31

De cerca, la casa de Cleaver era extraordinariamente imponente, con su fachada neoclásica de altas columnas en piedra blanca. Ben subió los peldaños de la entrada principal, la atravesó y vio que se encontraba en un vestíbulo. Podía haber sido tan opulento como el de Augusta Vale, pero tenía el aspecto de un lugar que había visto tiempos mejores.

Una mujer salió disparada de una puerta. Parecía una empleada, quizá un ama de llaves o una ayudante personal. Al verlo se sorprendió y se quedó mirándolo con los ojos como platos.

—¿Dónde está Cleaver? —preguntó Ben.

—¿Quién es usted?

—¿Dónde está?

—No lo sé —contestó.

Pero su mirada nerviosa hacia el final de la escalera de caracol que había detrás de ella le dijo a Ben todo lo que quería saber. Pasó por su lado casi empujándola y subió los escalones de dos en dos, sin hacer caso de sus protestas. Llegó a un largo rellano con galería y empezó a abrir de par en par todas las puertas que iba encontrando.

La cuarta puerta reveló a Cleaver sentado en su mesa al fondo de la habitación. Ben cerró la puerta de golpe y avanzó. Echó un vistazo a su alrededor y vio que se trataba de un despacho. Había pocos muebles y muchos vacíos en las paredes donde una vez hubo cuadros. La habitación tenía un aspecto triste. Era obvio que el hombre aún no había recibido su parte de la fortuna Vale.

El pastor se levantó, un poco tembloroso. Había una botella de whisky y un vaso delante de él.

—Es hora de nuestra pequeña charla —dijo Ben—. ¿Lo habías olvidado?

Cleaver se hundió en la silla de cuero de su escritorio. Ben se sentó en el borde de la mesa, a medio metro de él.

La puerta se abrió de golpe y dos grandullones con traje entraron rápidamente. Vieron a Ben y se pusieron en tensión, preparados para cualquier cosa.

—¿Todo bien, señor?

—Diles que se vayan —dijo Ben—. O tú serás el responsable de lo que pueda pasarles.

Cleaver les hizo un gesto con la mano.

—Está bien. Todo está bajo control.

Los dos tipos miraron fijamente a Ben mientras se dirigían hacia la puerta y la cerraban al salir.

—No eres un estudiante de teología —dijo Cleaver.

—Sí que lo soy. Pero no siempre lo he sido. Todos tenemos nuestros secretos, Clayton. Y tú vas a contarme los tuyos.

—¿O qué?

Ben metió la mano en su bolsa de lona y sacó el Linebaugh 475. Apuntó al pecho de Cleaver.

—Acabas de ver cómo le he dado al centro del blanco a cien metros de distancia. No voy a fallar desde aquí.

—De acuerdo —dijo Cleaver—. Hablemos.

—¿Dónde está Zoë Bradbury?

—La verdad es que no te puedo contestar a eso.

—Piénsalo bien. Podrás seguir hablando sin piernas.

—Lo digo en serio. No sé dónde está.

—No me pongas a prueba —dijo Ben—. No es muy inteligente.

—¿Tú qué piensas que he hecho?

—Ella te estaba chantajeando y decidiste que no querías pagarle.

—Pagué —protestó Cleaver—. Pagué el dinero sin pensármelo. Y pagaré el resto, en cuanto lo tenga. Tal y como dije que lo haría. Soy un hombre de palabra.

Ben levantó el revólver a la altura de la cabeza de Cleaver y lo amartilló. El sonido metálico rompió el silencio de la habitación.

El sudor goteaba por la frente del pastor mientras miraba la boca del revólver.

—Está metida en un lío, ¿verdad? ¿Le ha pasado algo?

—¿Y tú me lo preguntas?

—Nunca le he puesto una mano encima —insistió Cleaver con un tono de pánico en la voz—. Lo único que hice fue mandar a unos tíos a que la siguieran.

—Hasta Grecia. Ya conozco el resto.

Cleaver frunció el ceño.

—¿Perdón?

—Ya estoy cansado de jueguecitos.

—Has dicho Grecia. ¿Qué tiene que ver Grecia con todo esto?

—En Grecia es donde pusiste la bomba para matar a Charlie Palmer —dijo Ben—. Allí fue donde tus agentes asesinaron a Nikos Karapiperis y secuestraron a Zoë. Te voy a decir una cosa: Kaplan y Hudson están muertos.

Había una mirada vacía de incomprensión en el rostro de Cleaver.

—Y he visto cómo han dejado tus hombres las piernas de Skid McClusky —añadió Ben.

Cleaver levantó las manos.

—Espera. Estás cometiendo un gran error. Yo no he oído en mi vida los nombres de Kaplan y Hudson, ni sé quiénes son Charlie Palmer ni Nikos lo que sea. Yo no sé nada de las piernas de Skid McClusky. Al único sitio al que envié a mis hombres es a casa de Augusta para que espiaran a esa mocosa mientras ligaba.

Ben dudó por un instante. Cuando apuntas con una pistola a alguien que no está acostumbrado y le demuestras que vas en serio con lo de disparar, lo que generalmente sale es la verdad. Cleaver tenía la mirada de un hombre que estaba de verdad asustado y soltando todo lo que sabía para salvar su vida. Aunque lo que estaba diciendo parecía imposible.

—¿De qué estás hablando, Cleaver?

—Mira, ¿puedes apartar el revólver? —pidió el predicador—. No puedo hablar con ese puto cañón apuntándome a la cara.

Ben desamartilló el revólver y lo bajó un poco.

Cleaver se aclaró la voz y le dio un largo trago al whisky. Hizo una pausa para secarse el sudor de la frente.

—Cuéntame lo que está pasando —dijo Ben.

Cleaver suspiró.

—Ya sabes lo del dinero que me está dando Augusta. No sé cómo lo sabes y tampoco voy a preguntar.

Ben asintió.

—Continúa.

—Augusta tiene un enorme montón de dinero —dijo Cleaver—. Es millonaria. Ahora bien, también es una buena cristiana y me ofreció cien millones por pura amabilidad. Pero no los puede dar así, sin más. La mayor parte del dinero está inmovilizado en valores, fondos y bienes inmuebles. No es como para que pudiera acceder a un pozo sin fondo de dólares cuando le viniera en gana.

—Y por eso, cuando Zoë Bradbury volvió a aparecer, tuviste miedo de que pudiera cambiar de opinión.

—Coño, pues claro que me entró miedo —dijo Cleaver enfadado—. Esa chica es la zorra más astuta y manipuladora que he tenido la desgracia de conocer. Estoy a punto de conseguir todo ese montón de dinero, y al minuto siguiente llega esa mocosa consentida de Inglaterra tirando indirectas sobre los fondos que necesita para su proyecto y esa excavación y ese viaje de investigación. Y ahí está Augusta, que no tiene descendencia, hablando de ella como si fuera la hija que nunca tuvo y de lo especial y maravillosa que es, y toda esa mierda. Estaba claro. Pensé que iba a salir perdiendo con toda seguridad. —Cleaver volvió a darle un trago al whisky—. Luego, cuando conocí de verdad a esa mocosa, vi que lo único que quería era la pasta de Augusta. Toda esa palabrería era mentira. Ella solo quería el dinero para bebida y fiestas. No es más que una cazafortunas.

—Mira quién fue a hablar —dijo Ben.

Los ojos de Cleaver brillaron de ira.

—¿Qué? ¿Crees que tendría que haber rechazado la generosidad de Augusta? Mi libro salió hace muchos años. Se me ha acabado todo el dinero, y he gastado todavía mucho más. Estoy cargado de deudas. No tienes ni idea de lo que cuesta llevar una operación como la mía; bueno, quizá hayamos sido nosotros los que nos hemos puesto en una situación económica comprometida.

—Al parecer has vendido todos tus cuadros y muebles —dijo Ben.

—Pues sí, la situación se complicó. Augusta me estaba tendiendo una mano. Tenía que aceptarla. No hacerlo habría sido de locos.

—Déjate de gilipolleces y cuéntame lo que hiciste.

—Vale. Cuando estaba con Augusta, la señorita Bradbury era una santa. Faldas largas, blusas de cuello alto. Desprendía buena devoción cristiana a la antigua, como una mosquita muerta. Pero yo sabía que estaba ligando por toda la ciudad. Yo sabía lo que estaba haciendo a espaldas de Augusta, y bajo su techo, con tipos como Skid McClusky, por nombrar a una de sus muchas conquistas mientras estuvo en Savannah.

—¿Tus hombres te contaron eso?

Cleaver asintió y se volvió a enjugar el sudor.

—Tenía a un par de tipos siguiéndola. Sabía que sacaría algún trapo sucio. Y no fue difícil conseguirlo. Estaba metiendo a sus amiguitos a hurtadillas en la antigua cochera para carruajes. A veces, a más de uno a la vez.

Ben adivinó adónde conducía aquello.

—Así que tus hombres lo grabaron en vídeo. Y lo utilizaste para poner a la señorita Vale en contra de Zoë.

—Augusta nunca supo quién le había enviado la cinta —dijo Cleaver—. Era de un admirador. Nunca se lo mencionó a nadie. Pero yo diría que la amargó. La siguiente vez que cené con ella y con Zoë, había un ambiente raro. Ahí fue cuando supe que mi plan había funcionado. Volvía a tener mi dinero asegurado.

—Pero entonces Zoë se volvió contra ti —dijo Ben.

—Adivinó que yo tenía algo que ver con el cambio de Augusta. Poco después, cuando ya se había marchado de los Estados Unidos y yo pensaba que nunca más volvería a escuchar su nombre, recibí una llamada.

—Lo sé. Veinticinco mil por adelantado y diez millones después.

—Entonces lo sabes todo —dijo Cleaver—. Le pagué, y le pagaré el resto. Sin problemas.

—Pero ¿por qué?

—¿Por qué quieres saberlo? Ya te he contado la verdad. Estoy dispuesto a pagarle el dinero. Si le ha pasado algo, yo no tengo nada que ver. Ahora, caballero, si no le importa, creo que esta conversación se ha acabado. Tengo unos asuntos que atender. —Cleaver se dispuso a levantarse.

—Para. Tú no vas a ninguna parte. —Ben volvió a levantar el arma.

—¿No me crees?

—Quiero que me cuentes el resto. Quiero saber lo de la profecía.

Cleaver se desplomó en la silla.

—Por eso tenías tanto interés en hablar de profecías anoche.

—¿Qué había en la caja que te entregó Skid McClusky?

—Simplemente un fragmento de cerámica. Nada más.

Ben recordó lo que Tom Bradbury le había contado aquel día en Summertown, sobre los antiguos fragmentos de cerámica que había descubierto Zoë.

—No lo entiendo —admitió—. ¿Por qué pagar diez millones por un trozo de cerámica?

—No te lo puedo decir —dijo Cleaver.

—No vas a salir de aquí hasta que no me lo cuentes. —Ben amartilló el arma—. Y será mejor que me creas. Así que habla.

—Lo he datado con la prueba del carbono 14 —contestó Cleaver cansado—. Pertenece a la época correcta.

—¿La época correcta para qué?

Cleaver levantó la cara bruscamente.

—La época correcta para haber estado allí cuando se escribió el Apocalipsis.

Ben lo miró con fijeza y parpadeó.

—No lo entiendo.

—Ella me dejó ver un trozo pequeño —dijo Cleaver—. Todavía tiene el resto.

—¿El resto de qué?

—El resto de la prueba. Ella dice que encontró una colección de lápidas de cerámica, grabadas en griego antiguo, que se remontan a los tiempos bíblicos. Dice que son la prueba irrefutable de que san Juan no fue el autor del Apocalipsis.

—¿Y?

—Y eso es todo. Eso es todo lo que sé. No me dio mucho más en lo que basarme. Pero tengo que creer que lo dice en serio y que es cierto. No me puedo permitir lo contrario.

—No te veo muy seguro de tu postura —dijo Ben.

—Vale, vale. Seré franco contigo. Has visto mi libro. Sabes de qué trata.

—De que el apóstol Juan te habló.

Cleaver asintió e hizo una mueca.

Ben sonrió.

—Intentas decirme que Juan no te habló en realidad.

—No, pues claro que no —murmuró Cleaver—. ¿Cómo coño iba a hablarme? Lleva muerto casi dos mil años.

—En realidad no pensaba que lo hubiera hecho, Cleaver.

—Lo dije simplemente para desmarcarme —dijo Cleaver con desesperación—. Para tener ventaja sobre los demás predicadores del fin de los tiempos.

—Te refieres a los honestos —dijo Ben—. Los que no se dedican a tomar el pelo a los demás.

—Lo que sea. Pero todo lo que he construido se basa en ese libro. Todo esto —dijo Cleaver señalando con un gesto las vistas a través de la ventana—. Millones de americanos apoyan la idea de que tengo línea directa con san Juan. Que él garantiza todas las profecías que escribió en el Apocalipsis. Y ahora esa zorra dice que ha desenterrado algo que podría jodérmelo todo. La prueba que los expertos en teología han estado buscando durante siglos para acabar con el debate sobre quién fue el verdadero autor del Apocalipsis.

—Pero ella va a ocultar la prueba por diez millones de dólares.

Cleaver hizo un gesto de impotencia.

—Eso es lo que dijo. Y tengo que tomármelo en serio, ¿no? Quiero decir, si fuera una estudiante de poca monta, podría ponerla en evidencia. Pero no lo es. Es una académica respetada, lo creas o no. Escribe libros. Si lo cuenta, la tomarán en serio. Joder, hasta podría salir en televisión por eso. Cientos de jodidos expertos esperando entre bastidores para abalanzarse sobre ella. Acabaría conmigo. Acabaría con las ventas de mi libro. Significaría el final de mi carrera política.

—Y adiós a los cien millones de dólares.

El predicador asintió con tristeza.

—Esa rata insignificante me amenazó con contárselo a Augusta. Me dijo que me dejaría ante ella como un estafador.

—Pero lo eres —dijo Ben—. Tienes que admitirlo.

Cleaver se quedó mirando por la ventana durante unos segundos, luego se giró y miró fríamente a Ben.

—Claro. Soy un estafador. Soy un timador. Pero eso es todo. Nunca le he hecho daño a nadie. Nunca he enviado a nadie a Grecia. No sé nada de bombas ni de piernas rotas. He visto a Skid McClusky una vez, cuando me trajo la caja. Eso es todo. Le di su dinero y se marchó. —Cleaver se estaba poniendo rojo. Se levantó de detrás de la mesa—. Y ahora me voy. Puedes dispararme si quieres. Pero estarás disparándole a un hombre inocente.

—Si me entero de que me has mentido —dijo Ben—, volveré. Y te mataré. De cerca o a un kilómetro de distancia, no me verás llegar. Quedas avisado.

Pero mientras observaba a Cleaver salir de la habitación, algo le dijo a Ben que se había equivocado en todo, y mucho.