Tras lo que pareció un milenio vagando a la deriva en un universo de pesadillas y sueños inconexos, Ben se despertó bruscamente por el sonido de unas voces. Se incorporó de golpe y de lo primero que se percató fue de que estaba tumbado en un colchón sin sábanas arrinconado en una sombría habitación. Lo siguiente de lo que se dio cuenta fue de que tenía las muñecas encadenadas a la pared. Miró las esposas de acero que le pellizcaban la carne. Siguió con la mirada las largas cadenas desde la muñeca izquierda, subiendo por la pared llena de marcas y rodeando la robusta tubería de metal, hasta acabar en la muñeca derecha. Tiró de la cadena. La tubería era sólida.
Su reloj marcaba las ocho y treinta y seis de la tarde. Cinco horas y media desde que lo atraparon. ¿Dónde coño estaba?
Empezó a orientarse conforme se iba despejando. Estaba prisionero en lo que parecía una especie de cámara frigorífica para guardar carne. No había ventanas, solo una puerta con una placa de aluminio remachada. Daba la impresión de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había utilizado para almacenar algo. El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo y de las paredes colgaban telarañas. Aquel lugar estaba impregnado del olor a humedad y ratas característico de un edificio que ha permanecido vacío durante años.
Las voces que llegaban de afuera se oían cada vez más alto. Pasos. Sombras en la raya de luz bajo la puerta de metal. Se escuchó el sonido de un candado, luego la puerta se abrió con un ruido metálico y dos grandullones entraron a grandes zancadas. Uno era delgado y fuerte, se le marcaban las venas de las manos, que parecían garras, y llevaba el pelo canoso cortado al rape. El otro parecía un levantador de pesas fracasado que se hubiera pasado el mismo tiempo comiendo hamburguesas con queso que levantando pesas, ciento treinta y cinco kilos de músculo mantecoso coronado por una minúscula cabeza calva con una perilla oscura.
Ambos vestían traje oscuro, camisa blanca y una sombría corbata. No iban a correr ningún riesgo. El enjuto y fuerte se quedó de pie a unos metros de distancia y apuntó a la cabeza de Ben con su pistola mientras el musculoso se acercaba a él, se agachaba con cuidado y abría la esposa de la muñeca izquierda.
—El servicio de habitaciones de este sitio es horrible —dijo Ben.
El tipo fornido mostró una leve sonrisa de satisfacción. Sin decir ni una palabra, le quitó la esposa de un fuerte tirón y la sacó por el extremo de la cadena a través del hueco entre la pared y la tubería.
Ben los observó. Sus movimientos eran enérgicos, expertos, profesionales. Con las manos libres, durante un instante, estuvo tentado de hacer un movimiento contra ellos. El mantecoso, lo suficientemente cerca de Ben como para que pudiera oler la grasa en su aliento, no supondría ningún problema. Pero por el modo en que el enjuto y fuerte le apuntaba con la pistola, muy concentrado en su objetivo, con las yemas de los dedos blancas presionando el negro acero, supo que cualquier movimiento que hiciera sería también el último.
El grandote lo agarró de la muñeca que tenía libre y volvió a ponerle la esposa, tan apretada que le dolió. Luego estiró el brazo, agarró a Ben de la camisa con la mano rolliza y lo levantó de un tirón.
—Andando —dijo con voz profunda. Ben lo miró a los ojos. Tenía la mirada vacía—. Andando —repitió, empujándolo con su enorme mano.
La pistola no dejaba de apuntarle mientras salía de la cámara frigorífica y, de pronto, se encontró rodeado de utensilios de cocina industriales.
Al igual que la cámara, la cocina parecía descuidada y abandonada. Las bolsas de basura apiladas en los rincones habían sido destrozadas hacía mucho tiempo por las ratas y ratones, la basura estaba esparcida por las baldosas polvorientas. Había más basura apilada en las encimeras y en los fregaderos, que no habían visto el agua en años. La batería de cocina y la cristalería estaban colocadas en las estanterías cubiertas de telarañas. Había un cuchillo clavado en una vieja tabla de cortar llena de moho.
Estaba en un restaurante, o en un hotel. Dondequiera que estuviera, aquel lugar había cerrado sus puertas muchísimo tiempo antes. Hacía frío y no solo por la humedad de las paredes. ¿Dónde estaba?
Los dos hombres lo empujaron por la cocina y abrieron unas puertas dobles que conducían a un tenebroso pasillo. En la penumbra se veía la puerta metálica de un viejo ascensor de servicio. El tipo musculoso pulsó el botón de la pared y la puerta se abrió por la mitad. Ben notó la pistola en la espalda y entró.
El ascensor tenía el mismo olor putrefacto que la cocina. Ben recorrió los tres pasos hasta el rincón del fondo, se dio la vuelta y se apoyó en la pared. La pistola que sujetaba el enjuto y fuerte seguía apuntándole a la cara desde el otro lado del ascensor. El musculoso les siguió, su peso hizo que el suelo vibrara. Pulsó el botón. El ascensor emitió un zumbido y traqueteó bajo sus pies. Ninguno dijo nada. Al llegar a la planta baja, la puerta se abrió y Ben salió de un empujón a otro pasillo. Las paredes estaban salpicadas de moho negro y el hedor asilvestrado de ratones y ratas era incluso más intenso.
—Sigue andando —dijo el tipo musculoso, que iba delante.
Ben caminaba despacio, notando la pistola en la espalda, asimilando el entorno. Lo condujeron a un segundo ascensor y lo llevaron a la primera planta, por otro sombrío pasillo. Pasaron varias puertas. Viejas habitaciones de hotel, con los números en placas de latón ennegrecidas por la falta de lustre. El tipo musculoso se paró en la habitación treinta y seis y llamó a la puerta. Una voz contestó desde el interior; Ben escuchó pasos y entonces, la puerta se abrió.
Un hombre alto y delgado con el pelo liso estaba de pie en la puerta.
—Te conozco —dijo Ben—. ¿Qué tal tus dientes?
Jones frunció el ceño, mostrando los huecos de la boca.
—Hacedlo entrar —les ordenó a los otros dos.
Su voz se escuchaba húmeda y distorsionada por la hinchazón de los labios. Metieron a Ben a empellones y lo sentaron de un empujón en una silla. Se quedó allí tranquilamente, con la cadena en el regazo.
Estaba en un despacho improvisado. En la habitación no había muchos muebles, únicamente algunas sillas, un escritorio barato y una mesa con un reproductor de deuvedés y un monitor. Supuso que no lo habían llevado hasta allí para que viera una película.
Jones cerró la puerta y se colocó en medio de la habitación, frotándose los labios y la mandíbula, con la mirada llena de odio. Ben no reconoció al otro hombre. Estaba sentado al escritorio, con una sonrisa burlona que mostraba una blanca dentadura en un gesto casi jovial. Seguramente le faltaba poco para llegar a los cuarenta, era delgado, no muy alto, vestía ropa cara y tenía el pelo de un vistoso color rojizo. Llevaba un grueso reloj de oro en la muñeca, con el bisel salpicado de diamantes. Tenía el aspecto de un hombre inteligente que no necesita utilizar la fuerza bruta para estar al mando pero que se encuentra muy acostumbrado a dar órdenes. De alguien que siempre va un paso por delante, que lo tiene todo bien calculado por adelantado. De alguien muy peligroso.
—Bonito lugar —dijo Ben.
El hombre amplió su sonrisa.
—¿De verdad lo crees?
Su voz era nasal y gesticulaba mucho al hablar.
—Lo digo porque siendo inglés… Personalmente, creo que es un agujero de mierda. Es increíble lo que me cuesta. En cuanto haya acabado aquí, uno de mis hombres me llevará volando los ciento treinta kilómetros que me separan de la civilización.
—Veo que te gusta hablar —dijo Ben.
—Tú también hablarás —contestó el hombre. Su sonrisa desapareció convirtiéndose en un simple surco.
—Creo que no nos conocemos.
—Me llamo Slater. Creo que ya conoces al agente Jones. —Slater se sacó una chocolatina del bolsillo y empezó a quitarle el envoltorio—. ¿Te gusta el chocolate, Hope?
Ben negó con la cabeza.
—Y creo que no deberías dejar que Jones coma. Su dentista no lo aprobaría.
Jones le lanzó una mirada feroz. Slater sonrió.
—Muy bien, me gusta que tengas sentido del humor, pero no he venido aquí para reírme. No lo pongas más difícil. Créeme, será mucho más agradable si no te andas con gilipolleces.
—No vas a conseguir mucho de mí —dijo Ben.
—Bueno, yo creo que sí —contestó Slater—. Comandante.
—No soy comandante. Soy estudiante de teología.
—De acuerdo. —Slater se rio entre dientes—. Entonces, el Benedict Hope que aparece en el ordenador de la CIA tiene que ser otro, con tu misma cara.
—Es la verdad —dijo Ben—. Ahora soy un simple estudiante de teología.
—Un religioso normal y corriente.
—Intento serlo —dijo Ben—. Y vosotros me estorbáis.
—¿Estuviste hablando con Clayton Cleaver sobre teología?
—Se podría decir que sí.
Slater se puso serio de repente.
—¿Por qué estás trabajando con Zoë Bradbury?
—Estáis muy alejados de la verdad. Yo no estoy trabajando con ella. La estoy buscando, pero apenas la conozco. Hasta hace ocho días, no la habría reconocido por la calle.
—Así que dos tipos del SAS recorren un largo camino hasta una isla griega buscando a alguien que casi no conocen, simplemente es eso.
Ben se encogió de hombros. No había razón para mentir.
—Como ya he dicho, soy estudiante. Su padre es uno de mis tutores. Cuando desapareció, me pidió que fuera a buscarla a Corfú. Le dije que no, y envié a un viejo colega que necesitaba trabajo. Se encontró con problemas, así que fui para ayudarle.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. —Ben le lanzó una dura mirada a Slater—. Y entonces alguien hizo que saltara por los aires. Pensé que había sido Clayton Cleaver. Por eso fui a hablar con él. Pero me equivoqué. Ahora tengo una teoría diferente. Creo que vosotros matasteis a Charlie, al igual que matasteis a Nikos Karapiperis y a todos los demás inocentes, porque queríais saber dónde puso Zoë los restos de los ostraca con los que estaba chantajeando a Cleaver.
Ben hizo una pausa.
—Ahora que he respondido tus preguntas, contesta tú las mías. ¿Para qué queréis los ostraca? ¿Por qué hacéis todo esto? ¿Es que a la agencia le ha dado de repente por la religión?
—Eso no te importa —dijo Slater.
—Si queríais lo que tenía, tendríais que haber pensado en preguntarle dónde lo tenía antes de matarla.
Slater frunció la boca.
—¿Qué te hace pensar que la hemos matado?
—Si estuviera viva, no necesitaríais que yo os contara nada.
—Está viva —contestó Slater—. Y no solo eso, sino que está justo aquí. La verás muy pronto.
Ben empezó a pensar frenéticamente. Está viva. Había una posibilidad. Las opciones rebosaban en su cabeza, pero no dejó que Slater intuyera lo que estaba pensando.
—¿La tenéis retenida dos semanas y no podéis hacer que hable? Pensaba que erais unos tipos duros.
Jones lo señaló con el dedo.
—Nos lo vas a contar tú, gilipollas.
—Deberías mantener la boca cerrada, Jones —dijo Ben—. No es que fuera una vista precisamente bonita antes de que te machacara los dientes, pero ahora es una monstruosidad. —Se giró hacia Slater—. Creo que ya lo pillo. Ella no sabe nada, ¿verdad?
Slater se limitó a mirarlo sin inmutarse mientras masticaba la chocolatina.
—El escúter que alquiló en Corfú desapareció al mismo tiempo que ella —continuó Ben—. Así que supongo que iba de camino a encontrarse con Nikos Karapiperis cuando tus hombres intentaron atraparla. Expertos como aquí el señor Jones. Supongo que la asustaron, a ella le entró el pánico y tuvo un accidente. Y la razón por la que no os cuenta nada es porque no lo recuerda. Tiene amnesia por el golpe en la cabeza y teméis que no recupere la memoria. Básicamente, estáis jodidos.
Slater se cruzó de brazos.
—Eres un hombre muy inteligente, eso es seguro. Es una pena que no podamos darte trabajo en nuestro equipo.
—Más inteligente que tú —dijo Ben—. Una jaula repleta de monos podría haberlo hecho mejor. Pero eso es lo que ocurre cuando contratas a un pedazo de mierda estúpido como Jones para que te haga el trabajo sucio.
—Un hombre en tu situación debería intentar contentarme —dijo Slater—. Y tú no lo estás haciendo.
—Ni siquiera he empezado —contestó Ben—. Estás perdiendo el tiempo conmigo. Aunque supiera lo que quieres saber, no te lo contaría.
—Incluso los tipos inteligentes se pueden hundir en la mierda, y tú estás hasta el cuello. Podemos enterrarte para siempre. Has disparado a dos polis, para empezar.
—Ese fue Jones —dijo Ben—. Él es el tipo duro aquí.
—Tenemos a todo un grupo de testigos que te vieron matar a dos agentes a sangre fría —dijo Slater—. Y luego está el asunto de los dos agentes desaparecidos en Grecia. Supongo que también fuiste tú.
Ben no contestó.
Slater sonrió abiertamente.
—¿No te acuerdas? ¿Tú también te has dado un golpe en la cabeza? A ver si esto te refresca la memoria.
Le hizo un gesto a Jones, que apuntó con el mando a distancia hacia el monitor de pantalla plana que había en la mesa. Se encendió y Ben reconoció enseguida la escena. Eran imágenes nítidas en color de él y de Charlie sentados en la mesa de la cafetería en Corfú. No había sonido.
Slater lo dejó puesto durante unos segundos, y Ben se vio a sí mismo moviéndose en la silla mientras Charlie le explicaba la historia. Luego el niño con la pelota pasaba y, momentos después, vio como se levantaba de un salto y salía corriendo hacia la carretera para salvarlo de la furgoneta que venía. Charlie estaba de pie. Era el momento exacto antes de la explosión.
—Vale, me has convencido —dijo Ben.
No quería que le recordaran ese momento. Ya lo había revivido bastante durante los últimos días.
Jones retiró los labios llenos de costras de los dientes rotos. Apuntó con el mando y puso en pausa el vídeo justo cuando la onda expansiva estallaba por la terraza de la cafetería y alcanzaba a Charlie, haciéndole trizas y convirtiéndolo en una nube roja borrosa. La imagen congelada. Jones la miró fijamente con cierto gesto de satisfacción.
Ben miró la pantalla. Estaba viendo la explosión de una manera totalmente distinta. Cuando la bomba explotó, él estaba al otro lado de la carretera cubierto por la furgoneta, con la cabeza agachada mirando al suelo. No había visto casi nada.
Aquella imagen se tomó desde un ángulo completamente diferente. Mostraba la dirección de la explosión y le estaba diciendo a Ben dónde había estado la bomba exactamente. Los recuerdos lo inundaron. Se acordó del niño con la pelota. Del hombre en la mesa de al lado con el portátil. Recordó el modo en que le había gritado al niño. Sobre todo, se acordó de la mirada feroz en los ojos de aquel hombre.
Nunca olvidaría su cara. Y desde ahora mucho menos.
No se había dado cuenta antes de que el hombre se había escabullido mientras Charlie y él habían estado inmersos en su conversación. Eso es lo que hace la gente en las cafeterías, se acaba su bebida y se va, cada mesa es un mundo independiente y privado. No había nada de raro en eso. Pero ahora deseaba haberse fijado más. Congelada en la pantalla, vista en el momento exacto en que se hacía añicos y arrojaba fuego y muerte por toda la terraza, la funda del portátil era un borrón oscuro bajo la mesa vacía.
Ben apartó la vista de la pantalla y le clavó la mirada a Slater, luego a Jones.
—Entonces tenía razón. Vosotros pusisteis la bomba.
Slater hizo un gesto con la mano.
—Soy un hombre de negocios. Yo no pongo bombas. Simplemente pago a otra gente para que las ponga.
—Esta grabación fue lo último que me enviaron mis agentes antes de que desaparecieran del mapa —dijo Jones—. ¿Qué has hecho con ellos?
—Los dos están muertos, en la playa —contestó Ben—. Si te das prisa, quizá los encuentres antes de que los cangrejos acaben con lo que queda de ellos.
Slater sonrió.
—Entonces has decidido ser franco con nosotros.
—Te diré algo más —dijo Ben—. Te voy a matar en breve.
—¿Es un hecho?
—Sí. Es un hecho. A Jones también. Ya tengo vuestras tumbas preparadas.
Se hizo un silencio. Slater se puso pálido y lo encubrió con una risa nerviosa.
—Esperaba que fueras razonable. Esto no te facilitará las cosas.
—Habéis dejado que os vea las caras —dijo Ben—. De todas formas, no me dejaríais salir de aquí vivo. Aunque supiera dónde están los ostraca, que no lo sé, no os concedería el placer de decíroslo.
Slater tiró el envoltorio vacío de la chocolatina a la papelera.
—Está bien, pero hay maneras rápidas y simples de morir, y hay maneras lentas y horribles de sufrir.
—Tendré que decidir cuál te mereces —dijo Ben.
Slater suspiró.
—Dios mío, eres muy testarudo. Vale, te voy a enseñar algo más.
Volvió a hacerle un gesto a Jones. El agente pulsó otro botón y del interior del reproductor de deuvedés se escuchó un ruido sordo y un zumbido al cambiar el disco. La imagen desapareció de la pantalla durante un instante, luego apareció otra. Un primer plano de un hombre demacrado y consumido con ropa mugrienta. Estaba en una celda asquerosa, o en una jaula, agarrado a los barrotes. Una luz brillante le enfocaba a la cara, mostrando las brillantes heridas recientes, los moratones en la mandíbula y en las mejillas y el ojo derecho amoratado e hinchado.
—Lo que estás viendo pertenece a los archivos secretos de la CIA —dijo Slater—. No hace falta que sepas de qué va el asunto. La misma historia de siempre. Simplemente digamos que este tipo dispone de cierta información y que esos otros quieren sacársela. Es un cabrón duro, como tú. Ha resistido todo tipo de torturas. Cuando la cámara se aleja, se distingue la sangre que tiene a sus pies, donde le han arrancado los dedos. Aparecerá en cualquier momento… Ahí.
Ben observó las imágenes de la pantalla mientras Slater andaba de un lado a otro.
—Mira, yo soy un burócrata —dijo Slater—. Lo admito. Me gusta escuchar la verdad de la gente, pero no soy de los que se sienten cómodos rodeados de sangre y violencia, al menos a corta distancia.
—Es diferente cuando simplemente haces una llamada telefónica, ¿verdad?
Slater ignoró el comentario.
—Ahora mismo te podría hacer picadillo —dijo—. Podría hacer que te cortaran los dedos y las orejas, que te arrancaran las pelotas, que te frieran con descargas eléctricas, que te remojaran en una cuba, que te colgaran de los pulgares, toda esa mierda. Con tus antecedentes, estoy seguro de que te haces una buena idea de lo que eso implica. Pero eso le va más a Jones. Personalmente, preferiría conseguir lo que quiero sin todo ese jaleo. Me gustan las cosas limpias e impecables. Si tuviera que joder a alguien… —Slater sonrió—. Bueno, échale un vistazo a este tipo.
Ben estaba observando. Mientras Slater hablaba, los guardias con uniforme indefinido estaban obligando al prisionero de la pantalla a que se sentara en una silla. Un tercer agente entró en el plano y le clavó una jeringuilla en el cuello, empujó el émbolo hasta el final y sacó la aguja provocando que saliera un chorrito de sangre.
Slater se metió la mano en el bolsillo, sacó una botellita de color ámbar y la puso en el escritorio produciendo un ruido sordo. A continuación, metió la mano en el otro bolsillo y sacó una pequeña funda de piel. Abrió la cremallera y la dejó abierta al lado de la botella. En el interior había una jeringuilla.
—¿Sabes para qué es esto?
Ben le echó un vistazo a la botella.
—Sí, lo sé. Pero pensaba que a Jones le molestaba que habláramos de su enfermedad.
—Ah, muy gracioso. Sabes lo que es.
—He oído hablar de ello.
—Eso pensaba yo. Lo mejor de su clase. Un clásico. Difícil de conseguir. Por desgracia, el buen doctor que lo suministra no podrá unirse a nosotros. —Slater señaló la pantalla con un gesto—. Bueno, ese tipo es como tú. Afirmaba rotundamente que no sabía lo que queríamos de él. Chico, estaba muy seguro de sí mismo. Pero luego habló, menos mal. Solo necesitó una dosis. A la hora ya nos lo estaba contando todo, y luego más. Extraordinario. ¿Y sabes qué? No tuvieron que meterle ni una sola bala en la cabeza después, porque mira lo que ocurrió.
Jones volvió a pulsar un botón del mando, tres veces. La velocidad a la que pasaban las imágenes aumentó ocho veces y, de pronto, la imagen cambió: la cámara grababa desde otro ángulo, la iluminación era diferente. El mismo hombre, pero también había cambiado. Había pasado de ser un prisionero hecho polvo y aterrorizado a ser un lunático que balbuceaba y gritaba tirando bruscamente de los barrotes de la jaula, con ojos de loco, enseñando los dientes y echando espumarajos. Estaba en otro planeta.
—Demencia total —dijo Slater—. El mismo tipo, solo seis horas después. Eso es lo que provoca esta mierda. Los efectos son irreversibles, permanentes. A veces, surte efecto a la hora o así. Los más fuertes aguantan bastante más, pero antes o después, todos acaban igual. Locos de remate hasta que se mueren. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
Jones sonrió. Pausó la imagen de la pantalla, dejó el mando a distancia y cruzó los brazos con gesto de satisfacción.
—Lo entiendo —dijo Ben.
—Bien, porque quiero que pienses en ello.
—¿Pensar en que me vas a poner un combinado?
—Uno fuerte, no un simple chupito —dijo Slater—. Pero todavía no. Esto es lo que vamos a hacer. —Miró la hora en su reloj—. Son poco más de las nueve. Tienes hasta las diez para pensar en lo que te gustaría contarnos. Luego me reuniré contigo y con tu amiga Bradbury, y puedes observar mientras le inyecto este suero. Veremos lo que tiene que contarnos. Puedes escuchar. Será divertido. Y luego, cuando vuelva aquí por la mañana, te dejaré que veas lo que le ha provocado antes de que te toque a ti. —Slater sonrió—. Yo estaré lejos, bebiéndome una copa de Krug, mientras tú estarás sentado en tu celda de la planta de abajo disfrutando de tus últimas horas de cordura. Poco después, cuando estés gritando en tu jaula como un animal, yo firmaré un papel para entregarte a un manicomio estatal donde vivirás el resto de tu miserable vida, golpeándote la cabeza contra una pared acolchada.
—¿Por qué malgastar el dinero de los contribuyentes? —dijo Jones—. Deberíamos simplemente tirar su lunático culo en un callejón perdido.
—Me gusta la idea —dijo Slater con tono pensativo—. Ahora, basta de charlas. Jones, diles a tus hombres que entren.
Jones abrió la puerta. Los dos hombres que habían metido a Ben en el ascensor estaban en el pasillo.
—Llevaos a este gilipollas abajo y encerradlo —dijo. Señaló al musculoso—. Boyter, tú te quedarás fuera en la puerta. McKenzie, tú vuelve aquí lo antes posible.
—Tienes una hora —le dijo Slater a Ben.
Boyter agarró a Ben del brazo.
—Vamos, imbécil.
Ben se levantó, se sacudió de encima la mano rechoncha de Boyter y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo, se giró y miró a Slater a los ojos.
—Recuerda lo que te he dicho antes —dijo en voz baja. Luego se fue.
Jones observó con una sonrisa de satisfacción cómo Boyter y McKenzie llevaban al prisionero por el pasillo hacia el ascensor. Se giró hacia Slater, que parecía menos tranquilo que hacía un segundo.
—No te preocupes por él —dijo Jones—. Ya es historia.