34

Georgia

Apenas pasaban unos minutos de la una y media del mediodía cuando Ben se marchó de la casa de Cleaver y se escabulló entre la multitud. Todavía se estaban celebrando algunas competiciones menores, pero al haber terminado el acontecimiento principal, el público estaba disminuyendo. Vio que la señorita Vale estaba cerca de la carpa, hablando con los reporteros.

La mujer no se dio cuenta de que Ben había vuelto discretamente al aparcamiento. Él se sintió mal por escabullirse sin despedirse y sin dar explicaciones, pero necesitaba estar solo para pensar.

Subió al Chrysler y condujo sin rumbo, un poco al oeste y un poco hacia el sur. Cruzó el río Altamaha. Atravesó tierras de cultivo, pasó por chozas ruinosas y ondulados graneros, por enormes campos abiertos donde la tierra era fértil y roja bajo el sol abrasador. Pasó por zonas de caravanas donde grupos de gentuza le hacían gestos desde el borde de la carretera. Después de una hora, estaba perdido en las profundidades del país sin tener ni idea de dónde se encontraba.

Condujo sintiéndose paralizado y derrotado. Ya había cometido errores en su vida, pero esta vez se había equivocado por completo; no podía estar más equivocado ni más alejado de la verdad. Se había sentido muy seguro de que iba por buen camino con Clayton Cleaver. Lo único que sabía ahora era que aquel hombre era un granuja, un timador y un oportunista. Pero eso no lo convertía ni en un secuestrador ni en un asesino.

Intentó darle un poco de sentido al enorme lío que tenía en la cabeza. Pero solo tenía preguntas, muchas preguntas, dando vueltas y vueltas, sin el mínimo atisbo de una respuesta. ¿Seguía Zoë con vida? Quizá estuviera todavía en Corfú. ¿Había ido hasta los Estados Unidos para nada? Había dado por supuesto lo que le había dicho Kaplan. Quizá eso también había sido un error.

Pensó en la pieza de cerámica que Zoë había descubierto y utilizado para chantajear a Cleaver. Le había dicho a Skid McClusky que la profecía la haría rica. ¿Qué había descubierto? Si podía demostrar lo que afirmaba, el impacto en la teología cristiana sería masivo. Cleaver había tenido toda la razón: los estudiosos revisionistas llevaban años esperando los argumentos necesarios para echar por tierra que el Apocalipsis era un texto bíblico legítimo. Pero las consecuencias iban mucho más allá de arruinarle la carrera a un desconocido orador bíblico sureño. Aquello podía suponer el acontecimiento más grande en años, tan importante como los manuscritos del mar Muerto o el sudario de Turín. Puede que incluso más importante, si aquello obligaba a una seria revisión de la mismísima Biblia.

Continuó planteándose las mismas preguntas. ¿Quién más se sentiría amenazado por el descubrimiento de Zoë, lo bastante como para llegar a esos extremos con tal de ocultarlo? ¿El objetivo era ocultarlo? Quizá el descubrimiento de esas antiguas tablas de cerámica tenía otro valor intrínseco. ¿Se trataba de un valor económico por el que alguien estaba dispuesto a matar?

No estaba haciendo más que conjeturas. Navegaba a la deriva en un mar de posibilidades. Tenía que actuar, y rápido. Pero no sabía qué hacer ni adónde ir. ¿Volver a Grecia con la esperanza de unir las piezas y que Stephanides no volviera a atraparlo? ¿O simplemente volver a Oxford y admitir el fracaso y enfrentarse al hecho de decirles a los Bradbury que habían perdido a su hija? Era un desastre.

El repentino y agudo sonido de una sirena lo devolvió rápidamente a la realidad. Un coche de policía ocupó el espejo retrovisor, la barra de luz del techo lanzaba destellos rojos y azules que atravesaban el polvo que cubría la ventanilla de atrás. Dio otro estallido chirriante, Ben soltó un taco y puso el intermitente para apartarse a un lado. Paró, haciendo crujir la tierra del suelo, y el coche de policía se detuvo detrás de él. El polvo envolvía los dos vehículos. Miró por el espejo, vio que las puertas se abrían y que del coche salían dos polis, que se acercaban por ambos lados del Chrysler.

No se trataba de un control rutinario, ni de una multa por exceso de velocidad. Los polis tenían las armas preparadas. El de la izquierda había sacado un revólver del cinturón. El de la derecha sujetaba una escopeta de corredera de cañón corto. Aquello iba en serio. Los polis estaban actuando según instrucciones concretas, y fuera lo que fuera lo que les habían dicho sobre él, los había puesto de los nervios.

Ben se quedó sentado tranquilamente con las manos en el volante, observándolos, pensando rápido. ¿Por qué lo querrían coger? ¿Qué sabían?

El poli del revólver se acercó a la ventanilla y le hizo un gesto con el dedo. Ben bajó la ventanilla y lo miró. Era joven, de veintitantos años. Tenía los ojos redondos y la mirada nerviosa.

—Apague el motor —le gritó.

Ben estiró el brazo muy despacio y giró la llave. Silencio, excepto por el chirrido de las cigarras.

—El permiso —dijo el poli—. Con calma.

Ben introdujo la mano con cuidado en el bolsillo y sacó su permiso de conducir. El poli se lo quitó de las manos, lo miró durante un breve instante y le hizo un gesto de confirmación al que llevaba la escopeta, como diciéndole: «Es él, correcto». Ahora parecía incluso más asustado.

—Salga del coche —gritó—. Las manos donde pueda verlas.

Ben abrió la puerta y salió despacio. Mantuvo las manos levantadas sin dejar de mirar al poli a los ojos, evaluándolo. El joven oficial tenía un subidón de adrenalina, tenía el rostro tenso y crispado. La boca del arma temblaba ligeramente mientras apuntaba al pecho de Ben.

El revólver estaba a medio metro de distancia. Era un Smith & Wesson modelo 19. Había dos modos de dispararlo. Con el mecanismo amartillado, solo hacía falta un ligero movimiento del dedo para soltar el percutor. La alternativa era el modo de doble acción, simplemente apretando el gatillo para hacer girar el cilindro y traer de vuelta el percutor para disparar. Pero eso requería un tirón fuerte, y Ben sabía que a no ser que el revólver del poli hubiera sido especialmente trabajado por un armero, el modelo 19 tenía una acción muy dura. Más esfuerzo significaba necesitar más tiempo para disparar.

El revólver no estaba amartillado. Y eso le decía a Ben que tenía como medio segundo más para intervenir, inmovilizar al poli y quitarle el arma. Luego, como otro medio segundo para encargarse del de la escopeta. No los heriría gravemente, solo los dejaría fuera de circulación durante un rato.

Pero eso supondría todo tipo de problemas que no quería.

—¿Qué ocurre? —dijo tranquilamente en su lugar.

El poli señaló el coche con la pistola.

—Contra el coche. Las manos en el capó.

Ben suspiró con exasperación, extendió los brazos y apoyó las manos sobre el caliente metal del Chrysler. El de la escopeta lo cubrió a tres metros. El otro volvió al coche de policía y empezó a hablar por la radio con gestos nerviosos e inquietos.

Ben escuchó el sonido de neumáticos en la tierra y el tenue estruendo de motores V8. Sin despegar las manos del coche, estiró el cuello para mirar. Dos Chevrolet todoterrenos grandes y negros se estaban acercando por detrás del coche de policía, levantando nubes de polvo. La luz del sol se reflejaba en los cristales tintados de los vehículos.

Las puertas se abrieron. Ben contó cinco personas, dos hombres y una mujer de un coche y dos hombres más del otro. Todos iban elegantemente vestidos con trajes oscuros. El más mayor era el tipo que caminaba delante con gesto hosco, el pelo impecablemente peinado hacia atrás y gafas oscuras. Tenía unos cincuenta años, era alto y delgado. Estaba sonriendo, mostrando una dentadura desigual. La más joven era la mujer. Debía de tener unos treinta y cinco, con rasgos marcados y el ceño fruncido. Llevaba la melena pelirroja recogida detrás, ligeramente despeinada por la cálida brisa.

El tipo que iba delante les mostró una placa a los dos polis.

—Agente especial Jones. Ya nos encargamos nosotros, agentes.

Los polis se quedaron mirando la placa como si no hubieran visto una en su vida. Bajaron las armas.

Jones avanzó hacia uno de los agentes, que se acercó a la puerta del copiloto del coche de Ben, la abrió de un tirón y cogió la bolsa de lona del asiento. Jones sacó un par de guantes quirúrgicos de látex del bolsillo de la chaqueta y se los puso antes de cogerle la bolsa al agente y buscar dentro.

—Bueno, mirad lo que he encontrado —dijo Jones riéndose mientras sacaba el Linebaugh 475. Dejó la bolsa en el suelo y giró el gran revólver con los guantes puestos, admirándolo. Abrió el punto de carga, giró el cilindro. Luego le dio vueltas alrededor del dedo, como un vaquero, y uno de los otros agentes se rio. Jones se giró hacia Ben con una sonrisa guasona.

—Es un buen revólver.

Ben no contestó. No podía dejar de pensar a toda velocidad.

Todos los agentes se acercaron. La mujer tenía la mirada clavada en Ben y al mirarla, por un instante, creyó notar una especie de vacilación en su cara. Ya no tenía el ceño fruncido.

Jones sacó su teléfono y marcó.

—Soy yo. Buenas noticias. Tenemos a tu señor Hope justo aquí. Vale.

Ben frunció el ceño. Aquel era un procedimiento raro.

Jones cerró el teléfono y se volvió hacia los dos polis.

—Creo que no los necesitaremos más, agentes —dijo, despidiéndolos con un gesto.

Los polis se miraron el uno al otro y empezaron a andar hacia el coche de policía. Ya tenían las manos en el tirador de la puerta y estaban a punto de entrar cuando pareció que a Jones se le ocurría algo en el último momento y los llamó.

—Un momento, agentes. Solo una cosa más.

El poli más joven lo miró entrecerrando los ojos.

—¿Qué?

Jones volvió a sonreír, una sonrisa de complicidad que hizo que todo su rostro se tronchara y sus ojos se convirtieran en dos finas líneas.

Miró el revólver 475 que tenía en la mano.

Luego tiró del percutor con el pulgar, subió el revólver a la altura del hombro y disparó al más joven justo en la cara desde diez metros de distancia.