Eran poco más de la diez de la noche cuando Ben y Alex salieron de la sala de conferencias. La oficina de operaciones continuaba tan animada y frenética como antes. Murdoch los condujo por un pasillo y a través de varias puertas hasta un laboratorio informático que estaba tan atestado de equipos que casi no quedaba espacio para la media docena de personas que los manejaban.
Callaghan estaba encorvado sobre un terminal con uno de los técnicos. Levantó la mirada cuando Murdoch se acercó a él.
—Hay alrededor de veintidós mil hombres llamados Slater entre los treinta y cinco y cuarenta y cinco años en los Estados Unidos —dijo.
Murdoch se apoyó en la mesa.
—¿Puede restringir la lista? Color de pelo, altura, constitución, profesión.
—Llevará un rato incluir ese tipo de parámetros —contestó Callaghan con irritación.
—Que no sea mucho. Nos queda poco tiempo.
A continuación, dejaron a Ben y a Alex solos en un silencioso pasillo mientras Murdoch se iba a hacer algunas llamadas.
—Gracias por lo de antes —dijo ella—. No es justo lo que te están haciendo.
—Prométeme dos cosas —dijo Ben.
Ella asintió.
—Dime.
—Lo primero, te asegurarás de que Zoë vuelve con familia sin sufrir ningún percance.
—Por supuesto que lo haré. ¿Cuál es la otra promesa?
—Que te cuidarás. Lleva una buena vida, ¿de acuerdo?
Ella sonrió con timidez.
—¿Esa es tu manera de despedirte?
—Quizá. No sé qué va a pasar.
—¿Puedo llamarte alguna vez?
—Me encantaría —contestó él. Le dijo el número de su teléfono móvil. Ella lo repitió.
Se abrió una puerta y volvió a aparecer Murdoch.
—Ya está —le dijo a Ben—. Su avión parte hacia Israel a medianoche.
—¿Qué ocurrirá cuando llegue allí?
Murdoch frunció el ceño.
—Comprenderá que estamos improvisando en sumo grado. Espero saber más para cuando aterrice en Jerusalén. Nuestros agentes de allí estarán calculando los probables objetivos. Contactaremos con usted. —Miró la hora en su reloj e hizo una mueca. Se volvió hacia Alex—. Ahora trabaja para el agente Callaghan. Vamos a entregarle a la señorita Bradbury para que la proteja. Ella la conoce, se sentirá segura con usted. Está un poco nerviosa y quizá usted pueda ayudar a que se calme.
—No hay problema —dijo Alex—. Puede quedarse a dormir en mi casa.
Por primera vez en toda la noche, Murdoch pareció contento, su mirada era cálida.
—Gracias, Alex. Habrá tres agentes en la puerta, aunque tengo la impresión de que la señorita Bradbury ya no está en peligro. —Señaló la puerta, mirando a la mujer con expectación.
Ella dudó, le lanzó una mirada a Ben.
—Pues ya está —le dijo Ben.
—Eso creo —contestó ella—. Ya nos veremos entonces.
—Alguna vez —dijo él.
Alex le tocó la mano. Sus dedos se entrelazaron durante un breve instante, luego se separaron. Murdoch se percató y apartó la mirada.
—Cuídate —murmuró Alex y, a continuación, se dio la vuelta y Ben observó cómo se marchaba y desaparecía por la puerta.
—Ahora veamos si usted y Callaghan pueden encontrar a ese tal Slater —dijo Murdoch.
Ben se pasó los siguientes veinte minutos solo con Callaghan en una sala oscura repleta de pantallas, mientras examinaba cuidadosamente las cientos de fotografías de identificación que el agente y el técnico del laboratorio informático habían seleccionado de los primeros miles de expedientes. Cuando acabaron de repasarlas todas, Ben se recostó en la silla y negó con la cabeza.
Callaghan entrecerró los ojos.
—¿Está seguro?
—Totalmente seguro —dijo Ben—. Nunca olvido una cara.
—Entonces le dio un nombre falso. Algo que yo ya sabía. No sé cómo Murdoch no se da cuenta. Es obvio. Y eso nos deja con un enorme y redondo cero. Una pérdida de tiempo.
Ben no dijo nada.
Callaghan se levantó la manga para mirar la hora.
—Vamos, tengo que llevarle a que coja el avión.