de Oliver recorrer las teclas. De repente, tocó una rápida escala descendente, que remató con una serie de brillantes acordes a ritmo de jazz, como si Jerry Lee Lewis diese paso a Oscar Peterson.
—Eres fantástico, de verdad que lo eres —susurraba la chica—. En realidad no eres un soldado, ¿a que no?
—Desde luego que lo soy. —Oliver le dedicó una sonrisa sin dejar de tocar—, SAS[1].
—Bromeas —dijo ella.
—Ni hablar —respondió él—. Yo nunca bromeo. SAS: Sexy, Atractivo y Sofisticado. Ese soy yo.
Ella se echó a reír y le dio un inofensivo golpe en el hombro. Él la cogió por la cintura con el brazo izquierdo, mientras seguía tocando con la mano derecha.
—Hay sitio de sobra en este taburete para los dos —dijo—. Ven, te enseñaré un dueto.
Ella se sentó a su lado, muy cerca, con el muslo pegado al de él.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó este.
—Bernie.
Ben sonrió y se volvió de nuevo hacia su copa mientras intercambiaba una mirada cómplice con Joe. El soldado Llewellyn no perdía el tiempo.
Las puertas se abrieron de golpe y entraron cuatro tipos, que ocuparon una mesa en el centro del local. Tenían unos veinticinco años, modales toscos y aires de suficiencia. Uno de ellos se acercó a la barra a por unas pintas de cerveza, e ignoró el amable saludo que Ben le dedicó con la cabeza. Otro de los amigos, uno grande y gordo con la cara muy pálida, se dio la vuelta torpemente en su asiento y llamó a la chica, a la que Oliver estaba enseñando un sencillo dueto.
—¡Bernie! ¡Ven aquí! —Dedicó una larga mirada a la espalda de Oliver con los ojos entrecerrados.
Bernie se apartó del piano y se puso de pie con nerviosismo.
—Tengo que irme —le susurró a Oliver. Oliver se encogió de hombros, entristecido, y comenzó a interpretar un nocturno de Chopin.
Bernie se sentó con los cuatro muchachos.
—¿Qué coño hacías con ese? —preguntó el gordo, mirándola con dureza—. ¿Acaso no ves lo que es?
—Sólo me divertía —dijo ella en voz baja—. Déjalo en paz, Gary.
Oliver terminó de tocar. Cogió la pinta de encima del piano y la vació de un trago, consultó el reloj y salió del bar. Bernie le hizo un gesto con la cabeza y le dedicó una nostálgica sonrisa mientras se marchaba.
Los chicos intercambiaron miradas. Gary levantó las cejas y señaló hacia la puerta con la barbilla.
—Tú espera aquí —le gruñó a Bernie, y apartó su silla de la mesa. Los cuatro apuraron lo que les quedaba de cerveza y se dirigieron a la puerta. Bernie parecía preocupada.
—Gary… —protestó.
—Tú cierra la boca —le dijo Gary con gesto amenazador, recalcando cada palabra—. Esto es culpa tuya, putita. Te dije que no te mezclaras con esos jodidos soldados. —Y salieron de allí con determinación.
Ben había estado observando la escena. Suspiró. Dejó el vaso sobre la barra y se bajó del taburete.
Fuera, en el callejón, los cuatro tipos ya habían acorralado a Oliver; dos de ellos llevaban navajas automáticas. Lo empujaron contra la pared y Gary le dio un puñetazo en el estómago que lo dobló por la mitad. Oliver se incorporó de repente y le respondió con un cabezazo entre los ojos. El chico gordo lanzó un grito y se tambaleó hacia atrás sangrando por la nariz; se la había roto. Los otros tres se abalanzaron sobre él, dos de ellos lo amenazaban con las navajas en el cuello, mientras el tercero le pegaba patadas en el estómago. Le arrebataron la cartera y le robaron el dinero.
Sigilosamente, Ben se había acercado a ellos por detrás. Gary estaba demasiado ocupado con su nariz rota, así que se centró en los otros tres.
Un tirón de pelos y una violenta patada detrás de las rodillas, y uno de los navajeros se retorcía con la espalda en el suelo. En ese momento, Ben pudo haberlo matado fácilmente, pero, en lugar de eso, lo golpeó con fuerza en los genitales. El tipo gritó como un animal. Los demás se apartaron de Oliver y echaron a correr.
Gary alzó los puños. Tenía el rostro empapado en sangre. Ben sabía exactamente qué podía esperar de él. Era el típico buscador de líos sin cerebro ni disciplina. La rabia, la fuerza y la suerte eran las únicas cosas que lo guiaban. Había entrado rugiendo como un enorme y estúpido toro. Seguramente, sus puñetazos serían lentos y describirían un arco curvado, que un luchador entrenado podría bloquear tomándose su tiempo. Una vez neutralizado, se le podía golpear con fuerza.
Gary arremetió exactamente como Ben había supuesto. El único problema residía en encontrar el mejor modo de detenerlo sin causarle daños mayores. Interceptó el puño que iba dirigido hacia él, lo inmovilizó y le rompió la muñeca. A continuación, le asestó un golpe corto que le destrozó los labios y lo envió de cabeza contra unos cubos de basura. Gary se desplomó estrepitosamente sobre el asfalto mojado y se quedó inmóvil junto a su amigo, que seguía retorciéndose de espaldas, chillando desesperado y agarrándose sus maltrechas pelotas.
Ben ayudó a Oliver a levantarse. Le costaba respirar después de la fuerte patada que había recibido en el estómago.
—Venga, vámonos —dijo Ben, dejando que se apoyase sobre él. Algo duro y quebradizo crujió bajo sus pies. Miró hacia abajo y vio los dientes rotos de Gary en el suelo.
—Qué bien que aparecieses —resolló Oliver—. Podría haberlos matado. —Miró a Ben y, al reconocerlo, frunció el ceño—. Señor —añadió.
—Ya me he dado cuenta. Así que SAS, ¿eh? —La cartera de Oliver estaba tirada en el suelo mojado. Ben se arrodilló y recogió los papeles que se habían caído: el permiso de conducir, dinero y una fotografía. Ben la dobló para meterla en la cartera y, cuando iba a devolvérsela a Oliver, se detuvo y la abrió de nuevo. Sacó la foto, la desdobló y se quedó observándola durante un buen rato.
Era una instantánea de Oliver, con una chica, tomada durante una fiesta. La rodeaba con el brazo mientras hacía el payaso poniendo una divertida mueca.
Ben no miraba a Oliver.
Ella llevaba un vestido de noche verde que hacía resaltar el color de sus ojos y una brillante melena negra caía en cascada sobre los hombros desnudos.
Durante un instante no fue capaz de apartar los ojos de la fotografía. Le costaba dejar de mirarla. La agitó hacia Oliver antes de doblarla de nuevo y guardarla, por fin, en la cartera.
—Si yo tuviera una novia como esa —dijo con severidad— no andaría metiéndome en problemas por perseguir a chicas como la tal Bernie.
Oliver cogió la cartera y la guardó en el bolsillo. Se limpió la sangre del labio superior.
—Buen consejo, señor —respondió—. Pero no es mi novia, es mi hermana pequeña.