Hotel Bellagio, Las Vegas
Irving Slater se había tomado unas repentinas vacaciones al enterarse de que la Cúpula de la Roca seguía intacta. Estaba escondido de incógnito en su suite del Bellagio, bebiendo whisky, comiendo chocolate y hablando durante horas por teléfono con su corredor de bolsa sobre sus acciones.
En el peor de los casos, podría salir del país en un par de horas. Había estado mirando mapas de Sudamérica en internet. Le gustaba la idea de Brasil. Las playas de Río, rebosantes de chicas sexis. Allí podría ser feliz y si liquidaba suficientes activos, podía ser rico durante mucho tiempo. Era una vía de escape tentadora, si se armaba la gorda.
Pero conforme pasaba el tiempo, su pánico inicial había ido disminuyendo. No había ocurrido nada terrible. No había salido nada en las noticias. Había podido reflexionar y poner sus ideas en orden. Sí, Hope seguía vivo, la trampa había fallado. Pero ¿y qué? Hope no tenía nada sólido en lo que basarse. No quedaba nadie vivo que le hubiera visto en el centro de Montana. No había pruebas que lo relacionaran con Callaghan, y este había borrado bien sus huellas. Hope podía volver de Jerusalén e irle a Murdoch con acusaciones de que lo habían engañado, pero no podía probar una mierda. Las únicas testigos de verdad eran las dos zorras que había en el sótano de Callaghan. Y ellas no hablarían con nadie. Podía respirar tranquilo.
A última hora de la mañana siguiente, recibió una llamada de Richmond. El senador parecía inquieto pero contento. Le dijo que había recibido un comunicado de la Casa Blanca. Lo habían invitado a una cena para discutir la política religiosa en Oriente Próximo. Era una noticia estupenda. Necesitaba que Slater volviera enseguida de sus vacaciones para ayudarlo con el discurso.
—Nos veremos en el chalé de montaña —dijo Richmond—. Esta noche, a las ocho.
Slater echó un vistazo al reloj, frunciendo el ceño.
—Podría llegar si salgo ya. Pero ¿por qué en el chalé?
—Nos dieron un soplo —dijo Richmond—. Han puesto micrófonos en la casa. En mi despacho, por todas partes. Lo estamos solucionando, pero mientras tanto, tenemos que hablar en un sitio privado.
Slater estaba asombrado por las novedades. Quizá aquello fuera una oportunidad. Quizá pudiera utilizarlo de algún modo para conseguir que su plan volviera a funcionar después de todo. Mientras paseaba por la habitación y bebía, estaba que echaba chispas por lo de los micrófonos. ¿Quién coño los habría puesto? Ya no importaba.
Tras un vuelo apresurado y un viaje aturdidor en limusina, Slater llegó a la residencia de montaña de Richmond. Tenía calor y necesitaba una ducha. Le dolía el culo de tantas horas de viaje.
El viejo chalé de montaña estaba al otro lado del valle, en línea recta con la casa; únicamente se podía acceder a él en teleférico. Slater subió corriendo la escalera de madera que conducía a la sala de control, contigua a la casa. Entró en la cabina y apuntó con el mando a distancia desde dentro al panel de control. Estaba a punto de activarlo cuando escuchó una voz.
—Espera.
Era Callaghan, andando con cautela hacia el teleférico.
Slater lo miró fijamente.
—¿Qué coño estás haciendo aquí?
—Richmond me convocó a una reunión aquí. Algo sobre la Casa Blanca.
—¿Y para qué te necesita Richmond?
—No lo sé. Me dijo que era importante. ¿Dónde está?
—Allí —dijo Slater señalando al otro lado del valle—. En el chalé de montaña.
Callaghan palideció ligeramente.
—¿No podemos reunirnos con él en la casa?
—En la casa hay micrófonos.
—Qué raro —comentó Callaghan—. Vale, si así es como él lo quiere, acabemos de una vez.
Slater apuntó con el mando y pulsó el botón. Nada. Lo agitó y volvió a pulsar. Esta vez se escuchó un fuerte sonido metálico sobre sus cabezas y la cabina empezó a deslizarse suavemente, alejándose de la casa hacia el vacío.
En mitad del abismo, se paró repentinamente, sin previo aviso.
—¿Qué coño…? —Slater volvió a pulsar el mando.
No respondía.
—Se habrán acabado las pilas —murmuró. Pero la luz verde funcionaba bien. El corazón le dio un pequeño vuelco.
—Si ese chisme no funciona —dijo Callaghan con un toque de pánico en su voz—, ¿cómo vamos a volver?
Y entonces fue cuando sonó el teléfono que Slater llevaba en el bolsillo.
Ben se encontraba a trescientos metros de distancia en el recodo de una roca, y desde ahí el teleférico parecía un pequeño cubo en el cielo. Se guardó el mando a distancia que Richmond le había dado después de cambiarlo por el de juguete que Slater estaba intentando utilizar.
El hombre contestó el teléfono.
—Senador, ¿es usted? —Su tono era crispado y tenso, con un matiz de preocupación.
—Te vuelves a equivocar, Slater —dijo Ben a través del auricular del dispositivo bluetooth.
Silencio en la línea.
—¿Quién es?
—Mira a tu izquierda —dijo Ben—. Si tienes buena vista, me verás. Soy el punto en la montaña.
—¿Hope?
—Seguramente te estarás preguntando cómo ha ocurrido esto —dijo Ben—. A decir verdad, me da pereza explicártelo. Es mera necesidad de saber. Y los muertos no necesitan saber nada.
—No lo hagas —dijo Slater tartamudeando—. Tengo mucho dinero. Te haré rico.
—No era un mal plan —dijo Ben—. Eres un tío listo. Y Callaghan también. Y fue un movimiento inteligente por su parte borrarte de la base de datos de la CIA. —Mientras hablaba, iba desatando las correas de la funda acolchada de rifle que tenía al lado. Sacó el arma. Era el Remington que Bud Richmond había recibido como regalo de su padre al cumplir veintiún años. Nunca lo habían disparado. Abrió la cremallera del compartimento de la munición y sacó cinco cartuchos largos y puntiagudos del calibre 308. Los metió uno a uno en el cargador, luego activó el cerrojo. Se colocó en posición de tiro. Por el visor, podía distinguir claramente el sistema de poleas y los cables en el techo del teleférico.
Slater debió de escuchar los ruidos metálicos por el teléfono.
—Trabajo para un senador de los Estados Unidos —protestó presa del pánico—. No puedes matarme.
—Tengo un mensaje para ti de parte del necio —dijo Ben.
—¿Qué? ¿Qué coño…?
—Estás despedido.
Quitó el seguro y apuntó, ignorando los gritos de pánico que salían de los auriculares.
Ni siquiera notó que el gatillo cedía. La culata del arma le golpeó en el hombro.
A trescientos metros de distancia, el cable se partió. Los extremos se hicieron polvo. Las poleas giraron. La cabina se tambaleó y cayó tres metros, pero lo que quedaba del cable la paró de un tirón.
En el interior, Slater y Callaghan gritaban y golpeaban como locos las ventanillas, buscando desesperadamente una salida en el techo inclinado.
Ben activó el cerrojo con tranquilidad, buscó el blanco y volvió a disparar. El eco del disparo retumbó por todo el valle.
La cabina pareció flotar en el aire durante un instante mientras el cable cedía. Luego cayó como una piedra. Descendió unos treinta metros antes de chocar contra el primer peñasco. Se partió por la mitad. Los restos se desplomaron en la ladera de la montaña. En algún lugar entre los escombros, los cuerpos de Slater y Callaghan rebotaban como diminutos palillos mientras caían gritando hacia las rocas que los esperaban unos metros más abajo.
Para cuando los cuerpos chocaron contra el fondo, Ben ya había guardado el rifle. Se colgó la funda al hombro y comenzó a bajar por la ladera de la montaña.