51

Zoë había estado deambulando por la casa, sin nada que hacer, aburrida, apática. Después de haber estado encerrada durante tanto tiempo, se sentía llena de energía contenida y no soportaba estar sin hacer nada.

Por la ventana podía ver a Ira en el cercado, a menos de un kilómetro de la casa. Estaba entrenando a un caballo joven, al potro que había tirado a Riley, por el que se había torcido el tobillo. El cielo estaba azul y despejado, y la brisa mecía suavemente la hierba de la pradera. De pronto, estaba desesperada por salir, por encontrarse al aire libre hablando con Ira. Era muy atractivo. Le encantaba la soltura y la calma con la que se movía; era atlético, ágil y fuerte. Sonrió, imaginándose el tacto de su piel.

Ben le había dicho que se quedara en la casa, lo recordaba bien. Que le den. ¿Qué se pensaba? ¿Que era tonta? Oiría el ruido del helicóptero mucho antes de verlo o de que la vieran. Ya estaba cansada de que la trataran como a una niña.

Se dirigió hacia el cercado, sintiendo el sol en la cara y la brisa en el pelo. Ira la vio a lo lejos, y ella se acercó con una cálida sonrisa.

—Hola, soy Zoë. Tú debes de ser Ira.

El chico bajó de un salto del potro, se limpió las manos y se acercó a la valla del cercado, donde estaba ella.

—Encantado de conocerte, Zoë —dijo.

A ella siempre le había gustado coquetear y sabía que se le daba bien. Ira respondió de inmediato. Zoë sabía perfectamente que no todos los días se le ponían delante chicas guapas y rubias como ella. A los pocos minutos, ya estaban riéndose y bromeando cómodamente, con muchas miradas y muchos roces, la mayoría por parte de ella. Ira estaba un poco abrumado por tanta atención, pero por su mirada, ella intuyó que quizá toda la agitación de los últimos días tendría su recompensa.

—¿Te gusta montar? —preguntó él.

—Sí, monto a caballo. Aunque nunca he utilizado una silla americana.

—Es fácil —dijo él—. Es como un sillón grande. ¿Quieres probar?

—¿Me ayudas a levantar la pierna?

Subió por la verja y disfrutó del tacto de sus fuertes dedos en la pierna mientras la ayudaba a subir a la silla. Ira había hecho un buen trabajo domando al potro y notó que la miraba con atención mientras ella lo montaba por el cercado, atento a sus movimientos. Luego lo puso al trote.

—No te levantes —le gritó—. Mantén el culo en la silla. Sigue el ritmo.

Zoë lo dominó enseguida, luego lanzó el cabo suelto de la rienda a izquierda y derecha para hacer que el potro fuera a medio galope. Ira estaba de pie en medio de la cerca y ella daba vueltas a su alrededor, con el pelo ondeando y levantando tierra por los cascos del potro.

Zoë estaba a punto de decir que aquello le parecía genial, pero la mirada en el rostro de Ira hizo que se callara y se diera la vuelta para mirar. Lo que vio la asustó tanto que la dejó boquiabierta. El potro giró, desestabilizándola en la silla.

La sombra pasó por encima de ella.

El helicóptero pasó rugiendo por delante del sol, con el morro hacia abajo y la cola levantada.

El potro se encabritó y Zoë salió despedida. Se cayó al suelo. Ira corría hacia ella, con los ojos muy abiertos por el sobresalto. El helicóptero negro se estaba acercando, como un tiburón, mientras emitía un ruido ensordecedor y provocaba remolinos de polvo y tierra con las ráfagas de aire. Zoë se levantó con dificultad. El punto rojo de un visor láser le recorrió el cuerpo. Gritó. El potro estaba encabritado y corcoveaba como un loco por el pánico.

Entonces, de repente, los disparos automáticos azotaron el suelo.

Ira tenía a Zoë agarrada del brazo y la estaba sacando a rastras del cercado para meterla en la casa. Un hombre con un fusil, asomado por el lateral del helicóptero y con un pie en el patín, disparó otra larga ráfaga que levantó las piedras que Zoë iba dejando atrás mientras corría a toda velocidad y se tropezaba. Miró hacia atrás horrorizada y sus ojos se encontraron con los del hombre que había deseado no volver a ver jamás.

Jones le sonrió por encima del M-16. Volvió a disparar, saboreando el momento, con el fusil golpeándole los brazos. El corazón le dio un pequeño vuelco cuando la zorra se tambaleó y cayó. Pero entonces, el indio la levantó y se dio cuenta de que solo se había tropezado.

Le gritó al piloto que mantuviera el helicóptero estable y volvió a apuntar con el arma. Pero los objetivos habían conseguido llegar a la casa, habían entrado tambaleándose y habían cerrado la puerta de un portazo. Soltó un taco y disparó una larga descarga que ametralló el porche. Las ventanas reventaron y las astillas volaron por todas partes mientras las balas atravesaban la estructura de la casa.

En el interior, Ira arrastraba a Zoë por el suelo, cubriéndola con su cuerpo. Los fragmentos de cristal volaban por todas partes. Las cortinas se movían, hechas trizas por los disparos que perforaban las paredes y hacían temblar el suelo el suelo. Zoë no paraba de gritar.

Ben y Alex llegaron corriendo desde el establo y vieron el helicóptero planeando sobre el patio, a tan solo cinco metros del suelo. Ben sacó la Beretta del bolsillo trasero de sus vaqueros y la levantó mientras el helicóptero cambiaba de dirección hacia ellos, más despacio, con los patines casi en el suelo.

Ben había reconocido la figura con el fusil de inmediato. No dudó en disparar. Jones se retiró y desapareció rápidamente cuando Ben disparó una serie de tiros dobles que agujerearon el fuselaje. A continuación, el helicóptero cambió de dirección y se alejó de repente, se elevó, con el morro inclinado, y se quedó arriba, retumbando. Ben le metió un par de tiros más en la panza, pero la munición de 9 mm no era suficiente para causar daños graves. Soltó un taco.

Fueron corriendo hacia la casa mientras el helicóptero escapaba. Ben subió la escalera del porche pesadamente y abrió la puerta de un empujón. Vio a Ira dentro, tumbado en el suelo, protegiendo a Zoë.

—¿Hay alguien herido? —gritó.

Ira negó con la cabeza, aturdido, mientras se ponía de pie y la ayudaba a ella a levantarse. Riley entró tropezándose en la habitación, con los ojos desorbitados por el horror. Llevaba agarrada una vieja escopeta Ithaca.

El polvo comenzaba a asentarse y el silencio invadió toda la casa tras el ataque. Ira ayudó a una Zoë llorosa a subir al piso de arriba mientras Riley andaba de un lado a otro por la cocina destrozada, sin soltar la escopeta y sin parar de gritar palabrotas.

Alex siguió a Ben afuera. Él se quedó en la escalera del porche y examinó el horizonte pensativo, con los ojos entrecerrados por la luz del sol.

—Era Jones. Y volverá.

—Y traerá a todo un ejército con él —dijo Alex—. En unas horas, como mucho. Tenemos que salir de aquí.

—Mira a ver si puedes trasplantar el motor de arranque.

—¿Adónde vas tú?

Pero Ben ya se dirigía hacia la casa.

—Riley, necesito saber si tienes algún tipo de rifle por aquí.

El viejo se quedó mirándolo durante un segundo. Hubo un destello en su mirada, un fuego que parecía reavivarse después haber estado apagado durante mucho tiempo. Gruñó y le hizo una seña para que lo siguiera. Cruzó cojeando un pasillo y abrió una puerta que daba a una escalera de madera por la que se bajaba a un sucio y viejo sótano. En la pared había un estante hecho a mano con un rifle. Era delgado y compacto, de nogal, y pavonado. El viejo lo bajó y se lo pasó a Ben sin decir ni una palabra.

Ben lo examinó. Era un Marlin de palanca inferior de calibre 22. No estaba en posición de rechazarlo, pero más bien se trataba de un rifle para cazar conejos o ardillas.

Riley vio el gesto de Ben y sonrió.

—Ya sé lo que estás pensando, hijo. Tú quieres hierro pesado.

Ben no dijo nada.

—Te voy a enseñar algo.

El viejo cruzó cojeando el sótano y se metió entre las sombras, donde había cajones de embalaje y muebles rotos apilados, polvorientos y cubiertos de telarañas. Empezó a apartar cosas, jadeando por el esfuerzo. Se agachó despacio y arrastró algo pesado por el suelo. Ben miró hacia abajo. Era un viejo baúl.

—No lo he abierto desde que volví de Corea —dijo Riley—. Creo que una parte de mí no quería volver a verlo. Pero si eso del destino es cierto, quizá ahora sepa por qué cargué con esta maldita cosa por medio mundo. —Sopló para quitarle el polvo y lo abrió.

Dentro del baúl había un montón de material de embalaje viejo. Riley lo sacó y lo tiró al suelo. Debajo había una tela de arpillera. Estaba manchada de grasa y desprendía un olor muy fuerte a aceite para armas. Riley agarró un extremo y la levantó.

—Aquí está —dijo—. Ahora apenas podría levantarlo, pero en aquel entonces estaba acostumbrado. —Se apartó un poco para que Ben lo viera.

Ben parpadeó.

—No me lo puedo creer. Es un BAR.

Un rifle automático Browning. Era un modelo que solo había visto una vez en su vida, una enorme ametralladora ligera americana que se había utilizado desde la primera guerra mundial y que había sido retirada durante los años sesenta. El tipo de arma que se encuentra en un museo militar, pero esta parecía completamente nueva. Cañón de bronce gris, madera engrasada y visores de combate de hierro; el tipo de cosas que solía haber antes de la época del plástico y los polímeros, los láseres y los visores ópticos.

Ben metió la mano en el baúl y levantó el arma. Era pesada y estaba grasienta. La revisó. El rifle estaba en perfecto estado, el calibre limpio y el mecanismo impecable. Incluso la lona del portarrifle estaba nueva. El cargador era largo y curvado, y había cinco más como ese al fondo del baúl.

Riley sonrió.

—Un modelo antiaéreo de alta capacidad especial. Solíamos derribar aviones con estos pequeños.

Avanzó hacia el fondo del sótano y apartó algunos trastos más. Se agachó gruñendo, arrastró una pesada caja metálica de munición y la dejó en medio del sótano. Era de color verde oliva, con los bordes oxidados y letras amarillentas medio borradas en el lateral.

Riley abrió las cerraduras metálicas y la tapa se levantó con un crujido. El viejo metal brillaba débilmente en el interior. Cartuchos abotellados perfectamente amontonados, más de mil. Eran del calibre 308, militares, bien conservados, ligeramente engrasados. Pese a tener más de medio siglo, los iniciadores todavía brillaban.

—Todo lo necesario para empezar una maldita guerra, hijo.

—Y aquí es donde va a ocurrir —dijo Ben. Quitó el cargador y empezó a meter cartuchos.

El viejo lo observó y asintió para sí mismo.

—Tienes toda la pinta de ser un soldado. Dime que tengo razón.

Ben asintió.

—Una vez lo fui.

—¿Unidad?

—Ejército británico. Servicio Especial Aéreo.

—He oído hablar de esa gente. Operaciones oscuras. La embajada iraní sitiada en Londres, ¿verdad?

—Diez años antes de mi época —dijo Ben—. Yo serví en el Golfo. Afganistán. África. La mayoría fueron operaciones secretas. Cosas que preferiría no saber, créame, al igual que yo.

Riley resopló.

—Mierda confidencial.

—Hacer el trabajo sucio a hombres con traje para que ellos se llenen los bolsillos. Nunca más.

—Los mismos hombres con traje que han tratado con nosotros hoy.

—Casi de la misma especie —dijo Ben—. Pero es conmigo con quien tienen que tratar. Esta no es su guerra, Riley. Le agradecería que se mantuviera al margen.

Riley escupió.

—Eso ya lo veremos, hijo. He estado en guerra con el maldito Gobierno durante cincuenta años. Tú me has salvado el culo. Lo menos que puedo hacer es devolverte el favor.

—Son mala gente.

—Yo tampoco soy lo que se dice un ángel, hijito. Soy viejo, pero todavía puedo patear culos cuando tengo que hacerlo.

Ben asintió agradecido.

—Hay otras cosas que voy a necesitar —dijo.