En algún lugar en Francia, dos días después
Benedict Hope miró por la ventanilla del 747 y bebió otro trago largo de whisky mientras observaba el blanco océano de nubes que se extendía bajo el avión. El hielo golpeó contra el vaso de cristal. El whisky le dejaba un regusto abrasador en la lengua. Bebida de avión, una mezcla de aromas sin nombre, pero era mejor que nada. Se trataba del cuarto vaso; o tal vez el quinto. Ya no era capaz de recordarlo.
El asiento contiguo estaba vacío, al igual que una gran parte de la primera clase del avión. Se apartó de la ventanilla, se estiró y cerró los ojos.
Tres trabajos en este año. Había estado muy ocupado y se sentía exhausto. En Turquía había tardado dos meses en localizar a los hombres que tenían retenida a Catherine Petersen. Dos largos meses de mugre y sudor guiándose por rastros falsos, siguiendo información inútil, buscando debajo de cada piedra. Los padres de la chica habían perdido en numerosas ocasiones la esperanza de volver a verla con vida. Él nunca hacía promesas a la gente. Sabía que siempre cabía la posibilidad de enviar el sujeto a casa en una bolsa para cadáveres.
Solamente le había ocurrido una vez, en México D. F., uno de los lugares del mundo donde más secuestros y pagos de rescates se producen, donde, en ocasiones, ni siquiera se hace por el dinero. No había sido culpa suya. Los secuestradores habían asesinado al niño incluso antes de pedir un rescate. Fue Ben quien encontró el cuerpo. Un niño pequeño, a pocos días de su undécimo cumpleaños, metido en un barril. No tenía orejas ni dedos. Seguía sin gustarle pensar en ello, pero aquel recuerdo reprimido todavía lo asaltaba.
En Turquía había perseverado, como hacía siempre. Nunca había abandonado a nadie, a pesar de que, muchas veces, pareciera una tarea imposible. Al igual que en muchos de aquellos trabajos, en este tampoco había nada, ni una pista, tan solo un montón de personas demasiado asustadas para hablar. Entonces, una pequeña información casual lo desentrañó todo y lo condujo directamente a la casa. Había muerto gente por aquello, cierto, pero Catherine Petersen volvía a estar con sus padres y a la pequeña María la estaban cuidando hasta que pudiesen localizar a su familia.
Ahora, lo único que Ben quería era irse a casa, regresar a su santuario en un lugar remoto de la costa occidental irlandesa. Pensó en su playa, privada y solitaria; la cala rocosa en la que le gustaba pasar el rato a solas con las olas, las gaviotas y sus pensamientos. Su propósito, después del trabajo en Turquía, era descansar allí, tranquilamente, el tiempo que fuera posible hasta la próxima llamada. Esto era algo de lo que podía estar seguro: siempre había otra llamada.
Y no se equivocó, pero la llamada se había producido antes de lo que esperaba, hacia la medianoche del día anterior. Estaba sentado en el bar del hotel, sin más distracción que una hilera de vasos, contando las horas que le quedaban para salir de Estambul. Comprobó su teléfono por primera vez en una semana y escuchó un mensaje. Conocía bien aquella voz.
Se trataba de Leigh Llewellyn. Era, prácticamente, la última persona de la que esperaba tener noticias. Había escuchado el mensaje varias veces. Sonaba tensa, nerviosa, con la voz entrecortada: «Ben, no sé dónde estás ni cuándo recibirás este mensaje, pero necesito verte. No sé a quién más llamar. Estoy en Londres, alojada en el Dorchester. Ven a buscarme. Te esperaré aquí todo el tiempo que pueda». Hizo una pausa y, con voz acongojada, añadió: «Ben, estoy muy asustada. Por favor, ven rápido si puedes».
El mensaje era del cuatro de diciembre, hacía cinco días. Al oírlo, había cancelado inmediatamente el vuelo a Dublín. Aterrizaría en Heathrow en menos de una hora.
¿Qué podía querer de él? No habían hablado en quince años.
La última vez que vio a Leigh Llewellyn fue en el funeral de Oliver, aquel terrible día de enero, cuando metieron el ataúd de su viejo amigo en la tierra mientras la gélida lluvia galesa azotaba el desolado cementerio. Con su larga melena negra sacudida por el viento, permaneció junto a la tumba en todo momento. Había perdido a sus padres mucho tiempo atrás. Ahora, su hermano se había ido también, ahogado en un trágico accidente. Alguien sostenía un paraguas sobre su cabeza, pero ella no parecía darse cuenta.
Sus hermosos rasgos estaban pálidos y demacrados. Aquellos ojos verdes como el jade, cuyo brillo de años atrás recordaba tan bien Ben, miraban apagados al vacío.
Estaba totalmente ajena a los fotógrafos, que rondaban como buitres en busca de una instantánea de aquella estrella de la ópera, que había interrumpido su gira europea para trasladar el ataúd de su hermano en un avión privado desde Viena hasta Gales, su tierra natal.
Hubiese querido hablar con ella aquel día, pero entre ellos había demasiado dolor.
Ella no lo había visto, y él se había mantenido alejado. Al salir del cementerio, le entregó una tarjeta de visita a su asistente personal; era todo lo que podía hacer.
Luego, se escabulló sin ser visto.
Tras el funeral, Leigh desapareció de la vida pública y se retiró a su casa de Montecarlo. Pensaba en ella con frecuencia, pero no podía llamarla. No después de lo que le había hecho quince años atrás.