Austria, 9 de enero
Sin aliento por la impresión y el terror, Oliver Llewellyn se alejó a trompicones de la escena que acababa de presenciar. Se detuvo para apoyarse contra una pared de piedra desnuda. Sentía náuseas y tenía la boca seca.
No sabía exactamente lo que iba a encontrarse cuando se escabulló para explorar la casa, pero lo que había visto, lo que le habían hecho al hombre de aquella extraña habitación abovedada era más horrible que cualquier cosa que hubiese podido imaginar.
Siguió corriendo, subió un tramo curvado de escaleras de piedra y atravesó la pasarela que conectaba con la zona principal de la casa, de arquitectura y decoración clásicas. Podía oír a los invitados de la fiesta charlando y riendo. En el salón de baile, el cuarteto de cuerda había comenzado a interpretar un vals de Strauss.
Su teléfono Sony Ericsson seguía encendido y en modo de vídeo. Lo apagó, lo guardó en el bolsillo de su esmoquin y consultó el viejo reloj de cuerda que llevaba en la muñeca; eran casi las nueve y media y su recital debía reanudarse en quince minutos. Oliver se alisó el esmoquin e inspiró una profunda bocanada de aire.
Descendió por la majestuosa escalera doble para unirse de nuevo a la fiesta, tratando de disimular el pánico mientras caminaba. Las arañas del techo resplandecían y los camareros atendían a los invitados con bandejas plateadas cargadas de copas de champán. Cuando llegó al final de la escalera, cogió un vaso de una bandeja y se bebió el contenido de un sorbo. Al otro lado de la estancia, cerca de una gran chimenea de mármol, pudo ver el espléndido piano Bechstein que había estado tocando unos minutos antes; sin embargo, parecía que hubiesen pasado horas. Sintió una mano en el hombro y, tenso, se volvió. Un anciano caballero con gafas de montura fina y una cuidada barba le sonreía.
—Permítame felicitarlo por su excelente recital, herr Meyer —dijo el hombre en alemán—. La pieza de Debussy fue magnífica. Aguardo con impaciencia la segunda parte de su programa.
—D… Danke schön —tartamudeó Oliver, y miró a su alrededor con nerviosismo. ¿Lo habrían descubierto? Tenía que salir de aquel lugar.
—Está usted muy pálido, herr Meyer —dijo el anciano, frunciendo el ceño—. ¿Se siente indispuesto? ¿Le traigo un vaso de agua?
—Krank —musitó, tratando de encontrar las palabras—. Me estoy mareando. —Se apartó de aquel hombre y se marchó tambaleándose entre la multitud. Tropezó con una hermosa mujer con vestido de lentejuelas y derramó su bebida. La gente lo miraba. Masculló una disculpa y siguió adelante.
Sabía que estaba llamando la atención. Miró hacia atrás y vio a los guardias de seguridad provistos de radios. Estaban bajando las escaleras y se mezclaban entre la muchedumbre mientras señalaban en la dirección en la que él se encontraba. Alguien debía de haberlo visto colarse por debajo del cordón. ¿Qué más sabrían?
Tenía el teléfono en el bolsillo. Si lo encontraban, lo descubrirían y lo matarían. Se dirigió a la puerta principal. Un golpe de aire gélido le cortó la respiración y el sudor de su frente se le antojó, repentinamente, pegajoso.
El terreno que rodeaba la mansión estaba cubierto por una densa capa de nieve. Un relámpago atravesó el cielo nocturno y, por un instante, la fachada dieciochesca de la casa se iluminó como si fuera de día. Su MG Midget verde oscuro estaba aparcado entre un reluciente Bentley y un Lamborghini. Mientras se dirigía hacia él, una voz a sus espaldas le ordenó:
—¡Alto!
Oliver ignoró al guardia de seguridad y se subió rápidamente al coche. Encendió el motor, pisó el acelerador y las ruedas del MG patinaron sobre los adoquines helados. Recorrió a toda velocidad el largo camino que le separaba de la verja de la entrada. Junto a la garita, otro guardia de seguridad hablaba por una radio. Las inmensas puertas de hierro forjado se estaban cerrando. Oliver dirigió el MG al hueco que quedaba entre ambas y las embistió. El impacto lo impulsó hacia delante y el guardabarros frontal del coche se abolló, pero consiguió atravesar la salida y continuar su camino. El guardia le gritaba para que se detuviese, pero él pisó a fondo el acelerador sobre la carretera helada.
No había pasado ni un minuto cuando aparecieron las luces de un coche tras él, deslumbrándolo por el retrovisor interior a medida que ganaba velocidad. Podía ver pasar, a ambos lados, las coníferas cubiertas de nieve, iluminadas con el resplandor amarillo de los faros.
Se encontró con una capa de hielo en el asfalto, pero era demasiado tarde para esquivarla. Notó que el coche derrapaba mientras él forcejeaba con el volante tratando de recuperar el control. El coche que lo perseguía tampoco pudo evitarla, hizo un trompo y acabó entre los árboles de la cuneta.
Veinte minutos más tarde estaba de vuelta en la pensión. Aparcó el abollado MG en la parte trasera, para no dejarlo a la vista, y subió corriendo a su habitación. A la nieve menuda le había sucedido una lluvia torrencial que aporreaba con fuerza el tejado. La tormenta estaba a punto de estallar.
La lámpara del escritorio titilaba mientras él encendía el ordenador portátil. Le pareció que tardaba una eternidad en cargar. No sabía muy bien de cuánto tiempo disponía.
—Vamos, vamos —imploró.
Entró en su cuenta de correo y buscó con apremio en la bandeja de entrada un mensaje que llevaba por asunto «La carta de Mozart»; era del profesor. Hizo clic en «Responder» y, con dedos temblorosos, tecleó: «Profesor: Tengo que hablar de nuevo con usted sobre la carta. Es urgente. Lo llamaré. He descubierto algo. Peligroso». Le dio a «Enviar» y buscó a tientas su móvil para conectarlo al portátil mediante un cable USB. Calma. Mantén la calma. Con gran rapidez, descargó el archivo de vídeo del Sony Ericsson al disco duro.
No quería ver el vídeo, pero sabía que no podían atraparlo con él. Solo existía un lugar al que podía enviarlo sin peligro. Se lo mandaría a ella por correo electrónico, así lo recibiría seguro, dondequiera que estuviese.
La luz se fue cuando aún no había terminado de escribir el correo. En la oscura habitación, el ordenador seguía funcionando con su propia batería, pero la pantalla indicaba que la conexión a internet se había interrumpido.
Maldiciendo, descolgó el teléfono. Nada. La tormenta había inutilizado también las líneas telefónicas.
Oliver no dejaba de morderse el labio inferior mientras se esforzaba en pensar con claridad. Buscó en su maletín y encontró el CD en el que había ido almacenando las fotografías de su investigación. Lo insertó a toda velocidad en el lector de discos y se apresuró a copiar el archivo de vídeo en él.
A tientas en la oscuridad, halló el estuche de la ópera de Mozart La flauta mágica. De todas maneras pretendía devolvérselo, y ya había puesto el sello y escrito la dirección en el sobre acolchado. Asintió en señal de aprobación; era el único modo.
Extrajo uno de los discos de Mozart y guardó, en su lugar, el CD que acababa de grabar. Cogió un rotulador, garabateó unas palabras en la brillante superficie del disco antes de colocar el de música sobre él y cerrar la caja, y rogó para que, si ella lo veía antes de que él llegase, se tomara en serio la advertencia.
Sabía que había un buzón cerca de la pensión, junto a la plaza, al final de la calle Fischer, así que corrió escaleras abajo y salió apresuradamente. Seguía sin haber electricidad y las casas continuaban a oscuras. La lluvia se había convertido, ahora, en agua nieve, y su esmoquin tardó poco en empaparse mientras corría sobre el asfalto resbaladizo. Las calles estaban desiertas y la nieve sucia se apilaba contra los edificios dormidos.
Oliver introdujo el paquete en el buzón, con los dedos temblorosos a causa del frío y el miedo, y se dio la vuelta para dirigirse de nuevo a la pensión a hacer las maletas y salir pitando de allí.
Se encontraba a escasos cincuenta metros de la oscura pensión cuando unos potentes faros doblaron la esquina y lo bañaron de luz. Un coche enorme se abalanzó sobre él. Instintivamente, se giró para salir corriendo, pero resbaló en el asfalto mojado y cayó de rodillas. El coche, un Mercedes con cuatro hombres en el interior, se detuvo junto a él. De las puertas traseras salieron dos de ellos y lo agarraron por los brazos. Sus rostros eran severos. Lo metieron a empujones en el asiento de atrás y el coche inició la marcha por las calles del tranquilo pueblo.
Durante el trayecto, nadie dijo una palabra. Oliver se estaba mirando fijamente los pies en la oscuridad, tratando de recuperar la calma, cuando el Mercedes se detuvo y lo arrojaron fuera del vehículo.
Se encontraban a orillas de un lago. El agua nieve había cesado y la pálida luz de la luna se reflejaba en la superficie helada del agua. La electricidad ya había vuelto y, a lo lejos, se distinguían las luces del pueblo.
Los cuatro hombres se bajaron del coche, levantaron a Oliver del asiento y lo estamparon contra el lateral del vehículo. Le retorcieron dolorosamente un brazo al llevarlo a su espalda y alguien le separó los pies de una patada. Notó que unas manos expertas lo cacheaban y se acordó del teléfono un segundo antes de que lo encontraran en el bolsillo de su chaqueta. El miedo lo invadió al darse cuenta de que, con las prisas, no había borrado el vídeo.
Cuando lo apartaron del frío metal del coche, pudo ver el destello de la pistola brillar bajo la luz de la luna. El hombre que la empuñaba era alto, de casi dos metros, y muy corpulento. Tenía una mirada impasible y, bajo la línea de su rubicundo cabello rapado, uno de sus lóbulos se adivinaba retorcido y deforme. Oliver lo observó detenidamente y, por primera vez desde que se encontraran, se atrevió a hablar:
—Yo te he visto antes.
—Camina. —El hombre de la pistola señaló hacia el lago.
Oliver se enderezó y puso un pie sobre la helada superficie. Empezó a caminar sobre el lago; diez metros, quince… El hielo parecía grueso y sólido bajo sus pies. Cada uno de los nervios de su cuerpo estaba en tensión; el corazón le latía con fuerza en la base de la garganta. Tenía que haber un modo de salir de allí. Pero no lo había y era consciente de ello, así que siguió caminando, resbalando sobre el duro y frío hielo. Su esmoquin, ahora, estaba empapado en sudor.
Unos treinta metros lo separaban ya de la orilla del lago cuando oyó un disparo. No sintió impacto ni dolor alguno, pero se estremeció al comprobar que la bala atravesaba la capa de hielo que se extendía bajo sus pies. En ese momento supo que no iban a dispararle.
Observó con impotencia que la fisura azul se extendía por el hielo, desde el agujero que había hecho la bala, y pasaba debajo de él con un lento y ligero crujido. Miró hacia la orilla y vio que uno de los hombres buscaba en el interior del coche, salía con una metralleta y se la entregaba al hombre corpulento.
Oliver cerró los ojos.
Una enorme sonrisa de satisfacción recorrió el rostro del hombre robusto mientras empuñaba el arma con firmeza, a la altura de la cadera, y liberaba una ráfaga corta de disparos dirigidos a los pies de Oliver.
Al instante, salieron despedidas multitud de esquirlas de hielo y se formó una telaraña de grietas a su alrededor. No había adónde dirigirse. La superficie congelada crujió justo antes de ceder bajo sus pies.
El brutal impacto contra el agua helada le cortó la respiración. Trató de agarrarse al borde irregular del agujero, pero sus manos se resbalaban una y otra vez. El agua cubría su cabeza, llenando su nariz y su boca, y la presión le oprimía los oídos mientras él pataleaba y forcejeaba tratando de salir. En medio de la oscuridad, comprobó que se había deslizado por debajo la capa de hielo y que sus dedos resbalaban contra ella, en vano, mientras se alejaba del agujero. Las burbujas de aire se le escapan, sin voluntad, de la boca. No había forma alguna de salir, no había vuelta atrás.
Aguantó la respiración y golpeó con manos y pies el hielo, hasta que ya no pudo más. Cuando la gélida agua se filtró en sus pulmones, su cuerpo convulsionó.
Mientras moría, le pareció oír que sus asesinos reían a carcajadas.