36

Georgia

La explosión perforó el aire como un punzón. La cara del poli se desintegró en un amasijo rojo y su cuerpo salió propulsado hacia atrás por el impacto de la enorme bala. Cayó al suelo agitando las piernas.

A continuación, Jones amartilló el revólver 475 por segunda vez y disparó al otro policía sin darle tiempo de reaccionar. La bala le dio en el pecho, provocando que el corazón y los pulmones reventaran y salieran por la espalda atravesándole la columna. La sangre salpicó el parabrisas del coche de policía. El poli se desplomó en el suelo sin hacer ruido.

Durante un momento, nadie se movió.

El estallido del revólver recorrió el campo abierto. Los dos polis yacían inmóviles. Jones les dio la espalda.

Ben miró fijamente a Jones y luego a los demás agentes. Uno de ellos estaba sonriendo. Dos permanecían impasibles. Luego observó la expresión de horror en el rostro de la mujer. No se lo esperaba.

—Menudo culatazo que tienen estas cosas —dijo Jones pensativo, sopesando el gran revólver. Se quitó las gafas de sol y le clavó a Ben una mirada irónica—. Me parece que está de mierda hasta el cuello, señor Hope.

Ben se alejó del Chrysler. Señaló a los dos polis muertos.

—¿Por qué has hecho eso?

—Yo no he hecho nada —dijo Jones—. Lo has hecho tú. Todos lo hemos visto. Es tu revólver, tus huellas están por todas partes.

—¿Qué queréis de mí?

Jones sonrió.

—Respuestas. Pero aquí no.

Se acercó a Ben. Ya no sonreía. Volvió a amartillar el revólver y se lo puso en la cara.

—Estás detenido, asesino de polis.

Ben observó a los demás agentes. Cinco fuera, al menos dos más detrás de los cristales tintados de los coches. Calculó distancias, posiciones, el lenguaje corporal. Miró a Jones, le echó un vistazo rápido a la boca del arma y volvió a mirarlo. Era la segunda vez en pocos minutos que alguien le apuntaba así. Había dejado que el poli joven lo hiciera, pero a aquel tipo no se lo iba a tolerar.

Además, Jones acababa de cometer un gran error táctico. Quizá estaba demasiado acostumbrado a apuntar a la gente a la cara con una corta y gruesa Glock o con una SIG. O quizá se estaba pavoneando y presumiendo delante de los demás, como una especie de héroe de película. Pero el cañón del revólver de caza era largo y eso suponía que la boca estaba a solo diez centímetros de la cabeza de Ben.

Una de las primeras lecciones que le habían enseñado, muchos años atrás, era que nunca había que sostener un arma demasiado cerca de otro tipo. Eso solo daba problemas. Un tirador militar experto se mantendría apartado y guardaría cierta distancia entre él y su enemigo, con el fin de evitar cualquier intento de movimiento de desarme. Y los movimientos de desarme eran algo que le habían inculcado a Ben en sus continuas instrucciones. Le habían salvado la vida en más ocasiones de las que quisiera acordarse.

Se lo planteó durante un instante. ¿Sería capaz de lograrlo?

Son agentes del Gobierno de los Estados Unidos, y son cinco. No lo conseguirás.

Dudó.

A la mierda, hazlo.

El movimiento le llevó menos de un segundo. Cogió la punta del cañón y lo empujó bruscamente hacia la cara de Jones. El extremo curvado de la culata de ébano del revólver le dio al agente directamente en los dientes y se los aplastó dentro de la boca.

Jones gritó, escupiendo sangre. Ben tiró del arma y se la quitó de las manos. Jones cayó de espaldas al suelo, retorciéndose y agarrándose la cara, los dientes le salían de entre los dedos.

Entonces, antes de que nadie pudiera reaccionar, Ben se tiró al suelo, rodó rápidamente, cogió su bolsa y agarró el tirador de la puerta del Chrysler. La abrió y se puso detrás, utilizándola como escudo, justo cuando los agentes sacaban sus armas.

Hubo una descarga confusa de tiros. Las balas impactaban en la puerta.

Amartilló el arma y estuvo a punto de disparar, pero dudó. ¿Realmente quería eso? Implicarse en un tiroteo con agentes del Gobierno suponía meterse en un buen lío, y no contaba con eso. No quería herir a nadie si no era necesario.

Pero algo le decía que tenía que hacerlo. Tenía a uno de los agentes en la línea de tiro. No tenía sentido disparar para simplemente herir con un arma así. Si le daba en el hombro, le arrancaría el brazo y, de todas formas, lo mataría, moriría desangrado y por el impacto. Le disparó, justo en el centro del cuerpo. La pistola tronó y reculó violentamente, y el objetivo se desplomó como un árbol.

Un revólver de cinco tiros. Quedan dos cartuchos.

Los disparos seguían agujereando la carrocería del Chrysler. Ben se medio incorporó detrás de la puerta acribillada a balazos. La mujer le estaba apuntando con el arma. Lo tenía en el punto de mira. Solo tenía que apretar el gatillo.

Pero pensó que no sería capaz. Así que, en lugar de dispararle a ella, le disparó al agente que tenía a su lado. La bala hizo que el tipo girara violentamente hacia atrás y se estampara contra uno de los grandes todoterrenos.

Dos agentes más habían salido de los Chevrolet negros y estaban sacando las armas de las pistoleras.

Es el momento de largarse.

Ben se metió de un salto en el Chrysler y se echó en el hueco para los pies. Giró la llave, lo puso en marcha, con una mano agarró el volante y con la otra pisó a fondo el acelerador. El enorme coche avanzó dando violentos bandazos, con la puerta abierta aleteando. Condujo a ciegas unos veinte metros, sin levantar la cabeza, mientras las balas se estrellaban contra la carrocería y destrozaban las ventanillas, y los cristales rotos lo salpicaban. Se subió al asiento cuando el Chrysler viró violentamente hacia la carretera.

Los agentes volvieron corriendo a los coches. La mujer estaba ayudando a Jones a ponerse de pie. Y entonces, las ruedas de los todoterrenos negros comenzaron a girar en la tierra y fueron tras él.

El ondulante camino rural estaba vacío y Ben ocupaba toda la carretera, dando bandazos a izquierda y derecha mientras el pesado coche se torcía en su ligera suspensión. El parabrisas era una opaca maraña de grietas. Lo golpeó con el cañón del revólver para quitar los cristales destrozados. El viento se introdujo en el coche con un rugido. Una recta se extendía ante él. La aguja subía. Ciento veinte. Ciento cuarenta.

Seguían justo detrás de él. Solo quedaba un cartucho en el revólver. No era un arma que pudiera recargar en movimiento, como cualquier otra automática moderna. Era una pistola de caza. La pistola de un hombre paciente. Cada casquillo tenía que expulsarse a mano y hacer la recarga de uno en uno. No era nada práctico.

Un disparo retumbó y Ben se agachó cuando el retrovisor lateral y la mayor parte de la ventanilla salieron volando en un torbellino de fragmentos de plástico y metal. Echó un vistazo por encima del hombro y vio al agente asomado por la ventanilla de uno de los todoterrenos, con el viento azotándole el pelo y la ropa, que volvía a apuntarle con una gruesa escopeta. Otro disparo, y un montón de perdigones de plomo atravesaron el Chrysler y arrancaron un trozo del asiento del copiloto.

Ben giró bruscamente, cruzando la carretera, y se colocó detrás de él con el revólver. El último cartucho. Disparó sin apuntar. El revólver con retroceso por poco le arranca la mano cuando la enorme bala atravesó violentamente lo que quedaba de la luna trasera y se estrelló contra la parte delantera del todoterreno. Por el espejo, vio que el gran vehículo derrapaba, giraba a ambos lados y daba una vuelta de campana. El tirador de la escopeta salió despedido por la ventanilla cuando el coche volcó, los restos se desparramaron por la carretera. El segundo vehículo lo esquivó y continuó.

Ben no había conducido así en su vida. Resonaron más disparos. La estrecha carretera formaba una curva más adelante, había árboles y arbustos a ambos lados. Se metió por allí con el Chrysler.

Un anciano llevaba una mula por la carretera, justo delante de él.

De manera instintiva, giró el volante y el coche se alejó de la carretera. Se estrelló contra el follaje. Las ramas se clavaron en las ventanillas rotas. Casi se sale del asiento por la vibración del impacto mientras el Chrysler bajaba volando por un terraplén.

Durante un segundo, creyó ver un camino, y que conseguiría llegar.

Pero entonces, ya demasiado tarde, vio el tronco caído. No había nada que hacer.

El Chrysler todavía iba a unos ochenta kilómetros por hora cuando se estampó contra el tronco. Ben chocó violentamente contra el airbag. La parte trasera del coche se elevó, con las ruedas todavía girando y el motor rugiendo. El Chrysler giró sobre la parte delantera y luego se desplomó sobre el techo.

El impacto lo aturdió por un instante. Le pitaban los oídos y saboreó la sangre de los labios. Estaba cabeza abajo, inmovilizado contra el volante con el techo combado presionándole fuerte el hombro.

Pasos corriendo, un crujido de ramas. Voces. Un grito:

—¡Ahí abajo!

Le dio una patada al salpicadero, para ayudarse a salir por la ventanilla torcida. Consiguió darse la vuelta y salió a rastras del coche destrozado. Luego metió la mano por la ventanilla para coger su bolsa y el Linebaugh vacío. Aunque estuviera descargado, era mejor que ir con las manos vacías.

Estaba rodeado de densos matorrales, marañas de espinos se extendían por todas partes, como bobinas de alambre de púas, y le arañaban las manos y la cara al luchar por escapar. Consiguió liberarse, se puso de pie tambaleándose y echó un vistazo alrededor, respirando con dificultad, con el corazón palpitando, esforzándose por concentrarse a pesar del atontamiento que le había causado el choque. Los árboles y los arbustos le tapaban la visión en todas direcciones. Le llegaban voces desde la pantalla de árboles que tenía detrás. Se colgó la bolsa al hombro y echó a correr, arañándose al pasar por los matorrales y cruzando como una flecha los estrechos huecos entre los árboles.

Apartó una rama baja y, de pronto, tenía delante a un agente, con el arma levantada. Ben no se detuvo. Se tiró al suelo y se deslizó con la pierna derecha estirada hacia delante. Le dio una patada en la rodilla y lo derribó. La 9 mm que sujetaba se disparó, la bala no dio en el blanco. Entonces Ben se echó encima de él y le golpeó fuertemente en la cabeza con la culata del revólver vacío. El agente se quedó tirado en el suelo, con la pistola todavía en la mano. Ben tiró el revólver de caza a los matorrales y cogió la 9 mm de aquel tipo. La recámara estaba llena. El tacto del peligroso acero negro era reconfortante.

Pero ahora el eco del disparo por encima de las copas había atraído a los demás. Podía escuchar las voces dirigiéndose hacia él, y los crujidos y chasquidos al acercarse corriendo por los matorrales. Estaban cerca.

Echó a correr. La tierra roja y espesa se convirtió en barro resbaladizo al encontrarse con un arroyo. Saltó sobre las rocas y llegó gateando a la otra orilla, rastrillando el suelo con los dedos.

El bosque allí era más denso. Sorteó árboles caídos y pasó por grandes matorrales de espinos. Luego el follaje se abrió y pudo ver una colina con hierba delante. Se dirigió hacia allí, alejándose de las voces. Todavía le quedaba una oportunidad de escapar.

Los fuertes latidos de su corazón se unieron al ruido ensordecedor de las palas de rotor. Un helicóptero irrumpió desde lo alto del montículo, ladeándose muchísimo, a solo cinco metros del suelo. Se dirigía hacia él rugiendo como un ave de rapiña, con el morro hacia abajo y la cola hacia arriba, el viento de las palas le tiraba del pelo y la ropa y allanaba un amplio círculo en la hierba. Por los laterales abiertos se asomaban dos tiradores, bien asegurados, apuntándole con fusiles automáticos. Los disparos revolvieron la tierra a sus pies. Se dio la vuelta y corrió en la dirección contraria, se tiró detrás de un árbol caído y disparó dos tiros seguidos tres veces al helicóptero que retumbaba por encima de su cabeza hasta perforar una línea de agujeros en el fuselaje negro. La ráfaga de aire de los rotores levantaba polvo, arrancaba restos de vegetación y hacía que le lloraran los ojos. El helicóptero giró, se elevó bruscamente para evitar una fila de árboles y empezó a ladearse para entrar por otro paso.

Una pistola de 9 mm no suponía ninguna defensa contra fusiles y un helicóptero, pero era lo único que Ben tenía. Ajustó la mira en el helicóptero que avanzaba y disparó cinco veces más. No ocurrió nada. El helicóptero seguía acercándose. Los tiradores volvían a apuntarle con sus armas. Vio el punto rojo de una mira con láser arrastrándose por su pierna, se apartó de un salto justo a tiempo. Una ráfaga de astillas salió volando del tronco incluso antes de que escuchara los disparos. Se puso de pie con gran esfuerzo y corrió a cubrirse entre los arbustos mientras las balas levantaban la tierra tras él. El helicóptero pasó por encima de su cabeza. Corrió rápido y a ciegas por los matorrales, sorteando las rocas y los surcos. Se tropezó dos veces y casi se cae. Los espinos le arañaban las manos al apartarlos para abrirse paso y entonces, de pronto, llegó a un claro.

Pero no estaba solo. Dos agentes lo habían adelantado. Estaban a cinco metros, gritándole que se detuviera; un revólver y una escopeta de calibre doce le apuntaban directamente a la cabeza.

Por un instante, aquello se convirtió en un callejón sin salida. Ben continuó apuntándoles, moviendo el arma de uno a otro. Estaba pensando a toda velocidad. Disparar primero al de la escopeta. El tipo de revólver seguramente dispararía, pero una sola bala era más probable de esquivar que la devastadora lluvia de perdigones de una escopeta de cañón corto a esa distancia.

Pero un segundo después, las probabilidades fueron aumentando rápidamente al ir apareciendo más agentes de entre los arbustos. La mujer estaba a su derecha, a las tres en punto. Jones estaba a las diez en punto. Luego apareció otro tipo detrás de los dos primeros. Cinco contra uno. Con un círculo de pistolas apuntándole, no había escapatoria ni más opciones.

Tiró el arma y subió las manos.

La mujer lo miraba con el ceño fruncido por encima del cañón de su pistola. Sus ojos parecían decirle que había hecho lo peor para él al escapar. Y parecía preocupada por eso. Ben no entendía por qué, pero de algún modo sabía que ella no quería estar allí y que deseaba que aquello no estuviera pasando.

Los ojos de Jones ardían de furia entre la sangre de su rostro. Dio una orden confusa y dos de los agentes agarraron a Ben por los brazos y lo lanzaron al suelo lleno de hojas. Sintió el pellizco de un cable de plástico alrededor de las muñecas. Una rodilla en la espalda y el duro acero de una pistola contra la cabeza. Luego un pinchazo cuando alguien le clavó una aguja.

—Vas a dormir como un tronco durante un buen rato, cabrón —escuchó que decía Jones con los labios destrozados.

A continuación, Ben se fue sumergiendo en un oscuro pozo y las voces se convirtieron en un eco que poco a poco se apagó hasta desaparecer.