48

La consciencia iba y venía. Como un efecto estroboscópico ralentizado, había periodos de oscuridad en los que vagaba y flotaba durante lo que parecía una eternidad. Entremedias había ráfagas de sonido y luz y actividad. Fue vagamente consciente de que subía la escalera, con un brazo rodeando el cuello de Alex mientras esta lo sujetaba. Luego una habitación. Una cama. El crujir de las sábanas al rozarle. Sangre en el algodón blanco. Alex inclinada sobre él, con preocupación en la mirada. Volvió a perder el conocimiento.

Cuando abrió los ojos, la luz roja del amanecer se deslizaba por el suelo de madera de la extraña habitación. Parpadeó y trató de levantar la cabeza de la almohada. Tenía el hombro recién vendado. Le dolía, pero de un modo diferente.

Se tocó el cuello buscando la alianza. No estaba.

Miró a su alrededor. Se encontraba en una habitación grande, sencilla y tradicional. En brutal contraste con la planta de abajo, la habitación estaba limpia y ordenada, como si nunca se utilizara. Estaba en una cama doble con estructura de latón, cubierto con un edredón de retales de colores. Había una palangana para lavarse en el rincón y al lado de la cama, una mecedora de madera con ropa limpia, una camisa vaquera azul y unos pantalones vaqueros limpios, perfectamente doblados. Bien puesta encima de la ropa estaba la alianza de oro con la cinta de cuero.

Alex estaba a su lado, desplomada en la cama, con el pelo despeinado sobre el edredón y un brazo sobre sus piernas. Ben se preguntó cuánto tiempo le habría estado velando antes de quedarse dormida.

Alex se movió y abrió los ojos, mirándolo directamente. Parecía tener esa habilidad, que Ben solo había visto en animales salvajes y soldados instruidos, de pasar del sueño profundo a un perfecto estado de alerta, sin necesidad de las diferentes etapas de despertar, bostezar y tener los ojos hinchados. La mujer sonrió y se sentó en la cama. Se había cambiado el jersey de lana y ahora llevaba una camisa a cuadros de granjera que le quedaba grande y a la que le había hecho un nudo a la altura de la cintura.

—Bienvenido al mundo de los vivos —dijo.

—¿Lo has hecho?

Ella asintió.

—Estaba muy profunda, pero ha salido limpiamente. No ha tocado hueso. Se alisó un poco, pero no se llegó a romper. Sin fragmentación.

Cogió una taza de hojalata que había en la mesilla de noche y la agitó. Ben vio la bala arrugada que se movía en el fondo de la taza. Ahora parecía pequeña e inofensiva.

—Me has salvado la vida —dijo—. Ya van dos veces. Tengo que ponerme al día.

Le cogió la taza y le tocó suavemente la frente con los dedos fríos.

—Todavía estás muy caliente. Descansa.

Ben se recostó sobre la almohada.

—Tenemos que continuar.

—Durante un par de días no. Riley dice que nos podemos quedar el tiempo que haga falta.

—¿Cómo está?

—Ahora está durmiendo. Se pondrá bien. —Sonrió—. Piensa que tú y yo somos pareja.

—¿Dónde está Zoë?

—En una habitación, abajo. Está cansada, Ben. Tienes que calmarte un poco con ella.

—La habría matado.

—Se siente mal.

—Ya puede.

Alex le acarició la frente y le apartó un mechón de los ojos. Afuera, la luz del amanecer brillaba. Ben podía oír a los caballos relinchando a lo lejos y a un perro ladrar.

—Debería ir a ver los caballos —dijo Alex—. Riley no se levantará hasta dentro de un rato.

—Quédate un minuto.

Ella volvió a sonreír.

—Vale.

Se quedaron allí en silencio durante unos minutos.

—Soñaste mucho —dijo ella—. Anoche. Tuviste fiebre durante un rato.

—¿Sí?

Ella asintió.

—Volviste a hablar en sueños.

Él no contestó.

—Estabas hablando con Dios.

—No tengo mucho que decirle.

—Le pedías que te perdonara, Ben. Parecías muy arrepentido. ¿Qué ocurrió? ¿Qué has hecho que quieres que te perdone?

Ben se dio la vuelta y se apartó de ella.

—Quiero ayudarte —dijo ella.

Volvió a mirarla.

—¿Por qué?

—No lo sé. Porque sí. —Sonrió—. Es como si te conociera. Te he desnudado y te he metido en la cama. He metido la mano en tu hombro para sacarte la bala. Tengo sangre tuya por todas partes. Te he curado y vendado la herida. Te he bañado y me he quedado aquí sentada la mitad de la noche secándote el sudor. Así que, ¿por qué no me dejas ayudarte? Hablar es bueno.

—Han ocurrido cosas malas —dijo Ben—. Cosas de las que no quiero hablar.

—A todo el mundo le pasan cosas malas.

—Ya lo sé.

—No es culpa tuya que Charlie muriera —dijo Alex—. Sé que te echas la culpa, pero no es justo. Tú no sabías lo iba a pasar. Tú solo intentabas ayudar a un amigo.

Ben estuvo a punto de contestar, pero cerró la boca.

—¿Qué?

—Nada —murmuró él—. Quizá deberías ir ya a ver los caballos. No te quedes mucho tiempo ahí fuera. El helicóptero podría volver.

Ella sonrió.

—No te vas a librar de mí tan fácilmente.

—Quizá tengas razón —dijo—. Con lo de Charlie. Quizá no sea culpa mía.

—Hay algo más, ¿verdad?

Ben cerró los ojos.

—Cuéntamelo.

Tras una larga pausa, Ben dijo en voz baja:

—No puedo.