35

Residencia de Richmond

Montana

Con un rechino de poleas y gruesas cadenas metálicas, el teleférico planeó suavemente sobre el abismo. El frío viento de la montaña silbaba alrededor y zarandeaba la cápsula metálica hasta hacer que el suelo vibrara bajo los pies de los dos hombres que había en su interior.

A Irving Slater le encantaba estar allí arriba. Suspendido en las alturas sobre el valle rocoso, observaba los kilómetros que lo rodeaban con una agradable sensación de invulnerabilidad. Se sentía como un águila que, posada en lo alto de la montaña, disfrutaba de su vista panorámica. Eso es lo que hacían las aves de presa, situarse en un lugar montañoso, inspeccionar su territorio desde una posición de control total. Allí arriba nadie podía tocarle, ni escuchar conversaciones confidenciales. El rugido del viento impedía que llegara cualquier señal, incluso del aparato de escucha más sofisticado. Slater era un fanático de la vigilancia y, aunque había buscado micrófonos ocultos cientos de veces y nunca había encontrado nada, aquel era el único lugar en el que se sentía cómodo para tratar asuntos importantes.

El recorrido del teleférico era de quinientos metros y cubría el tramo desde la plataforma de embarque cerca de la casa de Richmond hasta la zona de aterrizaje al otro lado del valle. Tenía un dispositivo de control remoto que le permitía guiar el teleférico desde dentro, alejarlo tanto como quisiera y luego dejarlo colgando a tres metros de altura como si fuera la última manzana del árbol.

A aquel lugar ya no iba nadie. Dirk Richmond, el padre de Bud, se había gastado mucho dinero en la instalación de todo el sistema del teleférico muchos años atrás, poco después de comprar el terreno de quinientas hectáreas junto a las montañas Rocosas, para que su familia pudiera acceder a la pista de esquí desde el valle. Pero ni la madre de Bud ni el indolente necio habían mostrado nunca mucho interés en las actividades saludables al aire libre, y el viejo Dirk se había ido a la tumba hacía mucho tiempo. Fue un hombre muy rico, pero también amargado y decepcionado, en gran parte gracias al indolente gandul de su hijo.

Slater apuntó con el mando a distancia hacia la cabina de control y apretó el botón rojo que había en el centro. Se escuchó un ruido sordo de acoplamiento y poleas en el techo, y el teleférico vibró hasta detenerse. Slater se metió el mando en el bolsillo del abrigo y miró un momento el valle por la ventana de plexiglás, con las manos en la barandilla, dejando que su cuerpo se meciera por el suave balanceo del teleférico provocado por el azote del viento.

Luego se volvió hacia su socio y sonrió al ver el nerviosismo sudoroso en el rostro del hombre.

—Ya tendrías que estar acostumbrado.

—Este lugar me da escalofríos.

La sonrisa de Slater desapareció de repente.

—Infórmame sobre los avances —le exigió.

El socio se encogió de hombros, nervioso.

—Bradbury todavía no ha dicho gran cosa. Seguimos trabajando en ello.

—Eso es lo que dijiste la última vez. ¿Por qué la seguimos manteniendo con vida? Y supongo que todavía no habéis localizado al abogado.

—¿McClusky?

—¿Es que habéis dejado que se os escape de las manos otro abogado que pueda saber dónde ha escondido Bradbury las pruebas y sea capaz de acabar con nosotros?

—Seguimos buscando.

Slater le clavó la mirada.

—Más te vale. ¿Tan difícil es? ¿Qué hay de Kaplan y Hudson? Venga, sorpréndeme. Dime que han aparecido.

—Todavía no. Y tengo el presentimiento de que no van a volver.

Slater hizo un gesto despectivo y miró el valle montañoso con el ceño fruncido.

—Entonces, ¿no tienes nada bueno que contarme? —Sacó una chocolatina del bolsillo y rompió el envoltorio—. ¿Quieres una?

El socio negó con la cabeza y tosió nervioso.

—Hay una novedad. —Cogió el maletín que tenía entre las piernas y le pasó a Slater una fina carpeta de cartulina.

Slater masticó y abrió la carpeta. En lo primero que se fijó fue en una foto de pasaporte ampliada de un hombre rubio de unos treinta y pico años.

—¿Quién es?

—Se llama Hope. Benedict Hope. Es inglés. Hace unos días, nuestros agentes informaron de que estaba en Corfú, en las islas griegas. Fue hasta allí para reunirse con Palmer. Como ya sabes, Palmer estaba allí…

—No necesito una clase de historia —soltó Slater—. Palmer estaba allí para buscar a Bradbury y habló con un gilipollas griego. Ya lo sé. Pero pensaba que ya os habíais ocupado de eso.

—Eso pensábamos también. Conseguimos enmascarar el ataque a Karapiperis y la bomba como la represalia de una banda de narcotraficantes. Pero este tipo, Hope, se escapó. Ya lo sabíamos por Kaplan y Hudson, pero acabamos de averiguar quién es.

Slater dejó a un lado la foto y pasó rápidamente con el dedo las hojas que había debajo. Los informes militares de Palmer y Hope. Primero fue directamente al de Palmer. Al echarle un vistazo al texto, no pudo evitar subir las cejas. El informe de Hope era mucho más largo, y le llevó más tiempo. Para cuando terminó de leerlo, ya tenía la alarma instalada en el pecho. Levantó la mirada.

—¿Has leído esto?

El socio asintió.

—Extraordinario. El comandante más joven que ha tenido el SAS 22. Las condecoraciones le salen hasta por el culo. Lo mismo es un puto héroe que un asesino testarudo y despiadado.

—Hemos intentado averiguar más sobre él, desde que dejó el ejército —dijo el socio—. No hay mucha cosa. Trabaja de asesor de respuesta ante situaciones críticas, viaja mucho, es difícil de atrapar. Pone mucho empeño en ocultar su rastro. Ni siquiera tenemos la dirección de su casa.

—Asesor de respuesta ante situaciones críticas —repitió Slater en voz baja—. Una terminología muy poco precisa. Abarca demasiado.

—Creemos que ha eliminado a Kaplan y a Hudson.

—Eso tendría sentido. —Slater cerró la carpeta—. ¿Qué coño está pasando aquí? ¿Por qué hay dos exagentes del SAS siguiéndole la pista a una maldita académica de arqueología? ¿Por qué hay un tipo como Hope involucrado en todo esto?

—No lo sabemos. Puede que esté trabajando con Bradbury.

Slater levantó la mirada bruscamente.

—Entonces podría saberlo todo. Bradbury y él podrían estar trabajando juntos en esto. Podrían ser compañeros, por lo que sabemos.

—Es posible.

Slater puso una mirada feroz.

—Entonces, lo que me estás diciendo es que si la situación ya estaba jodida, ahora lo está todavía más. Tenemos a un exoficial de las fuerzas especiales por ahí suelto, que está eliminando a nuestros agentes y puede que ahora sepa todo lo que saben Bradbury y McClusky. En otras palabras, hemos pasado de ocuparnos de un picapleitos gorrón y una chiquilla asustada a vérnoslas con una puta máquina entrenada para matar, que es, como mínimo, el equivalente de cualquier soldado instruido por el ejército estadounidense. Te das cuenta, ¿no?

—Sí, me doy cuenta —contestó el socio débilmente.

—¿Y tenemos alguna idea de dónde podría estar ese cabrón?

—Ahora iba a eso. Está aquí.

—¿Qué quieres decir con que está aquí?

—Pasó por el control de inmigración en Atlanta, hace dos días.

Slater agachó la cabeza por la frustración.

—¿Me vas a decir que la CIA no lo ha podido atrapar?

—No llegamos a tiempo al aeropuerto. Se escapó.

Slater miró fijamente a su socio con gesto serio. Movió la cabeza en señal de indignación.

—Tenemos que ser cuidadosos —dijo el socio—. No se trata precisamente de asuntos oficiales de la agencia, Irving. Y Hope no es un tipo normal y corriente que digamos.

—Os estoy pagando mucho dinero —dijo Slater—. Es un hombre. Un solo hombre. Tienes a docenas de personas en nómina, y acceso a por lo menos cien más. ¿Tan inteligente es? ¿O es que vosotros sois unos ineptos?

El socio estaba empezando a perder los estribos.

—Hemos hecho todo lo que nos has dicho. Cogimos a Bradbury. Nos encargamos de Karapiperis. Conseguimos a Herzog para la bomba. Todo eso no es tan fácil. No es como organizar una rueda de prensa. Un simple error, y nos hundimos todos.

Slater resopló con gesto burlón.

—Si hubiera sabido la panda de inútiles que sois, le habría pagado a Herzog para que se encargara de todo.

—Es un mercenario —protestó el socio—. No cree en nada.

—¿A mí qué coño me importa en lo que crea? Como si el cabrón quiere ser un adorador de Satanás.

—Este asunto no va por ahí.

Slater lo miró con compostura.

—Ah, ¿tú crees que esto va de hacer la obra de Dios? Déjame que te diga que esto son negocios, por encima de todo. Herzog hace el trabajo y no va dejando pistas que hasta un ciego podría seguir.

El socio estaba a punto de contestar cuando le sonó el teléfono. Se alejó de Slater y contestó, en voz baja. Levantó las cejas.

—¿Estás seguro? —dijo—. Vale. Ya sabes lo que hay que hacer.

Cerró el teléfono y se giró hacia Slater con una sonrisa triunfal.

—¿Y bien?

—Era Jones. Tenemos a Hope.

Slater sonrió por primera vez en toda la conversación.

—Así me gusta. Muy bien. Ahora tráeme a ese cabrón y hagamos que hable.

—Sabes que yo no puedo estar —dijo el socio—. No me puede ver.

—No, pero yo sí que estaré. Quiero conocer a ese tipo.

—Yo no estoy tan seguro de eso.

—Ah, sí —insistió Slater—. Y luego quiero acabar con él.