Ben casi sentía lástima por los dos hombres muertos. No sabía con qué tipo de gente estaban acostumbrados a tratar, pero habían sido demasiado lentos. Ni siquiera lo habían visto venir.
Los había dejado en el mismo lugar donde habían caído; encontró la llave en el bolsillo del grandullón y cogió las dos Berettas con silenciador que llevaban en la mano. Ambas estaban totalmente cargadas. Hizo un gesto de asentimiento para sí mismo, se metió una pistola en el bolsillo derecho y la otra en el bolsillo trasero. Echó un vistazo rápido a la cocina. Cogió el cuchillo que había clavado en la vieja tabla de cortar. El filo serrado de acero inoxidable todavía estaba afilado. Se lo puso con cuidado en el cinturón.
Ya había planeado el camino para la escapada. Se dirigió hacia una ventanilla cuadrada que había en la pared de la cocina, tiró hacia arriba para abrir la puerta metálica corredera y apareció el montaplatos. Al lado del agujero de menos de medio metro cuadrado había un viejo panel polvoriento con tres botones de plástico, dos de ellos con forma de flecha, una apuntando hacia arriba y otra hacia abajo; en el de en medio la palabra «Stop» aparecía casi borrada.
Apretó el botón de arriba con la palma de la mano, con la esperanza de que aquella cosa funcionara después de tantos años. Se escuchó un ruido metálico sordo, el montaplatos dio una sacudida y subió un par de centímetros antes de que apretara el botón de «Stop».
Esto servirá, pensó. El espacio era lo bastante grande como para meterse dentro. Apestaba a grasa de años, a humedad y a excrementos de rata. Sacó el brazo, buscó con la mano la flecha que apuntaba hacia arriba y apretó el botón. Notó la sacudida del montaplatos y la sensación de subir. Volvió a meter el brazo rápidamente mientras veía cómo descendía la pared. Una visión fugaz de ladrillos y luego oscuridad. El montaplatos ascendía, acompañado de mucho ruido y vibraciones. A oscuras, cogió una de las pistolas y volvió a revisarla. No sabía con qué podría encontrarse al llegar arriba.
De algún punto del techo llegó un chirrido como si los cables estuvieran a punto de romperse. Se preparó, pero no ocurrió nada. El montaplatos vibró y luego se paró. Estiró el brazo, empujó suavemente y abrió un par de puertas dobles de menos de medio metro cuadrado. No se había equivocado. Se encontraba en el bar de un hotel, en una pequeña zona de servicio detrás de la barra. Salió por la ventanilla, agradecido de estar fuera de aquel espacio claustrofóbico, y se agachó en el polvoriento suelo de detrás de la barra.
Supuso que estaba en la planta baja. ¿Dónde tendrían retenida a Zoë? ¿En una de las habitaciones de arriba? Era una suposición, y muy imprecisa, pero era lo único que tenía. Por lo menos estaba cerca. Lo único que se interponía en su camino era una docena de pistolas. Ya se preocuparía de eso conforme fueran apareciendo.
Quitó el seguro de su arma y salió sigilosamente por la puerta de la barra, moviendo la boca del arma de izquierda a derecha, inspeccionando la zona por la línea de tiro mientras recorría con cautela el oscuro pasillo. Se mantuvo oculto en la oscuridad, apoyado contra la pared, con los sentidos completamente alerta, la pistola delante de él, recurriendo a la habilidad para avanzar con el completo silencio que lo había hecho legendario en su antiguo regimiento. Podía escuchar los pasos corriendo y las voces que llegaban del vestíbulo. Se habían dividido para buscarlo. Quizá en grupos de dos o tres hombres, al menos dos grupos con quienes no tuvieran que vigilar la habitación de Zoë.
Más adelante, el pasillo formaba una ele y se abría a otro pasillo más ancho con puertas a ambos lados. Una de ellas estaba entreabierta y dejaba escapar un rayo de luz polvorienta de lo que una vez debió de ser una sala de televisión.
Se quedó totalmente quieto. Alguien se acercaba por el otro lado. Tres hombres corriendo. Retrocedió hacia la oscuridad; la luz de la puerta abierta creaba suficiente contraste para ocultarlo. Al pasar corriendo junto a él, pudo haberlos tocado con solo estirar el brazo, pero dejó que pasaran. Quitó el seguro de la pistola sin hacer ruido.
Cuando tuvo al tercer hombre a dos metros de distancia, dio un paso hacia el pasillo, levantó la pistola y le disparó en la parte de atrás de la cabeza. El hombre se desplomó, cayó al suelo y el linóleo crujió por el peso del cuerpo muerto. Antes de que los otros dos pudieran darse cuenta de lo que había ocurrido, Ben disparó dos veces más, con tal rapidez que el disparo de la pistola con silenciador se escuchó más como un solo ruido sordo y prolongado que como dos disparos diferentes. Ambos cuerpos se sacudieron, chocaron el uno contra el otro y se desplomaron. Una pistola se deslizó por el polvoriento suelo.
Ben recogió las armas. Más Berettas, todas del mismo modelo. Sacó los cartuchos de las tres pistolas y se los guardó en los bolsillos. Luego pasó por encima de los tres cadáveres y los observó desde arriba.
Nunca le había gustado el disparo de precaución en la cabeza. Era algo que le habían enseñado hacía mucho tiempo. Nunca había querido volver a hacerlo. Pero toda táctica militar desde tiempos remotos decía que era lo correcto para asegurar que el enemigo no se levantara una vez derribado. Era una matanza, pero tenía todo el sentido del mundo.
Tres disparos en la cabeza a quemarropa con una pistola de gran potencia ensucian mucho más que lo que se ve en las películas. Protegiéndose la cara para que no le salpicara la sangre, hizo el trabajo rápidamente, pasando de un cuerpo inerte al siguiente. Las balas con punta hueca de 147 granos con envuelta parcial partieron en dos los cráneos y lanzaron sesos por toda la pared. El pasillo se llenó de un desagradable hedor a sangre y muerte.
Todavía quedaba más por venir. Continuó.