Cuando el senador Bud Richmond empezó en el mundo de la política, no era más que otro desventurado niño rico que aspiraba a llegar a lo más alto sin esfuerzo. Hijo de un maderero de Montana que había conseguido convertirse en un empresario multimillonario, Bud no había trabajado como Dios manda en su vida y le preocupaban más su swing en el golf, sus amiguitas, sus viajes de pesca y su adorado Porsche 959 que los asuntos serios.
Dos años atrás, Irving Slater, su jefe de plantilla y ayudante personal, había perdido la esperanza en Richmond hasta el punto de plantearse presentar su dimisión. Se había dado cuenta de que todavía tenía treinta y siete años y estaba echando a perder una carrera prometedora con un necio indolente que pensaba que la política era un juego.
Pero entonces ocurrió algo: un par de sucesos inconexos, con seis meses de separación, que habían cambiado completamente la vida de Bud Richmond y que acabaron dándole a Irving Slater una oportunidad única en la vida.
Un día, poco después de su quincuagésimo cumpleaños, cuando estaba a punto de subir a bordo de un avión de pasajeros que se dirigía de su Montana natal a Washington D. C., Richmond tuvo una premonición. Según contó más tarde, escuchó una voz que le decía que bajo ningún concepto debía embarcar en aquel avión. Para gran enfado de Irving Slater, se negó a subir a bordo y esperó al siguiente vuelo. Cuando el avión que se suponía que tenía que haber tomado se estrelló al despegar dejando muy pocos supervivientes, empezó a hablar de milagros.
El segundo milagro había tenido lugar mientras Richmond conducía su Porsche por las carreteras de montaña cercanas a su casa. Al tomar una curva, sintió la repentina e inexplicable necesidad de parar para admirar la preciosa puesta de sol, algo que nunca antes había hecho. Observó el cielo durante diez minutos y volvió a subir al Porsche para continuar su camino a toda velocidad. Solo había recorrido un kilómetro y medio cuando se encontró con un autobús destrozado. Acababa de ser aplastado por un enorme desprendimiento de tierra. De treinta y nueve pasajeros, solo dos sobrevivieron; y, según sus cálculos, las rocas habían caído sobre el autobús en el momento exacto en que Richmond habría pasado por aquel punto si no se hubiera detenido a admirar el paisaje.
Para el senador solo había una explicación. Dios le había perdonado la vida con algún importante propósito. La conversión fue inmediata. Durante los dieciocho meses posteriores al segundo milagro, la postura política de Bud Richmond cambió radicalmente. Y en realidad le estaba yendo bien. Maduró, se tomó a sí mismo en serio. Y sus partidarios lo adoraban. Renació. El entusiasmo de Richmond por vivir y trabajar se había vuelto imparable. Y de pronto, estaba recibiendo el apoyo de todo un nuevo sector de la comunidad que hasta entonces no había mostrado demasiado interés y con el que Slater nunca había contado: el enorme movimiento evangelista. Más de cincuenta millones de ellos. Slater se dio cuenta inmediatamente de lo que aquello suponía. Más de cincuenta millones de votos equivalían a un vertiginoso potencial para llegar a la Casa Blanca.
Irving Slater no se lo podía creer. Que el hijo de puta se hubiera convertido en un hombre devoto e iluminado parecía incluso más extraño que los milagros que afirmaba que le habían ocurrido. Pero la ola estaba ganando altura rápidamente y el jefe de plantilla estaba preparado para cabalgarla.
De repente, Slater se enfrascó en la lectura de la Biblia. La inquebrantable convicción de su jefe en las profecías del fin de los tiempos del Apocalipsis le llevó a estudiar el texto con todo detalle y a leer hasta el último recorte que se había escrito sobre la profecía bíblica. Le había asombrado el poder de la fe que tantos cristianos americanos tenían: en cualquier momento, el mundo podía verse sumido en los acontecimientos de tribulación y éxtasis presagiados en la santa Biblia. Le impactó de dos maneras diferentes. En primer lugar, de un modo personal, por ser una chorrada. En segundo lugar, y de un modo mucho más importante, por ser la mina de oro política más profunda y suculenta con la que nadie se había encontrado nunca.
Al observar que la máquina publicitaria de Richmond iba consiguiendo un apoyo cada vez más acérrimo, el primer brote de una ingeniosa y descabellada idea había empezado a formarse en su cabeza. En cualquier lugar de los Estados Unidos que el senador celebrara sus convenciones o mítines, los auditorios se llenaban a rebosar de fieles que se congregaban para escucharlo. Los índices de audiencia de los programas donde aparecía subían vertiginosamente. Era un ídolo. Las donaciones llegaban a raudales.
Y aquello, en lo que se refería a Slater, era solo el principio. Había millones de personas que creían profundamente en la verdad literal de aquellos acontecimientos profetizados, millones de personas que en realidad querían que ocurrieran. Si esa era la voluntad de Dios, si el cumplimiento de la profecía significaba la guerra, que así fuera. Deseaban que el mundo se sumiera en la oscuridad, el caos y la guerra para que Dios viniera a rescatarlos de sus monótonas, agobiantes, letárgicas y miserables vidas, y les confirmara, si alguna vez tuvieron la más mínima duda, que todo era cierto y que merecía la pena salvar sus almas.
Pero antes de que Dios pudiera intervenir, la Biblia hablaba de un periodo de sufrimiento increíblemente sombrío que incluso los más fieles tendrían que resistir. Todos esos millones de personas necesitarían un líder al que seguir en esa época. Una figura mítica, como Moisés, que guiara a los elegidos hacia la gloria.
Y Slater observó a Richmond y se lo planteó. Richmond y Moisés. Sonrió ante tal idea. Pero entonces miró los rostros de la multitud y empezó a creer en esa posibilidad. Si Richmond conseguía llegar a la Casa Blanca, sería él, Irving Slater, el hombre que estaría detrás de todo, el que de verdad ejercería todo el poder.
Pero para conseguir que todo eso ocurriera, había que hacer algo increíble, algo incalificable. Tenía que haber un modo de conseguir que aquellos acontecimientos ocurrieran de verdad. Y para eso, Slater necesitaba ayuda. Mucha ayuda.
Y la encontró poco después, cuando conoció a un fanático creyente en el fin de los tiempos en uno de los acontecimientos sociales de Richmond. Conocía a tipos así a todas horas, pero lo que diferenciaba a aquel hombre era que trabajaba en los servicios de inteligencia de los Estados Unidos, y no era precisamente un subalterno. A Slater le había sorprendido lo que aquel tipo le había contado sobre la creencia en el fin de los tiempos dentro de la infraestructura de los servicios de inteligencia americanos.
De pronto, la descabellada idea de Slater estaba dando un salto espectacular hacia la realidad. Gracias a los contactos de su nuevo socio, reunió un grupo básico de agentes. La mayoría eran comprometidos seguidores del fin de los tiempos; otros, como el agente especial de la CIA Jones, estaban más interesados en la promesa de poder y en la recompensa económica que Slater podía rascar del fondo político de Richmond para pagar la operación en desarrollo. Alrededor del núcleo central había un círculo externo de agentes dispuestos a hacer lo que sus superiores les ordenaran, pero que no tenían ni idea de lo que estaba sucediendo en realidad; al igual que el ajeno a todo Bud Richmond, aunque él mismo estuviera en el epicentro.
Slater se había quedado pasmado por la rapidez y la fuerza con que había sido capaz de crear su servicio secreto. La «estratagema del fin de los tiempos» había nacido.
Tenían un plan.
Se trataba de un plan a gran escala, pero simple en concepto.
Era un plan de guerra. Una guerra que, en caso de creer que el poder de la profecía influía en el comportamiento global, no sería tan imposible de provocar.
Según la profecía, el conflicto empezaría en Oriente Próximo. Eso no parecía muy difícil de lograr. Al fin y al cabo, era la voluntad de Dios. Lo único que requería era una mano amiga para que las cosas salieran rodadas, una chispa para encender el polvorín. Una gran chispa, algo que garantizara un ultraje al mundo islámico como nunca antes se había visto. Slater y sus socios ya tenían en mente desde hacía tiempo el modo de provocar esa chispa. Solo era cuestión de dar luz verde.
Para que el plan funcionara, la culpa de la atrocidad tenía que recaer sobre los viejos enemigos del islam: los judíos. Todo estaba en la Biblia. La guerra que se intensificaría hasta llegar al fin de los tiempos empezaría con el ataque de represalia masivo de los musulmanes a Israel. El fuego y el azufre profetizados en la Biblia adoptarían la forma de cabezas nucleares. Cuando el mundo se tambaleara al borde de la guerra devastadora, los millones de votantes estadounidenses que los reconocieran como acontecimientos bíblicos se convencerían de que el final se estaba aproximando de manera definitiva. Habría una oleada de votantes. Richmond sería imparable.
Era una locura, algo atroz. Millones de personas morirían, con toda seguridad. Judíos y musulmanes, quizá incluso también americanos. Pero a Slater no le importaba eso. La logística era perfecta, bella y elegante, como siempre lo eran las ideas más simples. Él no creía ni por un momento que la guerra fuera a activar la cuenta atrás hacia el fin del mundo. Para él era la cuenta atrás hacia el poder. Y el tiempo estaba de su parte. Lo único que tenía que hacer era preparar poco a poco a Bud Richmond para su futuro papel como líder de los fieles.
Pero Richmond tenía competencia. No era la única figura influyente que le daba bombo al fin de los tiempos. Slater contaba con equipos de agentes que vigilaban a esas otras figuras decorativas cristianas en ciernes. A uno en particular, a Clayton Cleaver, de Georgia. Un día, estando con Richmond en la limusina de camino a una conferencia de prensa, Slater recibió de sus fuentes la demoledora información que lo había cambiado todo. Fue el principio de los problemas de Bradbury.
Mientras pensaba en todo lo que había ocurrido durante los últimos meses, Irving Slater paseaba de un lado para otro en su enorme despacho en la residencia de Montana de Bud Richmond, la extensa casa enclavada en la ladera de la montaña. Las inmensas cristaleras le ofrecían una amplia vista panorámica de las más de cuatrocientas hectáreas que poseía Richmond.
Dejó de caminar y bebió un trago de leche de la botella que tenía en su escritorio. Luego se desplomó en un mullido sillón de piel enfrente de una pantalla gigante de televisión que había en la pared, cogió el mando a distancia y pulsó el botón de play.
El deuvedé era de una mesa redonda sobre temas de actualidad en un programa en el que había participado Bud Richmond tres meses atrás. Slater no podía dejar de verlo.
El programa suponía un buen trampolín publicitario para Richmond. Slater había pagado a gente para que se infiltrara entre el público y lanzara preguntas ya escritas al senador. También había escrito las respuestas de Richmond. Al principio, todo había ido sobre ruedas. Richmond demostró estar en buena forma y Slater se felicitó a sí mismo. La combinación de la fe sincera del necio y el fluido e ingenioso guión del propio Slater contribuyeron a un gran espectáculo.
Pero entonces, a dos minutos del final y justo cuando estaban a punto de respirar tranquilos, un puñetero estudiante melenudo que estaba al fondo había levantado la mano y había hecho la fatídica y repentina pregunta improvisada.
Sin dejar de mirar la pantalla, Slater apuntó con el mando y avanzó la reproducción hasta llegar al terrible momento.
El estudiante levantó la mano. La cámara recorrió el plató y lo enfocó con el zoom.
—Senador, muchos estudiosos tienen dudas sobre la validez del Apocalipsis como texto sagrado. ¿Qué opina sobre eso?
Corte a la cámara dos, y primer plano de Richmond.
—He leído todo lo que han comentado —contestó con calma—. Pero mi fe permanece firme y segura.
El estudiante tenía más que añadir.
—Pero si alguien pudiera demostrar que san Juan no fue el autor, que el Apocalipsis no fue la verdadera Palabra de Dios, ¿no acabaría eso con su fe, señor?
El día que vio el programa en directo, Slater vivió ese instante agarrado a los brazos del sillón.
Richmond había vacilado un segundo, luego había asentido con gesto serio.
—Vale —dijo, avanzando los codos muy lentamente por la mesa y clavándole esa ferviente mirada suya al estudiante—. Digamos que algún entendido encuentra pruebas reales y concretas de que san Juan no escribió realmente ese libro. Digamos que, en realidad, pudiera probar que las profecías que aparecen en el Apocalipsis no están realmente basadas en la Palabra de Dios. —Volvió a hacer una pausa para darle un efecto dramático—. Entonces tendría que reconsiderar mi fe, pero también me lo tomaría como una señal de Dios, diciéndome que tengo que moverme en una nueva dirección. —A continuación, Richmond sonrió abiertamente—. Y te diré algo más —añadió—. Caray, me sentiría aliviado al saber que no tendríamos que pasar por la tribulación. —El público se rio.
En su momento, la sensación de inquietud que la respuesta improvisada de Richmond había provocado en Slater solo había sido leve y temporal. Se le había olvidado pronto.
Pero entonces llegó el desastre. Cuando el equipo que vigilaba a Clayton Cleaver en Georgia le había informado de que estaban chantajeando al escritor, Slater se dio cuenta de que, en vista a los comentarios de Richmond, todos sus meticulosos planes estaban en serio peligro.
Nunca había oído hablar de ninguna Zoë Bradbury. Cuando buscó su nombre en Google, su preocupación aumentó incluso más. Era una experta bíblica de fiar, lo bastante eminente como para acabar con todo. Si lo que estaba diciendo era verdad, si podía proporcionar a los críticos las pruebas necesarias para demostrar que el Apocalipsis no había sido escrito por el apóstol Juan, que su mera validez como texto del Nuevo Testamento estaba en duda (que el libro era un fraude, por el amor de Dios), la estratagema del fin de los tiempos se iría al garete. La revelación era el pilar central que mantenía en pie todo lo que se había construido en torno al fin de los tiempos. Acabar con su autoridad lo derrumbaría. Y no solo eso, sino que ahora Richmond estaba diciendo que se retiraría si pensara que había perdido credibilidad. Su reputación entre los votantes evangélicos se desinflaría como un balón pinchado, y con ella, la perspectiva de Slater de entrar en la Casa Blanca.
Slater era un hombre de negocios y su mente trabajaba de forma pragmática. No le costó mucho plantearse las opciones.
Uno: sobornarla. Ella quería diez millones de Cleaver, pero seguro que no le importaba de dónde viniera el dinero mientras se hiciera rica. Él podía doblar la cifra para que desapareciera. Pero ¿y si volvía a por más? ¿Y si no se echaba atrás y descubría el pastel de todas formas? ¿Podía confiar en ella?
Slater había preferido la segunda opción: atraparla y obligarla a que los guiara hasta las pruebas. Las destruirían para siempre y luego la enterrarían tanto a ella como a lo que afirmaba.
Así que Slater había llamado a sus contactos. Su socio principal dentro de la CIA había delegado el cometido en uno de sus hombres, Jones, que a su vez había enviado un equipo a Corfú para secuestrarla. Ahora Bradbury estaba bajo su custodia, en un lugar en el que nadie podría encontrarla. Pero había demasiados problemas y complicaciones. No se podía permitir esperar. Era el momento de un movimiento decisivo.
Apagó el reproductor de deuvedés y se acomodó en el mullido sillón, masajeándose las sienes. En la mesita que tenía delante había un cuenco de madera noble lleno de chocolatinas. Cogió tres, rompió los envoltorios y las devoró.
Mientras engullía el último trozo de chocolate, cogió el teléfono del brazo del sillón y marcó bruscamente.
La voz de su socio contestó al segundo tono.
—Tenemos que hablar —dijo Slater. Pausa—. No, ven tú aquí. Estoy solo. He enviado al necio de vacaciones unos días.
—Estaré ahí en tres horas —contestó el socio.
—Que sean dos.