Aeropuerto internacional Ben Gurion, 50 km al oeste de Jerusalén
Decimoctavo día
3.50 p. m. (hora israelí)
El calor abrasador del sol golpeó a Ben al salir del avión. Cogió un taxi en la puerta del aeropuerto y se recostó en el caliente asiento de plástico. Mientras el abollado Mercedes lo conducía como un rayo hacia su destino, deseaba tener a mano su petaca de whisky y trataba de no preguntarse por qué coño estaba allí.
Jerusalén. La ciudad que el Talmud describía como aquella a la que Dios había otorgado nueve partes de toda la belleza del mundo, así como nueve partes de todo el sufrimiento.
El horizonte se dibujaba blanco bajo el despejado cielo azul y el sol abrasador. En muchos sentidos, era como cualquier otra ciudad de Oriente Próximo o del norte de África, repleta de humo, ruido y excitación, como un nido de hormigas; una multitud sofocante de miles de coches y autobuses y ciudadanos y turistas, todos apelotonados en unos pocos kilómetros cuadrados donde lo moderno trataba de hacerse un hueco entre lo antiguo, donde las torres de pisos rodeaban la arquitectura de dos mil años de historia religiosa dando lugar a un fuerte contraste. Nombres como la colina de la Munición y la calle de los Paracaidistas eran un duro recordatorio de la sangrienta historia de la ciudad.
Jerusalén había pasado por más manos que la mayoría de ciudades de su época, y todo había dejado huella, con arquitectura cristiana, judía y musulmana disputándose el dominio. Aquello, según pensó Ben, reflejaba perfectamente el tenso papel político que ese lugar había desempeñado durante tanto tiempo. Un papel que quizá ahora estuviera a punto de alcanzar un escalofriante apogeo, si lo que había dicho Jones era cierto.
A las 4.30 p. m. ya se había registrado en el hotel, un antro gris y tranquilo a las afueras de la ciudad, desde donde se podía oír a los oradores ululantes vociferando en una mezquita cercana. Su habitación era sencilla y funcional, pero le habría importado un bledo que hubiera estado plagada de cucarachas.
¿Qué coño iba a hacer? Estaba rabiando de frustración. Parecía una locura enviarlo allí con tan poco en lo que basarse. El tiempo corría y no había nada que él pudiera hacer.
Se duchó y se cambió, estudió el mapa de la ciudad durante unos minutos y luego anduvo impaciente de un lado a otro de la habitación, con el teléfono en la mano, esperando la llamada que Murdoch le había prometido. Pero no pasó nada.
Joder. Salió como un huracán de la habitación y se dirigió al bar del hotel. No había nadie, excepto un arrugado camarero. Ben se sentó en un taburete y encendió el primero de los cigarrillos que había comprado en el aeropuerto. Una cerveza grande y fría tenía más sentido con aquel calor asfixiante que un whisky doble. Se apoyó en la barra, tomando a sorbos su bebida y observando el movimiento de la espiral de humo. Todavía le dolía el hombro. Montana parecía estar a millones de kilómetros. Y Alex también.
Pasaban dos minutos de las cinco cuando por fin sonó el teléfono.
—Hope, aquí Callaghan. Apunte.
Ben sacó una pequeña libreta y un lápiz del bolsillo.
—Le escucho.
Callaghan le deletreó una dirección de Jerusalén.
—Está en la Ciudad Vieja, en la zona sudoeste del barrio judío —dijo—. El encuentro será a las 18.30.
—¿Con quién?
—Con alguien que tiene información. Le proporcionarán todo lo que necesite.
—¿Es alguien de los suyos?
—Digamos que se trata de una casa de operaciones.
—¿Un agente durmiente?
—Llamémosle un recurso.
—¿Y qué tiene su recurso para mí?
—Al parecer llevaba usted razón —dijo Callaghan—. Hay cierta información confidencial y vital que comunicar. Algo grande está a punto de ocurrir. Creemos que le dirá cuál es el objetivo. Lo mejor es que se lo cuente nuestro hombre.
—Qué rapidez.
—Sí, bueno, ahora las cosas están yendo muy rápido. Gracias a su aportación —añadió de mala gana.
—¿Cómo se llama?
—Eso no es relevante. Le está esperando. —Callaghan parecía impaciente—. Ya sé que esto es poco ortodoxo, pero no hará falta que le diga que el tiempo es primordial. Así que vaya para allá. Dependemos de usted.
—¿Qué hay de Slater?
—Seguimos trabajando en ello. Déjenos ese asunto a nosotros. Ya no está en sus manos, ¿de acuerdo?
—¿Y Zoë?
—Un trato es un trato. Estoy de camino a casa de Fiorante para recogerla y meterla en el avión hacia Inglaterra.
—Me aseguraré de que llega.
—Hágalo, amigo. Una cosa más, Hope.
—¿Qué?
—Buena suerte. —Callaghan colgó.
Ben se guardó el teléfono y se quedó sentado un minuto sorbiendo su bebida. Al parecer, su tortuosa persecución por el mundo estaba entrando en la última fase. Solo esperaba que fuera importante lo que el contacto de Callaghan le contara.
Se marchó del hotel, salió al calor abrasador y cogió un taxi que le llevara a toda velocidad hacia la antigua Jerusalén. El tiempo pasaba rápidamente y no tenía nada en que ocuparse hasta que llegara la hora de reunirse con el recurso de la CIA.
Entró en la Ciudad Vieja por la puerta de Damasco, un tumulto frenético de compradores, turistas, vendedores ambulantes, gente que cambiaba dinero, mendigos y vendedores callejeros. Paseó por puestos callejeros apiñados donde se vendía de todo, desde comida, periódicos y latas de cola israelí enfriada en bloques de hielo hasta falsificaciones de Levi’s y artilugios eléctricos. Un pelotón de soldados israelíes andaba con paso decidido y arrogante entre la multitud. Uniformes caqui con el cuello abierto. Gafas oscuras. Fusiles de asalto Galil con lanzagranadas, amartillados y asegurados. Bienvenidos a Jerusalén.
Pasó el rato visitando el antiguo corazón de la ciudad, inmerso en sus pensamientos. Aquel lugar era un laberinto sombreado y tortuoso de calles y plazas descoloridas por el sol; en cada recodo se escuchaba el eco de algún fragmento de su larga y tumultuosa historia.
Ben continuó paseando y, de pronto, se dio cuenta de que estaba siguiendo los pasos a un millón de peregrinos cristianos mientras recorría la Vía Dolorosa, el camino del dolor, por donde Cristo había arrastrado la cruz de camino a su crucifixión. La ruta sagrada le condujo al corazón del barrio cristiano en la Ciudad Vieja. Se detuvo y retrocedió para mirar un edificio altísimo, tapándose los ojos para protegerse de la luz deslumbradora del sol. Lo reconoció por sus estudios de teología.
La iglesia del Santo Sepulcro. Era uno de los lugares más venerados por la cristiandad, ya que señalaba el punto del enterramiento y resurrección de Cristo. La piedra picada conservaba las antiquísimas marcas de pintadas religiosas esculpidas por los peregrinos que durante años habían cruzado medio mundo para rezar allí.
La vieja iglesia continuaba atrayendo visitantes. Un flujo constante de turistas occidentales entraba y salía por la puerta abovedada, una procesión infinita de camisetas y pantalones de colores vivos, cámaras y guías de viaje, todos observando con asombro la arquitectura de hacía dos mil años que los rodeaba. El aroma a protector solar flotaba en el aire y el torrente de voces ininteligibles, la mayoría americanas, retumbaba en las altas paredes de piedra.
Ben los observó y se quedó pensando. ¿Por qué estaban allí? ¿Eran personas normales y corrientes que habían viajado miles de kilómetros para visitar y fotografiar un viejo edificio? ¿O algunos lo hacían por una profunda motivación religiosa? ¿Cuántos habían viajado hasta allí para reflexionar y maravillarse por los acontecimientos apocalípticos que ellos creían que iban a suceder en el mundo y que iban a vivir? ¿Cuántos habían acudido para rendir homenaje al punto donde todo había empezado y todo iba a llegar a su fin?
Aunque así fuera, eso no los convertía en belicistas sin sentido. Quizá esos millones de creyentes evangélicos cuyo apoyo colectivo podría ayudar a que hombres como Clayton Cleaver sacaran provecho, o proporcionar el incentivo para que fuerzas políticas más siniestras provocaran guerras, no tuvieran ni idea de que su devoción religiosa podría ser pervertida y mal empleada. Ni de que la profecía bíblica podía ser manipulada como una forma de poder o para destruir vidas.
¿O sí? Ben repasó mentalmente la historia de la humanidad. ¿Tan sorprendente era que unos cuantos hombres poderosos y cínicos se aprovecharan de la fe inocente de una mayoría? ¿No era eso lo que habían estado haciendo los hombres poderosos desde el principio de las civilizaciones, jugar a ser Dios, el juego más peligroso de todos?
Miró la hora en su reloj. Eran casi las seis y cuarto. Hora de moverse. Sacó del bolsillo el papel con la dirección que había anotado. En una calle cercana encontró otro taxi abollado de la marca Mercedes. Le mostró la dirección al barbudo conductor. El tipo asintió, Ben se subió y el coche se puso en marcha.
En pocos minutos sabría lo que estaba ocurriendo.
Y lo único que tenía que hacer era encontrar un modo de pararlo.