52

Ben volvió a la zona de los cobertizos. Alex estaba apartándose un poco de la más nueva de las dos camionetas viejas, limpiándose la grasa y el óxido de las manos con un trapo. Tenía una mancha de aceite en la mejilla. Parecía preocupada, pero sonrió al ver que Ben se acercaba.

—¿Lo has conseguido?

Alex rodeó la camioneta hasta la puerta del conductor, la abrió con un crujido y se sentó en la cabina.

—Es el momento de la verdad.

El vehículo se puso en marcha produciendo un rugido y una nube de humo azul. En su cara se dibujó una enorme sonrisa de triunfo al encenderse el motor. Salió de un salto de la cabina, fue corriendo hacia él, radiante de satisfacción, y lo abrazó.

—Y ahora, salgamos de aquí —dijo ella.

Él no dijo nada.

—¿Qué?

—No es tan sencillo, Alex.

—¿Qué estás diciendo?

—Marchaos vosotras. Dirigíos quince kilómetros al oeste por las montañas hasta llegar a casa de los Herman. Es el momento de llamar a tu gente. Ellos cuidarán de Zoë.

Ella lo miró alarmada. Negó rotundamente con la cabeza.

—Nos vamos todos. Todavía hay tiempo.

Ben le puso la mano en el hombro, le acarició la cálida piel del cuello con el pulgar.

—No lo conseguiremos en campo abierto. Nos alcanzarían enseguida. Y si dejamos a Riley y a Ira aquí solos, los matarán. No puedo cargar con eso en mi conciencia. Alguien tiene que parar a esa gente. Marchaos vosotras. Deja que yo me quede aquí y me encuentre con ellos.

—Si tú te quedas, yo también.

Él volvió a negar con la cabeza.

—Quiero que estés en un lugar seguro —dijo—. No podría soportar… —Se le fue la voz.

—Yo tampoco podría soportar que te pasara algo —susurró ella.

—Confía en mí. No me pasará nada.

—No sabes a qué te vas a enfrentar.

—Me hago una ligera idea —dijo él.

Ella suspiró. Se le entrecortó la respiración. Le acarició la mano. Ben vio que tenía una lágrima en las pestañas, sonrió y la secó. Ella sonrió llorando.

—Esto es una locura —dijo sorbiendo—. Nunca pensé que pudiera pasarme algo así.

Se quedó mirándolo fijamente a los ojos durante un segundo, luego le dio un fuerte abrazo. Él sintió la urgencia, el ansia, por el modo en que lo rodeaba con sus brazos.

Durante un breve instante, se dejó llevar, sintiendo su cuerpo, el aroma de su pelo. Cerró los ojos. Una parte de él deseaba desesperadamente poder detener ese momento. Que aquello pudiera ser fácil y tener más opciones.

Pero no era así, y aquella situación era cualquier cosa menos fácil. Nunca llegaría el momento.

La agarró de los brazos y la apartó con dulzura.

—Ahora tienes que irte —dijo.

Alex asintió con pesar.

—Está bien. Me iré.

Llevaron la camioneta a la parte delantera de la casa, revisaron el aceite, los neumáticos y la correa del ventilador. Todo parecía estar bien. Ben fue a buscar a Zoë a su habitación y le explicó que debía irse. Ella asintió con calma y lo siguió al piso de abajo, subió a la camioneta y se sentó en silencio.

Resultaba duro ver partir a Alex, pero Ben se alegraba de que ella y Zoë se fueran de allí para ponerse a salvo. Trató de que su cara no reflejara sus sentimientos al ver que ella encendía el motor y se marchaba diciendo adiós por última vez con la mano. Se tapó los ojos para protegerse del sol y observó al vehículo alejarse tambaleándose por el camino irregular hacia la verja.

Entonces se paró en seco. La puerta del conductor se abrió y Alex bajó de un salto. Corrió hacia él, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.

—Cuídate, Ben Hope. Es una orden.

—Esto no es un adiós —dijo él—. Ahora, vete. Sal de aquí.

Volvió corriendo al camión, con lágrimas en los ojos. Se sentó en el asiento del conductor y pisó a fondo, haciendo que las ruedas derraparan en la gravilla.

Esta vez, siguió conduciendo. Ben se quedó allí observando cómo el camión se alejaba dando tumbos por el terreno baldío hasta llegar al tortuoso camino rural que serpenteaba hacia las lejanas montañas.

Luego Alex y Zoë desaparecieron.

Ahora tenía trabajo que hacer.

La siguiente hora fue un periodo de preparación sudoroso y polvoriento. Estudió la distribución de la granja, ideó el plan de ataque, pensó en cómo iba a hacerlo.

Sería un hombre contra muchos. Vendrían con muchas armas y eran profesionales, el ataque sería contundente y rápido. Pero era posible. Casi posible. Tenía una ventaja. La mayor de todas las ventajas.

Encontró lo que necesitaba y lo amontonó todo en un lateral del establo. Algunas cosas pesaban mucho, así que desempolvó una vieja carretilla y la utilizó para transportar las cosas de un lado a otro. El estado de Riley era demasiado delicado como para participar en los preparativos, pero Ira era un ayudante ágil y voluntarioso.

Mientras él y Ben cargaban la carretilla, el joven se paró y levantó la mirada.

—Van a venir un montón, ¿verdad? —Parecía que le gustaba la idea.

—Esta vez no se van a arriesgar —contestó Ben—. Quieren acabar de una vez por todas. Pero quiero que Riley y tú os mantengáis alejados, ¿entendido?

—Soy un indio pies negros. —El tono de Ira era suave, pero lleno de orgullo—. Yo lo veo de la siguiente manera: esa gente desciende de los hombres que sacaron a mi pueblo de sus tierras y lo metieron en la reserva. Se llevaron nuestro patrimonio sagrado. —Asintió seriamente—. Si ahora es el momento de recuperar algo de ellos, tío, no podrás impedírmelo ni con diez caballos cimarrones salvajes. —Luego se rio—. De todas formas, quiero verlo.

Ben lo miró.

—No fantasees con la guerra. Lo que vas a ver hoy será lo peor que presencies en tu vida.

Cuando todo estuvo en su sitio, Ben ayudó a Ira a llevar la manada de caballos a un lugar seguro, a un cercado alejado, a medio kilómetro por la ondulada pradera. El sol caía a plomo de un modo brutal y el hombro le daba punzadas. Cuando el último caballo entró al trote por la puerta del cercado y fue a reunirse con los demás entre el rico pasto, Ben miró la hora. Eran poco más de las cuatro de la tarde.

Justo a tiempo.

Y al mirar el cielo azul sobre la cumbre de la montaña, vio que su instinto no le había fallado.

Ya venían.