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Ben bajó la escalera como un rayo, salió repentinamente al ardiente sol y echó a correr por la calle. Los transeúntes lo veían venir, un loco cubierto de sangre corriendo como el viento, y se apartaban de su camino. Sus pasos retumbaban por las estrechas calles.

Mientras corría, echó un vistazo al reloj. Las seis y cuarenta y dos.

Dieciocho minutos.

Siguió corriendo, la respiración le raspaba la garganta al recorrer a toda velocidad un tortuoso camino hacia el norte, a través de callejones y calles empedradas, apartando a la gente a su paso. Dobló una esquina, miró a su alrededor para orientarse. Más adelante, la calle estaba repleta de puestos callejeros y tiendas y multitud de visitantes y gente de la zona. Los taxis y los coches tocaban la bocina para abrirse paso entre el bullicio. El conductor de una moto de motocross BMW aceleró el motor con impaciencia mientras esperaba a que un grupo de turistas se apartara de su camino.

Ben corrió detrás de la moto. El conductor llevaba una mochila. Ben agarró uno de los tirantes y tiró al motorista al suelo. Antes de que la BMW se cayera de lado, Ben cogió el manillar, pasó la pierna por encima del sillín, puso primera y aceleró. La BMW salió hacia delante con un estruendo agresivo y la multitud se retiró para dejarlo pasar. Recorrió a toda velocidad la tortuosa calle del mercado, ladeando el vehículo, deslizándose entre los puestos y los transeúntes sobresaltados.

Mentalmente, contaba los segundos y calculaba distancias. La Ciudad Vieja era una zona pequeña de Jerusalén; sus cuatro barrios se apelotonaban en un espacio de solo dos kilómetros de ancho en su punto más amplio. La Cúpula de la Roca estaba situada a tan solo quinientos metros de la iglesia del Santo Sepulcro, donde había estado antes.

Ben continuó a toda velocidad, pasando como un loco por los mercados y los coches, traqueteando sobre los adoquines. De repente, se oyó una sirena de policía detrás de él. La luz se reflejaba en los espejos de la moto. Había un muro bajo bordeando a calle a su derecha. Un hueco en el muro. Un empinado tramo de escalera de piedra que subía entre antiguas casas escarpadas. Hizo que la moto patinara girando el manillar. La rueda delantera chocó contra la escalera provocando un golpe con vibración que casi lo tira. El atormentado motor rugió al subir la moto a golpes por la escalera.

El coche de la policía había desaparecido del espejo, pero todavía oía las sirenas a lo lejos, por lo menos dos o tres, mientras se dirigían hacia él.

Vio pasar una señal que indicaba la calle Batei Mahase. Iba por el camino correcto. Pero entonces, miró por el espejo y vio más luces. Dos coches de policía, acercándose rápidamente.

De pronto, un grupo de niños salió corriendo de un portal y se pusieron delante de él. Viró bruscamente para esquivarlos, perdió el control y la BMW chocó contra la fachada de una tienda. Se cayó despatarrado al suelo. Los coches de policía patinaron y pararon. Los policías salieron en tropel y corrieron hacia él. Se levantó tambaleándose, le dio un puñetazo al que tenía más cerca y lo tiró al suelo. Un segundo policía lo cogió del brazo. Ben le dio una patada en la ingle. Antes incluso de que el tipo empezara a gritar, él ya estaba corriendo.

Las seis y cuarenta y nueve.

Once minutos.

Pero ya se estaba acercando. Más adelante, podía ver la entrada a la enorme explanada que conducía al Muro de las Lamentaciones, en los límites del barrio judío. La espectacular Cúpula de la Roca se alzaba más allá, su techo dorado reflejaba los rayos de sol.

Detrás de él se escuchaban las voces y las sirenas. Echó un vistazo atrás mientras corría. Más policías le estaban persiguiendo. Llegó al Muro de las Lamentaciones y corrió a toda velocidad por uno de los laterales, dispersando un grupo de clérigos con túnica.

Más adelante estaba la puerta de los Magrebíes, el único punto de acceso al monte del Templo para los no musulmanes. Ben la atravesó corriendo y pasó de largo la taquilla, abriéndose paso a empujones entre la multitud de turistas. La gente le gritaba, pero luego se echaban hacia atrás al ver la sangre en su ropa. Ahora corría a toda velocidad por la vasta explanada pavimentada del monte del Templo, hacia la Cúpula de la Roca. Los pulmones le quemaban y notaba como si las piernas le fueran a fallar en cualquier momento. Logró seguir corriendo.

El enorme edificio apareció ante él, con sus paredes octogonales revestidas de mármol azul y magníficas ilustraciones e inscripciones coránicas. Una multitud de fieles musulmanes se congregaba fuera de la inmensa mezquita, un rumor de veneración excitada flotaba en el aire.

Detrás de él, Ben oyó los gritos de la policía al abrirse paso entre el gentío. Se escabulló entre la multitud que le daba empujones. Estaba pensando a toda velocidad, el corazón le palpitaba rápidamente. La muchedumbre de fieles entraba poco a poco en el edificio. Estaba a punto de empezar. Los dignatarios musulmanes se encontraban en el interior.

Cuatro minutos.

Se volvió rápidamente, mirando con cara de espanto en todas direcciones. La bomba podía estar en cualquier parte. Podía estar sujeta al cuerpo de cualquiera de las miles de personas que había por allí. Podían haberla colocado hacía semanas, para hacerla estallar por control remoto.

Se imaginó el espléndido edificio partiéndose repentinamente en dos por el explosivo de gran potencia. Su magna cúpula dorada arrojando llamas y escombros mientras el interior se hacía pedazos. La bola de fuego ascendiendo hacia el cielo azul sobre Jerusalén. La torre de humo negro indicando a kilómetros que acababa de ocurrir un cataclismo.

Tres minutos.

Y entonces fue cuando vio el rostro en la multitud. Era el de un occidental, un hombre pequeño con una chaqueta de entretiempo y pantalones informales. Una bolsa de piel colgada al hombro. Podría haber sido cualquiera entre un millón de turistas.

Pero Ben nunca olvidaba una cara y aquella se le había quedado marcada en la memoria desde Corfú.

En su mente se dibujó un recuerdo borroso. El hombre del portátil en la terraza. Los mismos rasgos marcados. La misma mirada vacía e impasible. Era él. El terrorista. El asesino de Charlie.

Ben se dirigió hacia él abriéndose paso a empujones. Tenía a la policía detrás, a veinte metros. Echó a correr. Una mujer gritó.

El terrorista lo vio. Entrecerró los ojos durante un instante y, a continuación, huyó entre la gente que lo arrastraba.

Dos minutos.

Ben corría como nunca en su vida, pasando por cúpulas y antiguos edificios más pequeños. Bajó un tramo de escalera de piedra lisa e irregular que conducía a un laberinto de enormes pilares y arcos. Delante de él, el terrorista era una simple figura en movimiento que atravesaba como una flecha arcos y pasadizos con claustros, girando a derecha e izquierda; la gente se apartaba de un salto mientras él seguía corriendo.

Pero Ben lo estaba alcanzando. El ruido de sus pasos retumbaba en las antiguas piedras.

Un minuto.

Entonces vio que el hombre estaba buscando algo en la bolsa de piel. Tenía algo en la mano. Algo rectangular, negro y pequeño. Un detonador a distancia. Estaba pulsando los botones mientras corría.

Estaba introduciendo un código numérico.

A Ben se le heló la sangre en las venas. Buscó en el bolsillo trasero de sus vaqueros y, de debajo de la ensangrentada camisa, sacó la pistola del asesino con barba. Disparó. El terrorista se agachó. La bala silbó y rebotó en una pared de piedra picada. La gente chilló y gritó alarmada.

El terrorista corría como una flecha por otro callejón, pasadizos abovedados que llevaban a todas direcciones. Ben lo seguía con la mirada, aunque por los pelos. No podía perderlo de vista, ni por un instante, o podría acabar de introducir el código. Entonces solo tendría que pulsar el botón «Enviar» y todo acabaría.

Cientos de personas morirían, quizá miles. Y luego más, muchas más.

Eran las siete en punto.

Lejos de allí, Irving Slater viajaba a toda velocidad en la parte de atrás de una limusina y observaba la manecilla del reloj de oro que contaba los segundos restantes para alcanzar la gloria. Se reclinó en el respaldo de piel y sonrió.

—Es la hora del espectáculo —dijo en voz alta.