Capítulo 2

Sur de Turquía, once meses después

Los dos hombres que jugaban a las cartas en la mesa de la cocina oyeron el repentino rugido de un motor y alzaron la vista justo a tiempo de ver aparecer la furgoneta por las ventanas del patio. Fue entonces cuando se estrelló.

La estancia se llenó, en un momento, de cristales rotos, astillas de madera y fragmentos de ladrillo. La furgoneta se detuvo cuando las ruedas delanteras y el oxidado capó, cubierto de yeso, atravesaron el agujero de la pared.

Los hombres trataron de protegerse arrojando botellas de cerveza, pero no fue suficiente. La puerta de la furgoneta se abrió de golpe. Salió un individuo que iba vestido completamente de negro: chaqueta de combate negra, pasamontañas negro, guantes negros. Observó, por un instante, a los jugadores de cartas retroceder.

Desenfundó una Browning 9 mm con silenciador y les disparó dos veces en el pecho con un fuego rápido. Los cuerpos se desplomaron y se oyó el ruido metálico del cartucho gastado al caer sobre los azulejos. Se dirigió al cuerpo más cercano y le metió una bala en la cabeza. Luego, hizo lo mismo con el otro.

El hombre vestido de negro se había tomado su tiempo y había estado observando aquella solitaria casa durante tres días, debidamente oculto entre los árboles que había más allá de la verja. Conocía su rutina a la perfección. Sabía que, en la parte trasera de la casa, había un garaje donde estaba aparcada una oxidada furgoneta Ford con las llaves puestas, y que se podía colar por encima del muro y llegar hasta allí sin ser visto desde las ventanas traseras, junto a las cuales solían sentarse los tipos para jugar a las cartas y beber cerveza.

También sabía dónde estaba la niña.

El polvo empezaba a extenderse por la cocina arrasada. Cuando se aseguró de que los dos hombres estaban totalmente fuera de combate, el intruso enfundó la Browning, aún templada, y se internó en la casa. Consultó su reloj. Hacía menos de dos minutos que había traspasado sus muros; las cosas iban según lo previsto.

La puerta de la habitación donde permanecía la chica era poco consistente, y las bisagras saltaron a la tercera patada. Podía oírla chillar en el interior del cuarto. Cuando entró, vio que estaba hecha un ovillo en el extremo más alejado de la cama, tapada con las sábanas y con los ojos invadidos por el terror. Sabía que acaba de cumplir tan solo trece años.

Se dirigió hacia ella y se detuvo al borde de la cama. Ella gritó aún más fuerte y él se preguntó si tendría que administrarle uno de los tranquilizantes que siempre llevaba encima. Se quitó el pasamontañas y dejó al descubierto su rostro, enjuto y bronceado, y su cabello, grueso y rubio. Le tendió la mano.

—Ven conmigo —dijo con suavidad.

Ella dejó de gritar y lo miró vacilante. Los otros hombres tenían una mirada dura, pero aquel era diferente.

Rebuscó en su chaqueta y le mostró la foto en la que aparecía él con sus padres. Hacía mucho tiempo que ella no los veía.

—No pasa nada —dijo él—. Me llamo Ben y he venido a ayudarte. Me envía tu familia, Catherine. Te están esperando y voy a llevarte con ellos.

La muchacha tenía las mejillas cubiertas de lágrimas.

—¿Eres policía? —preguntó en voz muy baja.

—No —respondió él—, solo soy un amigo.

Acercó la mano con delicadeza hacia ella y la chica dejó que la cogiera del brazo para ayudarla a levantarse. Su brazo parecía consumido bajo la mugrienta blusa que vestía. No protestó mientras él la sacaba de la habitación, y tampoco reaccionó al ver a los dos hombres muertos en el suelo de la cocina.

Fuera, en la parte de atrás, la luz del sol la deslumbró. Había pasado bastante tiempo desde la última vez que había salido de la casa. Le costaba caminar con seguridad, así que Ben la trasladó hasta el Land Rover que había dejado aparcado a cincuenta metros de allí, oculto tras unos arbustos. Abrió la puerta del copiloto y depositó a la chica sobre el asiento. Estaba temblando. Cogió una manta de la parte trasera y la cubrió con ella.

Volvió a consultar el reloj. Cinco minutos para que los otros tres hombres regresaran, si se ceñían a su rutina.

—Nos vamos —murmuró, y bordeó el coche en dirección al lado del conductor.

La chica respondió algo, pero su voz era muy débil.

—¿Qué? —preguntó él.

—¿Qué pasa con María? —repitió, alzando la mirada hacia él.

Él la miró inquisitivo.

—¿María?

Catherine señaló hacia la casa.

—Sigue allí.

—¿María es una chica como tú? ¿Está también encerrada?

Catherine asintió con gravedad.

Él tomó una decisión.

—Vale, necesito que te quedes aquí un minuto. ¿Puedo confiar en ti?

Ella asintió de nuevo.

—¿Dónde está?

En tres minutos localizó el lugar donde retenían a María. Para llegar hasta allí, tuvo que atravesar una lúgubre habitación en la que había varias cámaras, montadas sobre trípodes, alrededor de una desvencijada cama individual, así como un equipo de iluminación barato amontonado en un rincón y un televisor y un vídeo sobre una mesa baja. Habían dejado el vídeo en funcionamiento, pero sin sonido. Se detuvo a mirar las imágenes y, entonces, reparó en lo que estaba viendo. Reconoció a uno de los hombres a los que acababa de disparar. La chica desnuda y temblorosa de la cruel película no tendría más de once o doce años.

La rabia lo invadió y de una patada derribó el televisor, que fue a parar al suelo entre una lluvia de chispas.

La puerta de María no estaba cerrada con llave y, cuando entró en el sórdido cuarto, lo primero que pensó fue que estaba muerta.

Era la chica del vídeo. Aún respiraba, pero estaba profundamente drogada. Las únicas prendas que tapaban su escuálido cuerpo eran unas bragas y una camiseta muy sucias. La levantó de la cama con cuidado y recorrió de nuevo la casa para llevarla hasta el Land Rover. La depositó suavemente en el asiento trasero y se quitó la chaqueta para arropar a la pobre chiquilla. Catherine extendió la mano hacia ella y lo miró esperando una respuesta.

—Se pondrá bien —dijo él dulcemente.

El ruido de un vehículo que se acercaba lo puso alerta. Habían regresado. El Land Rover estaba perfectamente escondido, fuera de su campo de visión. También lo estaba la furgoneta, medio empotrada en la pared de la cocina, en la parte trasera de la casa, pero esto lo descubrirían enseguida.

Ben se sentó en el sitio del conductor y escuchó atentamente. Pudo oír voces mientras uno de los tres hombres se bajaba del coche; el chirrido de la verja de hierro; el sonido de los neumáticos del Suzuki sobre la gravilla; el borboteo del motor, a través de un silenciador estropeado, mientras el vehículo se detenía delante de la casa. Puertas de coche abriéndose y cerrándose de golpe. Pasos y risas.

Empujó con cuidado la puerta y se dispuso a girar la llave. Saldrían de allí antes de que alguno pudiera reaccionar. Entonces, Catherine regresaría con su familia y entregaría a María a las autoridades en las que aún pudiese confiar.

Su mano se detuvo a medio camino de la ignición. Se recostó sobre el respaldo y cerró los ojos. Emuló de nuevo aquellas imágenes del televisor; grandes manos toqueteando carne joven, horribles dientes asomando entre sucias sonrisas, los ojos implorantes de una niña sobre la cama…

Giró la cabeza para mirar el delgado cuerpo de María, que yacía desplomado en el asiento. Catherine, a su lado, lo miraba con el ceño fruncido.

A la mierda. Buscó debajo del asiento y extrajo su arma de repuesto. Era una escopeta Ithaca de calibre 12, negra e implacable, con menos de medio metro desde la empuñadura hasta la boca del cañón recortado. La recámara estaba cargada con munición 00-Buck, esa que permitía entrar en una habitación protegida con barricadas sin necesidad de abrir la puerta siquiera.

Abrió la puerta y sacó las piernas del Land Rover.

—Ahora mismo vuelvo —le dijo a Catherine.

Los tres hombres acababan de acceder al porche cuando los alcanzó. Dos de ellos, el gordo y el de pelo largo, bromeaban en turco. El tercero parecía más serio; con tatuajes, y el cabello lacio peinado hacia atrás, hacía sonar un manojo de llaves. En la cadera, colgando del cinturón, llevaba una réplica fabricada en China de una Colt 1911-A1, como un principiante, con el percutor hacia abajo.

Cuando el sonido metálico de la corredera de la Ithaca cortó el aire, los tres hombres se volvieron sorprendidos. Ninguno tuvo tiempo de buscar su arma. Un cigarro cayó de una boca abierta.

Durante medio segundo los miró fríamente, antes de vaciar la recámara de la Ithaca, a quemarropa, sobre sus cuerpos.