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—Al final vas a estropear la cabeza de la tuerca —estaba diciendo Alex—. Y ya no podrás aflojarla.

El sol se filtraba por los agujeros de las tablillas de madera del gran establo, arrojando brillantes franjas sobre el suelo polvoriento y los trastos agrícolas esparcidos por todas partes: montones de postes de valla, herramientas apiladas, bidones de gasolina, sacos de abono. Algunas gallinas escarbaban y cloqueaban en el granero que había arriba.

Ben asomó por debajo del chasis de la aún más antigua camioneta que habían descubierto al fondo del establo. Tenía la cara salpicada de motas rojas del óxido, por haber estado quitando los tornillos que sostenían el motor de arranque.

—Será mejor que uses la llave de cadena. —Alex se la pasó.

Ben dejó la llave de tuercas que había estado utilizando y cogió la de cadena. Al mirar a Alex desde abajo, quedó impactado durante un momento fugaz por su atractivo. No era la primera vez que lo dejaba sin aliento. Llevaba la melena pelirroja recogida hacia atrás, con mechones sueltos y despeinados, muy sexis. En el establo hacía calor y se había enrollado las mangas hasta el hombro. Tenía una mancha de aceite en el brillante y bronceado bíceps. Llevaba un buen trozo de la camisa de cuadros desabotonada por debajo. Se apartó un mechón de los ojos.

—¿Aprendiste de mecánica en la CIA?

Alex le sonrió.

—Esto es lo que pasa cuando tienes cuatro hermanos mayores fanáticos de los coches.

Ben rodeó con la llave de cadena la cabeza del tornillo que se resistía y lo aflojó con un crujido. No tardó en soltar el motor de arranque y salir de debajo de la furgoneta. Se puso de pie, con una mueca.

Alex le tocó el hombro. Ben sintió la suavidad y calidez de su tacto a través de la camisa vaquera.

—Deberías tomártelo con calma —dijo ella—. Puedo hacerlo yo.

—Ya has hecho bastante.

Alex miró el motor de arranque que sujetaba Ben. Era un simple trozo de óxido muy pesado y con cables colgando.

—¿Crees que funcionará?

—¡Quién sabe!

Alex lo cogió. El roce de sus dedos duró un poquito más de lo necesario, fue casi una caricia. Ella levantó la mirada.

—La verdad es que, a pesar de todo, me alegro.

—¿De qué te alegras?

—A pesar de todo lo que ha ocurrido, de todo lo está ocurriendo, me alegro de haberte conocido. Me alegro de que estés bien. Me alegro de estar así, aquí contigo. Lo único que me asusta es que no vaya a estar contigo durante más tiempo.

Ben no contestó. Se quedaron allí de pie durante unos momentos. Ella lo miró fijamente con sus ojos azules, manteniendo su mirada, dejando que él viera más allá. Tenía los labios ligeramente separados.

—Estás solo, ¿verdad? —murmuró ella. Volvió a tocarle la mano, con más firmeza y durante más tiempo, entrelazando sus dedos con los de él—. Lo sé. Lo veo porque así es como yo me siento. Sola. Con la necesidad de tener a alguien a mi lado.

Ben sintió que el corazón le daba un vuelco y le acarició el brazo desnudo. Su piel era cálida y suave. Le acarició el pelo y la mejilla. Recorrió la comisura de sus labios con el pulgar y ella inclinó la cabeza para besarlo con ternura. Se acercaron el uno al otro. Ella le apretó la mano más fuerte, casi con urgencia.

Llegó el beso, y fue ansioso y voraz. Ben la acercó más a él, explorando, sintiendo sus brazos en la espalda, el calor de su cuerpo, su pelo en la cara.

Luego se apartó, con gran esfuerzo.

—No puedo.

—¿Por qué te asusta besarme? —le dijo buscando su mirada—. Los dos lo deseamos, ¿no?

—Sí —dijo él—. Yo lo deseo, pero esto no puede pasar.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué luchar contra ello? No tenemos mucho tiempo para estar juntos.

Ben no encontraba las palabras. Nunca había sido capaz de encontrarlas, ni siquiera cuando pensaba a solas, ni siquiera en los peores momentos.

—Perdí a alguien —susurró—. A alguien muy cercano. Más cercano que cualquiera que haya conocido nunca. No hace mucho tiempo.

Alex se mordió el labio y suspiró. Se pasó la mano por el pelo.

—He visto la alianza.

Ben cerró los ojos. Asintió muy despacio.

—¿Quieres hablar de ello?

—Ella murió —dijo él.

—¿Cómo se llamaba?

—Leigh.

—¿Qué ocurrió?

Ben levantó la mirada.

—La asesinaron.

Al oír aquello, lo irreversible del asunto, volvió a inundarle el horror. De pronto, volvía a revivirlo todo en su cabeza, como una pesadilla que no acabaría nunca.

Vio el oscuro filo del cuchillo. Introduciéndose.

Clavándose en lo más profundo de su cuerpo, quitándole la vida.

La última mirada en sus ojos. Lo que había dicho mientras yacía muriendo, palabras que Ben recordaría hasta el fin de sus días.

Suspiró larga y profundamente, muy despacio.

—Yo tuve la culpa. El hombre que la mató era alguien de quien se suponía que tenía que protegerla. Y fallé. Regresó, y me la arrebató.

Se quedó callado durante un buen rato. Luego susurró:

—La echo de menos. La echo mucho de menos.

Alex le puso una mano en el brazo. Su tacto era cálido y tranquilizador.

—Tú no la mataste, Ben. No tienes que cargar con esa culpa.

Él negó con la cabeza, sintiendo que el dolor aumentaba. Lo ignoró.

—Quizá sí —dijo—. Todos los días le pido a Dios que me perdone por permitir que aquello ocurriera. Pero no creo que Dios me escuche. De hecho, no creo que lo haya hecho nunca, ni una vez en toda mi vida. Me abandonó hace mucho tiempo.

—No hablas en serio.

Ben le cogió la mano y la apretó con ternura.

—Busca un hombre mejor que yo, Alex. Yo no soy lo que necesitas.

—Sí lo eres —dijo ella—. Apenas te conozco, pero ya lo puedo ver.

Él no dijo nada.

Y en ese instante, escucharon el rítmico sonido de los rotores; los disparos perturbaron el silencio del exterior y Zoë gritó.