Aquellos tres kilómetros largos y agotadores parecían ser los últimos que Ben iba a recorrer en su vida. Sentía que se le iban agotando las fuerzas en cada paso. Alex iba delante, cargaba con la bolsa, y se paraba con frecuencia para ayudarlo a caminar por el complicado terreno. Zoë los seguía en silencio, unos treinta metros por detrás, con la cara pálida, evitando la mirada de Ben mientras se abrían paso entre los pinos y bajaban una larga pendiente rocosa hacia el río.
—Tenemos que cruzar —dijo Alex—. La corriente de agua es rápida, pero no es profunda.
Cogió a Ben de la mano y entraron en el agua. Él se tropezó y se cayó, y el impacto del agua helada hizo que su cuerpo sufriera un espasmo con escalofríos. Alex lo ayudó a levantarse.
—Solo un poco más —dijo ella, e intentó sonreír de un modo tranquilizador.
Ben apretó los dientes y contuvo el mareo. Paso a paso, consiguió cruzar el río y, acto seguido, se derrumbó en la orilla rocosa. Zoë los alcanzó a los pocos minutos, y luego el herido consiguió seguir andando. Había una gran pendiente desde el río. Entonces, al llegar a lo alto de la siguiente subida, Alex cogió los prismáticos de la bolsa y se sentó en una roca para inspeccionar el valle que había más abajo.
—Ahí está —dijo contenta.
A pesar del dolor y el agotamiento, Ben se percató de la espectacular vista que tenían desde allí. Las llanuras abiertas se extendían kilómetros ante ellos y el temprano sol vespertino brillaba al reflejarse en la nieve de los lejanos picos de las montañas. Alex le pasó los prismáticos y él los dirigió hacia el laberinto de casas de campo que había a un kilómetro, cruzando la ondeante pradera. El lugar parecía una típica granja de montaña, con varias cuadras y caballos pastando detrás de las vallas pintadas de blanco.
—No veo a nadie por ahí —dijo Ben—. Pero sale humo de la chimenea.
—Bajemos y echemos un vistazo —contestó Alex.
Les costó otros cuarenta y cinco minutos de penosa bajada llegar a la granja. Entraron por la verja y recorrieron un camino polvoriento entre destartalados cobertizos de madera hacia la casa. Ben descansó apoyándose en el poste de una valla mientras Zoë rondaba indecisa por detrás y Alex se acercaba a la vivienda. Una de las ventanas se había cubierto con tablas y los escalones del porche estaban carcomidos y apoyados en ladrillos.
Alex llamó a la puerta.
—¿Hola? ¿Hay alguien?
No hubo respuesta. Se alejó de la casa con la vista puesta en las ventanas, y se encogió de hombros mirando a Ben.
El sol estaba alto y calentaba, y Ben tuvo que cubrirse los ojos con la mano para echarle un vistazo a la granja.
Y entonces vio el cuerpo.
El anciano yacía sobre la hierba a unos cien metros de uno de los cercados para caballos. Ben y Alex se acercaron corriendo. Alex se arrodilló al lado del cuerpo tirado con vaqueros desgastados y camisa roja a cuadros y comprobó si tenía pulso.
—Está vivo —informó.
Ben trajo una jarra de agua del cercado más cercano y le tiró un poco en la cara. El hombre gruñó, parpadeó e intentó incorporarse. Tenía el pelo y la barba largos, y la cara muy bronceada. Hizo una mueca de dolor y se agarró el tobillo. Ben se dio cuenta de que lo tenía muy hinchado.
—Ese maldito potro me ha tirado —dijo el anciano, señalando. En el cercado, un joven caballo castaño los miraba fijamente desde su pasto, arrastrando la cuerda de entrenamiento del cabestro.
—Intente no hablar —le dijo Alex al anciano—. Lo llevaremos adentro, a la sombra.
Ayudaron al anciano a que subiera los escalones del porche y a que entrara en la casa. Dentro hacía frío y olía ligeramente a humedad. Al final de un oscuro pasillo había una sala con el papel colgando de las paredes y un sofá bajo que parecía llevar ahí desde los años cincuenta. Lo tumbaron. Ben se secó el sudor de los ojos y le subió con cuidado la pernera del pantalón.
—Parece que solo es una torcedura —dijo Alex al echarle un vistazo.
—Estoy enormemente agradecido de que hayáis aparecido, amigos —dijo el anciano—. No vienen muchos visitantes por aquí. —Entrecerró los ojos al ver la camisa manchada de sangre de Ben, pero no dijo nada. Alargó la mano—. Riley Tarson, así me llamo.
—Ben Hope. Y ella es Alex.
Zoë había entrado en la casa, y se había quedado de pie sin hacer nada, observando de lejos.
—¿Y la señorita? —preguntó Riley—. ¿Tiene nombre?
—Sí —dijo Ben—. Problema. —Le quitó la bota y luego se volvió hacia Alex—. Creo que he visto una consuelda en el patio. ¿Sabes hacer una decocción? Ayudaría a bajar la hinchazón.
—No hace falta —dijo Riley—. Ira tiene un tarro de una de esas pociones indias en el estante de la cocina.
—¿Ira?
—Me echa una mano con la granja. Pero no está aquí. Se fue hace dos días para buscar un novillo que se había perdido. No ha vuelto desde entonces.
—Voy a ver si encuentro el tarro —dijo Alex. Zoë la siguió.
Riley miró a Ben atentamente.
—Se ha desviado un poco de su camino, señor. Me da la impresión de que no son viajeros normales.
—Lleva razón —dijo Ben.
—Y creo que ese helicóptero de antes os estaba buscando. ¿También llevo razón en eso?
Ben no contestó.
Riley arrugó la cara en una mueca.
—Sé de dónde viene ese helicóptero. No me gustan nada los agentes del Gobierno.
—Son de la CIA —dijo Ben en voz baja—. Nos están buscando.
—Yo no tengo problema con eso, hijo. Si tuvierais la intención de hacerme daño o de robarme, ya lo habríais hecho. No sé nada de vuestros asuntos, y cuanto menos sepa, menos tendré para contar. Las acciones de un hombre son lo único que me importa. —Riley gruñó—. Como el cabrón del helicóptero, que descendió cuando estaba tirado en el suelo. Me vio, y lo único que hizo fue sonreír y marcharse. Si no hubierais aparecido, no habría llegado a la mañana. Así que si me pides que escoja un bando, no escogeré el suyo, eso seguro.
Alex volvió a la sala, con un gran tarro lleno de loción verdosa. Ben lo examinó.
—Esto es consuelda, muy bien —dijo—. Ayudará.
Se la untó en el tobillo hinchado, luego le inmovilizó el pie con la funda del cojín, enrollándola con cuidado y sujetándola con cinta.
—Necesita descansar un rato —le aconsejó.
—Tú tampoco pareces estar muy bien —dijo el anciano—. Ya he visto heridas de bala antes.
De pronto, Ben volvió a sentirse mareado. Los labios del anciano se movían, pero lo único que oía era el eco sordo en sus oídos. La sala empezó a dar vueltas, y luego fue vagamente consciente del grito de Alex cuando se cayó al suelo.