Se escuchó un grito fuera del despacho. Simmons y Jones se miraron fijamente durante medio segundo, luego Jones agarró el pomo de la puerta y los dos salieron rápidamente al pasillo. Afuera ya era de noche, y la oscuridad en el edificio era cada vez más profunda. Jones le dio a un interruptor. No pasó nada. Maldiciendo, trató de ver en la oscuridad.
—¿Bender? —lo llamó en voz baja.
No hubo respuesta.
El blanco de los ojos de Simmons brillaba en la oscuridad.
—¿Dónde se habrá…?
No acabó la frase. Jones notó las húmedas gotas de sangre salpicándole la cara casi antes de percibir el ruido sordo del disparo. Simmons chocó contra él, emitiendo un horrible borboteo gutural y arañándole el brazo, y luego se desplomó en el suelo. Dio un par de patadas al aire y, a continuación, el borboteo se convirtió en un estertor de la muerte y dejó de moverse.
—¡Te mataré! —gritó Jones.
Levantó la pistola, apuntando hacia delante, y no dejó de disparar de un modo frenético hasta vaciar el cargador. Luego lo sacó, puso uno nuevo y disparó otras quince veces más al pasillo, tan rápido como podía apretar el gatillo.
La pistola caliente volvió a vaciarse. Se quedó allí de pie, respirando con dificultad, jadeando. El pasillo se estaba oscureciendo rápidamente. Aparte de un rayo de luz gris y apagada que llegaba de una de las ventanas cubierta de telarañas, estaba del todo a oscuras. Se dio la vuelta, avanzando a tientas. Volvió a intentar encender el interruptor desesperadamente. Nada.
Entonces fue cuando sintió el frío acero del filo de un cuchillo en la garganta. Se quedó paralizado, con la mano todavía en el interruptor.
—Sabía que volverías aquí —dijo una voz justo detrás de él—. Por eso he quitado todas las bombillas del pasillo.
Jones quería tragar saliva, pero podía notar el borde del acero presionándole suavemente la tráquea.
—¿Hope? —susurró.
—Premio —dijo Ben—. Si vas a encerrar a un hombre en una cocina, no dejes cuchillos afilados a la vista. Alguien podría cortarse.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Jones con voz temblorosa.
—Te voy a cortar la cabeza.
Jones se balanceó, mareado por el miedo.
—A no ser que me lleves donde está Zoë —dijo Ben.
—La están vigilando —dijo Jones con voz entrecortada.
—Quizá pueda convencerte de que retires a tus hombres —dijo Ben—. Luego voy a sacarla de aquí y tú vas a venir con nosotros, así me cuentas lo que está pasando aquí.
—Yo solo obedezco órdenes. Slater es el tipo que quieres.
—Me encargaré de él en su momento —dijo Ben—. Pero creo que tú sabes bastante. Quizá probemos ese suero de la verdad contigo.
—Hope, estás muerto, cabrón.
—No antes que tú. Ahora, muévete. —Ben lo empujó por el pasillo.
Ya en el ascensor, Jones apretó el botón para ir al segundo piso. Ben introdujo el cuchillo de cocina en su bolsa y mantuvo una de las Berettas apuntando directamente a la cabeza del agente.
Las puertas se abrieron rechinando. Ben cogió a Jones de la muñeca y le giró el brazo hacia atrás bruscamente. Lo sacó del ascensor a empujones, sin dejar de apuntarle con la pistola. Salieron a un pasillo blanco. El aire estaba impregnado de olor a pintura fresca. Toda la planta superior había sido redecorada, pero con prisas.
—¿Qué hay aquí arriba?
—Solo la chica —contestó Jones—. Y veinte agentes. No tienes ni una puta oportunidad.
—He encontrado putas oportunidades durante toda mi vida —dijo Ben—. Cállate y anda.
Jones caminó despacio, respirando con dificultad y sudando por el dolor que sentía en el brazo que Ben le retorcía a un milímetro de rompérselo. Más adelante, el pasillo avanzaba hacia la izquierda. Ben quitó el seguro de la pistola sin hacer ruido, tenía todos los músculos en tensión, no dejaba de observarlo todo. Notó que el agente se ponía tenso y supo que estaban cerca. Soltó a Jones y cogió la segunda Beretta.
Doblaron la esquina. A diez metros, el pasillo acababa en la habitación treinta y seis. Entre la puerta y ellos había tres agentes: dos hombres y una mujer. Al verlo allí de pie con Jones, levantaron las pistolas. De pronto, el pasillo se colmó de gritos.
Ben los recordaba de antes, en especial a la mujer. Llevaba la melena pelirroja recogida en la espalda bajo una gorra de béisbol. La 9 mm que sujetaba parecía descomunal en sus pequeñas manos, pero se notaba que sabía manejarla. Tenía sus ojos azules clavados en los de Ben, que trató de leer su mirada.
Ben avanzó hacia ellos, utilizando el cuerpo de Jones a modo de escudo. Con la pistola de la izquierda le presionaba fuertemente la base del cráneo y con la de la derecha apuntaba hacia el pasillo, hacia las tres pistolas que lo apuntaban a él.
—Solo quiero a Zoë —gritó—. Y luego se acabó.
Se movió despacio. Cinco metros. Sentía el pulso en las sienes. Los agentes tenían el rostro tenso, los nervios de punta. Los dedos en los gatillos, las bocas de fuego preparadas. Un desliz, un disparo, y nadie saldría vivo del frenético intercambio de balas a tan corta distancia.
—¡Apártate de él y suelta la pistola! —gritó uno de los hombres.
Ben vio el destello en sus ojos en el mismo instante en que sintió el repentino movimiento detrás de él. Reaccionó una milésima de segundo tarde. Todo ocurrió al mismo tiempo. Una mano le agarró con fuerza el brazo izquierdo y apartó la pistola de la cabeza de Jones. Al mismo tiempo, un puño le golpeó de lado en la oreja y su visión explotó en un destello de luz blanca. Jones se deshizo de él como pudo. Una descarga cerrada de disparos silenciados, balas atravesando el pasillo, por todas partes. Un impacto agudo en el hombro izquierdo al notar que una bala de 9 mm lo perforaba y se le metía en el deltoides.
Ya se preocuparía de eso más tarde. Disparó a quemarropa al agente que le había atacado por la retaguardia. El tipo se desplomó. Ben lo cogió al caer, le dio la vuelta y sintió el impacto cuando las balas aporrearon el cuerpo del hombre. Pero lo pillaron desprevenido y el agente muerto se cayó al suelo encima de él. El golpe hizo que se le escapara la pistola de la mano izquierda. Mientras luchaba por quitarse de encima el cadáver a patadas, vio que Jones corría por el pasillo en dirección al ascensor.
Los tres agentes estaban avanzando, apuntándole directamente con las pistolas. La mujer tenía el gesto muy serio.
Cero probabilidades. Tres pistolas contra una. No había manera de que pudiera derribarlos a todos antes de que lo cogieran. Tumbado bocarriba, levantó la Beretta con una mano y disparó, derribando al hombre de la izquierda. Cambió la línea de tiro a ciegas.
Demasiado tarde. Pudo ver el dedo del otro hombre tensándose en el gatillo. Las balas atravesarían el aire. Estaba muerto.
Entonces todo cambió.
La mujer retrocedió un paso, se volvió y le metió una bala entre los omóplatos al agente que tenía al lado, que abrió la boca de golpe por el impacto. Se le cayó el arma de las manos. Se desplomó bocabajo.
Luego silencio. Solo quedaban ellos dos vivos en el pasillo.
Ben se puso de pie, mirándola con recelo. Parpadeó para quitarse el sudor de los ojos y levantó la pistola con una mano en el mismo instante en que ella le apuntaba a él con la suya.
Caminaron en círculo durante unos segundos uno enfrente del otro, en un silencioso punto muerto, con las bocas de las pistolas casi rozándose. Ben era consciente de que la sangre le caía a borbotones por el brazo izquierdo y le goteaba entre los dedos. El suave sonido de las gotas chocando contra el suelo era lo único que se escuchaba en el pasillo lleno de humo.
—Baja el arma —dijo él.
—Bájala tú primero —replicó ella con voz firme.
—Todos están muertos. Solo quedáis tú y Jones.
—¿Quién coño eres, Ben Hope?
—Simplemente alguien que está buscando a Zoë Bradbury.
—¿Quieres sacarla de aquí? Yo también.
—Demuéstramelo.
Ella se agachó, muy despacio, y dejó la pistola en el suelo. Luego dio un paso hacia atrás y se quedó mirándolo.
—¿Lo ves? Estoy de tu parte —dijo ella—. Confía en mí.
Siguió apuntándola con el arma, con el ceño fruncido y confuso.
—¿Quién eres tú? ¿Por qué estás haciendo esto?
—Me llamo Alex Fiorante, soy de la CIA. No soy uno de ellos.
—Y pretendes que me lo crea, Alex.
—Esta gente no pertenece oficialmente a la Agencia. Es una especie de unidad corrupta.
Ben se quedó callado unos segundos, respirando con dificultad, sin dejar de apuntarla con la pistola.
—¿Dónde está Zoë?
—Justo detrás de esa puerta —contestó señalando con el dedo—. ¿Quieres sacarla de aquí? Pues hagámoslo. No tenemos mucho tiempo.
—Quiero saber lo que está pasando —dijo él.
—Te contaré todo lo que sé, pero después.
Ben se agachó y recogió la pistola que ella había dejado. Cada movimiento del brazo izquierdo le provocaba un dolor atroz.
Alex observó cómo se guardaba su pistola en el cinturón.
—Puedes confiar en mí, te lo juro.
—Quizá lo haga —dijo él—. Pero creo que todavía no estamos en ese punto. Abre la puerta.
Alex se agachó junto a uno de los agentes muertos y le dio la vuelta al pesado cadáver con un gruñido. Metió la mano en uno de los bolsillos traseros y sacó una llave, con los dedos manchados de la sangre del hombre. Se limpió en la ropa de él, recorrió los dos pasos que la separaban de la puerta y la abrió.
—Tú primero —dijo Ben.
Alex entró y él la siguió, apuntándole a la espalda y echando un vistazo a la celda de Zoë.
Estaba vacía.