Cuando Ben escuchó el siguiente disparo, su cuerpo se puso en tensión involuntariamente, como un boxeador antes de recibir un puñetazo. En ese lapso de tiempo de animación suspendida, que es lo único de lo que dispone un hombre para prepararse ante una muerte súbita, esperó el impacto de la bala que lo mataría.
Sin embargo, lo que ocurrió fue que uno de los soldados se desplomó de repente, como si alguien lo hubiera enganchado con un cable a un tren a toda velocidad. Aterrizó espatarrado en el suelo, el fusil se le cayó ruidosamente de las manos. El estruendo del disparo resonó por toda la granja.
—No está tan solo —gritó una voz.
De repente, se hizo el caos. Los tiros parecían llegar de todas direcciones. El chasquido de un rifle de pequeño calibre y otro soldado derribado, agarrándose la cabeza. Los demás se dispersaron, arrojándose al suelo detrás de cualquier despojo de maquinaria agrícola, bidones oxidados, pilas de neumáticos de tractor, todo lo que les ofreciera protección.
Quienquiera que estuviera disparando se movía de un lugar seguro a otro. Tenía que ser alguien que conociera la distribución de la granja con los ojos cerrados. Otra fuerte explosión y el grito de un soldado cuando su muslo se abrió, salpicando sangre. Otro disparo rápido y el hombre que había junto a Jones cayó hacia delante sin hacer ruido.
Dos armas. El Marlin 22 y la escopeta Ithaca. Ira y Riley se habían unido a la fiesta.
Ben volvió a ponerse a cubierto detrás del tractor. A su izquierda, cuatro soldados estaban atrapados pero a cubierto cerca del helicóptero en llamas. A su derecha estaban Jones y su equipo, agachados detrás de una pila de leños. Disparaban esporádicamente a la nada, demostrando pánico en cada movimiento. Ben levantó la pistola y apretó el gatillo. El disparo de respuesta rebotó en el guardabarros del tractor. Dio un tiro más. Hizo blanco en otro hombre.
Pero entonces, vio algo que le paró el corazón. Al final del camino entre el almacén y el establo destrozado en llamas, a diez metros de Jones y los hombres que quedaban, Ira se estaba poniendo al descubierto con el Marlin 22 en las manos. Tenía la barbilla levantada y había un destello de orgullo en su mirada. El viejo Riley Tarson salió cojeando detrás de él, agarrando firmemente su escopeta, con gesto amenazador.
—No tenéis derecho a estar aquí —gritó.
Jones dirigió su fusil hacia los dos hombres. Ben disparó cuatro cartuchos rápidos por el camino y Jones volvió a arrojarse al suelo detrás de la pila de leños.
Entonces hubo un caos de disparos de acá para allá en un salvaje triángulo de fuego. Ira cayó, con un gesto de dolor. Riley se mantuvo firme, disparando repetidamente su vieja Ithaca, un tiro tras otro. La Beretta reculó y retumbó en las manos de Ben hasta que se vació.
El tiroteo acabó tan rápidamente como había empezado. Un extraño silencio envolvió la granja. El camino estaba repleto de cadáveres.
Jones era el único intruso que quedaba con vida. Salió de su refugio, tiró el fusil vacío y corrió como alma que lleva el diablo, protegiéndose la cara con el brazo mientras pasaba tropezándose por el helicóptero en llamas y desaparecía entre los cobertizos.
Riley tiró la escopeta y se agachó al lado de Ira. El joven indio se apretaba la pierna, gimiendo por el dolor y con sangre entre los dedos.
El anciano levantó la mirada cuando Ben se acercó.
—Pensamos que quizá querrías un poco de ayuda —dijo el viejo granjero.
Ben asintió.
—Os debo una.
Ira le sonrió débilmente.
—Les hemos dado una buena, ¿eh?
Ben se agachó y examinó la herida.
—Solo es un rasguño —dijo—. Riley, será mejor que lo saques de aquí. Podrían venir más.
—¿Adónde vas? —dijo Riley.
—A coger a Jones.
Ben se dio la vuelta y empezó a caminar deprisa. Sacó el cargador vacío de la pistola y lo dejó caer al suelo polvoriento mientras metía otro.
El fuego ascendía crepitando por el lateral del establo, bloqueándole el camino. Se agachó y entró en el almacén destrozado, se abrió paso entre las llamas y salió corriendo por la entrada delantera hacia el patio, justo a tiempo de ver a Jones entrando a trompicones en el establo grande. Se movía con torpeza, impedido por el equipamiento táctico. Ben cruzó el patio y entró también en el establo. Era una de las pocas edificaciones que no se habían incendiado.
El interior estaba oscuro y hacía frío. Ben echó un vistazo a su alrededor.
Entonces Jones salió repentinamente de las sombras y los dientes de una horca se abalanzaron contra el pecho de Ben.
Esquivó la horca, que acabó clavada en la pared de madera.
Jones se apartó tambaleándose, con odio en la mirada. Se agachó y tiró del velcro que cerraba la funda del cuchillo de combate que llevaba en la pierna. Sacó el arma y se agachó un poco más, como un animal a punto de atacar.
—No tendrías que haber venido aquí —dijo Ben tranquilamente—. Ha sido un gran error.
Jones gritó enfurecido y se lanzó sobre él. Blandió el cuchillo rozando la garganta de Ben, pero este entró en el arco de movimiento, le agarró la muñeca y la retorció. El cuchillo salió volando.
El agente de la CIA lanzó un grito. Se apartó doblándose por el dolor y retrocedió hacia las sombras del establo, en dirección a la escalera de mano que conducía al granero, buscando con mirada feroz algo que pudiera utilizar como arma. Se tropezó con un bidón vacío y tiró un montón de estacas. Cogió una de ellas. Medía metro y medio, era de pino grueso y acababa en una tosca y afilada punta. Intentó arrojarla como si fuera una lanza, pero pesaba demasiado y se estrelló contra la oxidada caja de una gran sierra circular, con la punta clavada hacia arriba formando un ángulo.
Ben continuó acercándose. Jones ya no tenía hacia dónde correr.
—Ahora estás en mi terreno —dijo Ben—. Eres débil y vas desarmado, estás acabado. No debiste haberte puesto en mi camino.
Jones emitió un sonido entrecortado y subió con dificultad la tambaleante escalera. Ben lo siguió hasta la plataforma elevada a diez metros, donde pilas de balas de heno cubiertas de telarañas se amontonaban bajo la polvorienta luz que entraba a raudales por una ventana bajo el hastial. Levantó la pistola y apuntó a la cabeza de Jones.
El agente cayó de rodillas en el heno, con la cara retorcida.
—No me mates, por favor.
Ben bajó el arma y se la guardó en el cinturón.
—No —dijo—. No voy a matarte. —Metió la mano en su bolsa.
Jones gritó de miedo cuando Ben sacó la botella y la jeringuilla. Se descolgó la bolsa, la tiró y se dirigió hacia el agente de la CIA. Clavó la aguja en el tapón de la botella y tiró del émbolo. Jones trató de alejarse revolviéndose. Ahora lloriqueaba aterrorizado. Ben lo agarró, lo lanzó al heno y le clavó la aguja en el cuello. Empujó el émbolo hasta el final.
Jones volvió a gritar, mostrando los dientes rotos y farfullando de miedo.
—¿Qué me has hecho?
Ben dio un paso atrás. Tiró la jeringuilla vacía a las sombras.
Y entonces presenció cómo el pánico se apoderaba de Jones. Se golpeó la cabeza contra el suelo. Se tiró de los pelos. Se metió los dedos en la garganta en un intento desesperado de vomitar la droga. Tenía el rostro bañado en lágrimas.
—Cuéntame qué se siente —dijo Ben—. Pensar que en unas horas estarás tan loco como el pobre cabrón del vídeo.
—Mátame —sollozó el hombre, con trozos de heno pegados en el húmedo rostro—. Por favor, mátame.
—Ni hablar —dijo Ben—. Me lo vas a contar todo.
Se apoyó en las balas de heno y observó los efectos de la droga circulando por sus venas. Después de más o menos un minuto, el frenesí de Jones disminuyó y pareció relajarse. Se desplomó en el heno.
La transformación fue extraña. Tardó unos minutos más en empezar a soltarse. Su gesto era inexpresivo, como si tuviera los músculos anestesiados. Tenía los ojos en blanco. Luego empezó a hablar, con voz aturdida.
Ben sabía lo que tenía que hacer. Se encontraba al final de un camino kilométrico repleto de policías y agentes del gobierno muertos. A eso había que añadir algunos de los peores problemas en los que se había metido nunca, e iban a hacer falta muchas pruebas, y muy convincentes, para salir de esta. Solo esperaba que Jones estuviera a punto de proporcionárselas.
Volvió a meter la mano en la bolsa y palpó la silueta rectangular de su teléfono. Lo sacó, lo encendió y activó la función de cámara de vídeo. Enfocó a Jones con el teléfono.
Habló alto y claro.
—Cuéntale a la cámara quién eres.
El agente parpadeó.
—Me llamo Alban Hainsworth Jones —murmuró sin vacilar—. Trabajo para la CIA.
Ben asintió. Al parecer, aquella cosa funcionaba. Era el momento de continuar.
—Dile a la cámara cómo se llama la persona que fue secuestrada en Corfú por los exagentes del Gobierno Kaplan y Hudson, confabulados con miembros en activo de la CIA.
Los ojos de Jones iban de un lado a otro. Apretaba las manos, tenía los dedos crispados, como si se estuviera librando una desesperada batalla interior para contener la verdad a pesar de las señales químicas que inundaban su cerebro.
—Zoë Bradbury —masculló—. Zoë Bradbury fue secuestrada por agentes estadounidenses y trasladada a un centro de seguridad no autorizado en una zona rural de Montana para ser interrogada.
—¿Cuál era tu función en este asunto, agente Jones?
—Obtener información de ella utilizando la violencia y la tortura si era necesario —dijo Jones—. Y eliminar cualquier resistencia, razón por la que maté al doctor Joshua Greenberg y a dos agentes de policía de Georgia.
Le goteaba sudor de la cara. Tenía el gesto retorcido y las venas de la frente se le marcaban formando una i griega amoratada. Su conflicto interior parecía estar destrozándolo.
Ben acercó la cámara.
—¿Por qué es tan importante la información de Zoë Bradbury?
—Por Jerusalén.
—Explícate.
Jones puso los ojos en blanco. Los labios se le metieron para adentro, mostrando los dientes rotos. Parecía un zombi. A Ben le produjo un escalofrío.
—Ya es demasiado tarde para detenerlo —murmuró Jones—. Ya está en marcha. Es inevitable. Ocurrirá en menos de veinticuatro horas.
—¿Demasiado tarde para detener qué?
—Nunca se trató de la chica. Se trataba de la guerra.
—¿Qué guerra?
Jones volvió a centrar la mirada y la fijó en Ben. Sonrió de manera extraña.
—La guerra de la Biblia —dijo.
Ben procesó sus palabras, que recibió como una bofetada en la cara. No las asimilaba.
—Sigue hablando.
El sudor le goteaba por la nariz. Le salía a chorros, sin parar. Ben nunca había visto algo así. Se le acumulaba en el hueco de la base de la garganta, empapándole rápidamente la ropa. Parecía estar ardiendo. Ponía los ojos en blanco y volvía a fijar la mirada de forma alarmante.
—El fin del mundo —dijo con voz ronca—. El fin de los tiempos. La batalla del Armagedón. La están empezando. Van a hacer que ocurra. Comenzando por Jerusalén.
—¿Qué van a hacer?
—Algo masivo —dijo Jones—. Y no hay nada que ni tú ni nadie pueda hacer para detenerlo.
Ben estaba pasmado, era casi incapaz de pensar con claridad mientras trataba rápidamente de dar sentido a todo aquello.
—¿Slater está al mando? ¿Quién es?
Jones mantenía la sonrisa fija y desquiciada. Estaba empezando a moverse de forma violenta. Masculló algo incomprensible.
—Habla claro —le ordenó Ben.
Jones lo miró fijamente. Tenía los ojos inyectados en sangre.
—Voy a volverme loco —susurró.
—Sí, te vas a volver loco. Y ahora, responde mi pregunta.
Pudo haber sido por el efecto de la droga o quizá, simplemente, por el horror que le producía saber que se iba a pasar el resto de su vida como un lunático balbuceante. Pero algo estalló en la cabeza de Jones. Ben lo leyó en su mirada, pero no reaccionó a tiempo.
Jones se levantó de repente. Ben alargó el brazo para volver a sentarlo, pero gracias a una especie de fuerza desenfrenada, consiguió pasar.
Antes de que Ben pudiera detenerlo, Jones había recorrido los diez pasos hasta el borde de la plataforma del granero. No había barandilla ni barrera para detenerlo. No redujo la marcha. Se arrojó al vacío y voló, girando en el aire. Ben vislumbró un destello de locura en la mirada de Jones mientras caía.
No chocó contra el suelo.
Su caída la paró la estaca que había intentado clavarle a Ben antes. Se le incrustó entre los omóplatos y el peso de la caída hizo que lo atravesara, que le atravesara los órganos y el tórax y le saliera por el pecho. La punta de madera sobresalía de una manera grotesca, manchada de sangre.
Jones miraba fijamente hacia arriba, a Ben. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás en un ángulo forzado. La hoja de una vieja sierra circular estaba clavada en el cráneo. La sangre y los fluidos craneales rezumaban, goteando sobre el oxidado disco de acero y la caja de la máquina hasta el suelo polvoriento.
Ben apagó el teléfono, se lo guardó en el bolsillo. Cogió su bolsa y bajó por la escalera. Seguía dándole vueltas a lo que había dicho Jones.
Habían secuestrado a Zoë para comenzar la batalla del Armagedón.
Parecía una locura y, por un momento, se preguntó si lo que había escuchado era la verdad o los efectos de una droga que derrite cerebros y vuelve locas a las personas.
Pero no. Había visto algo en la mirada de Jones, incluso cuando la cordura lo abandonaba. Estaba contando la verdad.
Ben se quedó mirando el cadáver del agente de la CIA, intentando comprender lo que había querido decir.
Y entonces, se puso en tensión, alertado por el sonido que llegaba de afuera. Corrió hacia la puerta del establo y salió a la luz del día. Los escombros del patio y el camino seguían ardiendo, notaba el calor en la cara. A través de la reluciente nube caliente y la cortina de humo que ascendía lentamente, vio helicópteros aterrizando al otro lado de la verja de la granja. Había cuatro, de un verde oscuro casi negro, con las letras «FBI» en blanco en los laterales.
El primero en tocar tierra fue el gran Boeing bimotor. Ben no había visto ninguno desde su época en el ejército. Se abrieron las puertas. Salió un hombre. No llevaba el equipo táctico, sino un traje gris. La ráfaga de aire de los rotores le azotaba el pelo rubio mientras corría por el césped con la cabeza agachada.
Detrás de él estaba Alex. Tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa al ver la devastación de la granja, los cobertizos ardiendo, los helicópteros destruidos. Entonces vio a Ben y se le iluminó la cara.
El exsoldado se alejó de aquella carnicería y se dirigió hacia ellos. Cogió la Beretta del cinturón y la tiró al suelo.
Conforme iban aterrizando, más personal salía en avalancha de los helicópteros. El hombre con traje gris llegó a grandes zancadas y con determinación hasta Ben. Se metió la mano en la chaqueta y sacó una placa. Varios agentes armados se arremolinaron a ambos lados, apuntando con sus pistolas a Ben.
Este levantó las manos con cansancio.
—Soy el agente especial Callaghan —dijo el hombre del traje gris—. Está detenido.