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El terreno que tenían por delante era muy empinado, se salía del valle arbolado, y el viento frío les silbaba en los oídos. Caminaron con cansancio y en silencio y, después de un rato, Zoë ya no tenía fuerzas ni para quejarse.

Al pie de una imponente montaña caliza, cincuenta metros por encima del valle, encontraron la entrada a una cueva protegida del viento por el borde saliente de una roca. Ben iluminó el interior con la linterna, en busca de señales de que habitara algún animal salvaje. La cueva suponía una guarida ideal para un oso pardo o un león de montaña, pero no había ni rastro de excrementos ni restos de caza. Alex y una resentida Zoë recogieron ramas secas y hojas de helecho para poder acostarse sobre ellas mientras Ben encendía una hoguera en la parte de atrás de la cueva, colocada para que el humo subiera al techo y saliera por la entrada. Encendió la yesca con una cerilla y, en unos minutos, ya había conseguido un buen fuego. Exhausto por el dolor y empapado de sudor frío, se desplomó en el suelo cubierto de hojas. Alex hizo lo mismo, frunciendo el ceño por la preocupación mientras se colocaba junto a él. Le puso la mano en la frente y le pasó los dedos por el pelo húmedo.

Zoë se dejó caer enfrente, ignorándolos. Se puso una manta como almohada y se acostó. Se durmió en cuestión de segundos.

Ben atizó el fuego con un palo.

—Es hora de que tú y yo hablemos.

—Te diré lo que sé —dijo Alex—. Pero no hay mucho que contar.

—Háblame de Jones.

Alex suspiró.

—Me destinaron a su unidad hace seis meses. Nunca me gustó ese tipo. Es un lameculos de primera. Estaba a punto de pedir el traslado a otra unidad cuando las cosas empezaron a ponerse raras. Yo formaba parte de un equipo de vigilancia a un tío llamado Cleaver. Escuchas telefónicas, intercepción de correos electrónicos, estrecha vigilancia, todo eso.

—Pero nadie te dijo por qué.

—En la mayoría de ocasiones, la agencia trabaja de un modo misterioso. Aceptas que no siempre se lo revelan todo a los agentes de campo. Pero esto era diferente. Jones era el único que veía las transcripciones de las llamadas. Los demás no sabíamos nada. Incluso empecé a escuchar detrás de las puertas, y así supe que habían enviado a algunos agentes a Grecia.

—Marisa Kaplan era una de ellos —dijo—. ¿La conoces?

—No, pero vi su nombre en un informe. Pude haberme metido en un buen lío por leerlo. Es una exagente de la CIA. Ya no está en activo.

Y ahora menos, pensó Ben. Pero no dijo nada.

—Y entonces, hace diez días —continuó Alex—, ocurrió ese repentino arrebato de actividad. Jones estaba muy nervioso, se pasaba todo el día al teléfono, y se encontraba muy malhumorado. Lo siguiente fue que reunieron rápidamente un equipo y lo enviaron aquí, a Montana.

—Eso fue cuando trajeron a Zoë desde Grecia.

Ella asintió.

—La llevaron en un avión privado hasta Helena y luego la trajeron aquí en helicóptero. Nos dijeron que era una testigo esencial de una explosión terrorista en Grecia. Pero yo no me lo creí. La agencia no actúa de ese modo. Nunca he visto un centro de detención como ese. Creo que están utilizando recursos del Gobierno para sus asuntos extraoficiales. Estuve a punto de informar a los altos cargos. Pero no lo hice.

—¿Por qué no?

—Por lo que le ha pasado a Josh Greenberg. No lo conocía mucho, pero parecía un buen tipo. Jones le disparó en la cara.

—Parece que a Jones le gusta dispararle a la gente en la cara —dijo Ben.

—Cuando ocurrió eso, me asusté demasiado como para pensar con claridad. Me sentía sola. Ojalá hubiera hecho algo.

—Conozco ese sentimiento.

—No sabía en quién podía confiar. Y entonces, de repente, nos comunican que todos regresamos a Georgia. Fue cuando te descubrieron. El resto ya lo sabes.

—Te recuerdo del día que me cogieron —dijo Ben—. Me acuerdo de tu mirada. Vi que eras diferente.

Alex lo miró.

—No debí dejar que te cogieran aquel día. Debí haber hecho algo.

—No había mucho que pudieras hacer. Habrías acabado como esos dos polis. Esa gente está matando a cualquiera que se ponga en su camino.

Alex miró fijamente, a través de la luz de la lumbre, la silueta durmiente de Zoë.

—No sé qué coño tiene que ansían tanto —dijo ella—. Pero lo quieren por encima de todo.

—Quizá incluso más de lo que tú crees —dijo Ben.

Se pasó los siguientes quince minutos contándole a Alex todo lo que había ocurrido. Ella lo miraba pasmada por el horror mientras él le describía la explosión. Luego continuó. Un detalle incomprensible tras otro. Se lo explicó todo. Lo de Skid McClusky, Clayton Cleaver, los cien millones de Augusta Vale, el descubrimiento de Zoë, el chantaje.

Ella escuchó atentamente cada palabra. Para cuando Ben acabó, Alex lo miraba perpleja, tratando de comprender la gravedad del asunto.

—Es muy extraño —dijo ella en voz baja—. Nada tiene sentido. ¿Por qué querrán un trozo de cerámica? ¿Por qué es tan importante para ellos un oscuro asunto teológico?

—¿Durante cuánto tiempo ha estado vigilando tu equipo a Cleaver?

—Meses.

—Por eso descubrieron a Zoë. Captaron su llamada para chantajearlo. Entonces, cuando Skid McClusky fue al despacho de Cleaver para entregar la caja, ya estaban vigilando. Ellos son los que fueron a por McClusky. Y si su novia no hubiera aparecido, lo habrían torturado hasta la muerte.

Alex arrugó la frente, concentrándose.

—Entonces, lo que estás diciendo es que lo de Zoë es simplemente secundario.

—Cleaver es la clave —dijo Ben—. Todo gira en torno a él, pero creo que él ni siquiera lo sabe. La pregunta es por qué lo vigilaban desde el primer momento.

Se quedaron callados mientras ambos trataban de comprender aquello.

—Están planeando algo —dijo ella—. Lo sé.

—¿Planeando qué?

—Ojalá lo supiera.

—¿Quién es Slater?

Alex lo miró con gesto inexpresivo.

—Estaba con Jones en el hotel. Es pelirrojo, bajo y llevaba un traje elegante. No parece ni un poli ni un agente. Está al mando. Jones sigue sus órdenes.

—Nunca he oído hablar de ningún Slater —dijo ella.

Ben tenía calambres en el hombro y trató de ponerse cómodo apoyándose en la dura pared de la cueva. Aquel dolor horroroso se le clavaba como un cuchillo, tenía escalofríos. De pronto, estaba agotado por el esfuerzo mental de tratar de resolver todo el asunto.

Alex lo miró preocupada.

—Te duele mucho, ¿verdad? Queda un poco de codeína.

—Guárdala para mañana —murmuró él.

—Deja que le eche un vistazo.

—Estoy bien —protestó él.

—No voy a dejar que te mueras mientras estés conmigo, Ben. Te necesito tanto como tú me necesitas a mí.

Estiró el brazo y empezó a desabotonarle la camisa manchada de sangre. Él se resistió, pero luego cedió y se recostó mientras ella le quitaba la camisa y las vendas con mucho cuidado.

—Ya has hecho esto antes —dijo él débilmente.

—Tres años en la facultad de medicina, hasta que abandoné para vivir aventuras, para viajar por el mundo. Es lo más tonto que he hecho en mi vida. —Encendió la linterna y le alumbró el pecho y el hombro—. Y a ti ya te han disparado antes —añadió al ver las cicatrices blancas en su torso.

—Dos veces. Esta es una herida de metralla.

—Bonita colección —dijo ella. Examinó la herida atentamente—. Creo que no hay hemorragia interna, Ben. Pero hay que sacar la bala. Deberías ir al hospital.

—Ni hablar —murmuró. Pero estaba demasiado débil para protestar.

Alex le puso una manta debajo de la cabeza y él se acostó mientras ella lo volvía a vendar, enrollando la gasa con habilidad hasta conseguir un vendaje tenso y seguro. Luego lo ayudó a ponerse la camisa y lo tapó con una manta.

—Deberíamos dormir un poco —susurró ella.

Ben se quedó mirando la llama temblorosa de la lumbre mientras ella preparaba una cama de hojas de helecho y se acomodaba encima. Tras unos minutos, el continuo subir y bajar de su cuerpo bajo la manta le indicó que ya estaba dormida. Ben se quedó despierto un buen rato, escuchando los lejanos aullidos de los coyotes.

En algún momento de la noche se despertó y vio que Alex lo estaba mirando fijamente bajo el débil resplandor del fuego. Tenía la cabeza apoyada en las manos, el pelo le cubría el rostro. Las últimas llamas temblaban en sus ojos.

—Estabas soñando —susurró ella soñolienta—. Con alguien a quien amas.

Él no contestó.

—¿Estás casado? —murmuró—. ¿Te espera alguien en casa?

Él dudó antes de contestar.

—No, no tengo a nadie esperándome. ¿Y tú?

—Había alguien —contestó—. Donde vivo, en Virginia. Se llamaba Frank. Supongo que nunca tuvimos mucho futuro. Se acabó hace un par de años. No nos veíamos nunca, él tenía su trabajo como veterinario y yo siempre estaba en la sede o trabajando fuera en alguna misión. Eso acabó con nosotros. —Sonrió débilmente—. Supongo que le entregué mi corazón a la agencia.

—Yo lo hice una vez —dijo Ben—. Se lo di todo a una insignia. Y entonces, un día te das cuenta de lo poco que significa.

Se quedaron callados durante un rato.

—Jones dijo algo sobre ti —comentó ella en voz baja.

—¿Qué dijo?

—Dijo que eras uno de los hombres más peligrosos que siguen vivos.

Él negó con la cabeza.

—Los hombres como Jones son los peligrosos.

—He visto tu expediente.

—Eso es mi pasado, Alex. No soy yo.

Alex levantó un poco la cabeza y se apartó el pelo de la cara.

—Entonces, Ben Hope, ¿quién eres realmente?

—Todavía lo estoy averiguando —susurró. Luego se dio la vuelta y cerró los ojos.