Decimoquinto día
La casa del buen pastor Cleaver estaba situada a quince kilómetros al oeste de Savannah. Conforme transcurría la mañana, lejos de la costa de Georgia, el ambiente se hacía incluso más húmedo y agobiante. El terreno era llano y hermoso, con robledos que se extendían en todas direcciones, alejándose de la carretera hasta límites que el ojo ya no alcanzaba a ver. Las señales para llegar al torneo de tiro apartaron a Ben de la carretera principal hacia un recorrido de tres kilómetros por un camino privado. Otros coches seguían el mismo camino y, al girar una curva, entró en un gran terreno donde había cientos de vehículos. Encontró un sitio para aparcar y salió del coche para enfrentarse al calor asfixiante; se colgó la bolsa al hombro.
Aquella mañana, la señorita Vale se había marchado temprano en su limusina conducida por un chófer, absolutamente radiante por la emoción de empezar con la organización de su acto benéfico especial. Había estado tan atareada con las llamadas telefónicas y los detalles de última hora, que Ben no había tenido la oportunidad de preguntarle más sobre la iniciativa patrocinada que le había mencionado. Echó un vistazo a la zona de aparcamiento y reconoció el majestuoso Lincoln Continental al fondo.
El terreno de Cleaver debe de extenderse varios kilómetros, pensó. Solo aquel donde había aparcado medía al menos una hectárea. Los grupos de espectadores se estaban dirigiendo a un campo colindante varias veces más grande, donde habían colocado hileras de casetas y carpas alrededor de las cuales se apiñaban al menos dos mil personas comiendo, bebiendo, charlando y riendo bajo el sol. Sin duda, era un acontecimiento familiar divertido, a juzgar por el número de mujeres y niños presentes.
También se trataba de un gran evento mediático, había camiones de la televisión aparcados cerca de la entrada al campo principal, cámaras y periodistas por todas partes. El centro del campo estaba dominado por una gran carpa con un cartel de la Fundación Augusta Vale. Cerca de allí, los vendedores de comida caliente amontonaban en los platos de plástico pollo frito, mazorcas de maíz con mantequilla, hamburguesas y patatas fritas. En una caseta de la Asociación Nacional del Rifle, la gente repartía folletos sobre la seguridad con las armas. Otros vendían pistolas, munición, libros y revistas, protectores auditivos, equipamiento para la caza y toda una gama de accesorios de tiro, la más amplia que Ben había visto en su vida.
Se acercó a la valla y se protegió los ojos para echar un vistazo al campo de tiro. La instalación era impresionante: un enorme espacio despejado entre los árboles que se extendía a lo lejos con blancos situados a distancias marcadas de 100, 500 y 1.000 metros. También a distancia, habían levantado un enorme montículo de tierra como barrera para impedir que los tiros fallidos llegaran a la propiedad contigua. Se había acordonado una zona destinada a los espectadores de la competición y el punto de tiro se había equipado con esterillas y soportes para los rifles. Alrededor del campo de tiro principal, se desarrollaban pequeñas pruebas. Incluso había un campo de tiro para niños, donde los instructores de la Asociación Nacional del Rifle les enseñaban los principios básicos del tiro al blanco y seguridad con las armas de pequeño calibre.
En el programa de la competición, que se había clavado en un poste cerca de la caseta del juez, Ben vio que las pruebas de pequeño calibre ya se habían celebrado aquella mañana. Los nombres de los ganadores aparecían escritos en una pizarra cercana. Sin embargo, el acontecimiento principal del día, lo que la mayoría de la gente había ido a ver, era el concurso de tiro al blanco de gran calibre de categoría abierta. Un montón de tiradores de rifle de gran calibre ya se estaban reuniendo en el punto de tiro, abrían sus cajas y preparaban sus equipos.
Pero a Ben no le interesaba la competición de tiro que se celebraba. Él estaba allí para coger a Clayton Cleaver, llevarlo a un lugar privado y sonsacarle algunas verdades.
Tenía su estrategia bastante planeada. Le gustaban los planes sencillos y este, de hecho, era muy sencillo. Si Cleaver no confesaba inmediatamente, le sacaría a golpes lo que le había pasado a Zoë y dónde estaba. Daba igual que estuviera viva o muerta, la suerte del predicador estaba echada. Tenía que pagar por lo de Charlie. Cuando ya no le hiciera falta, llevaría a Cleaver a un lugar tranquilo y le volaría la tapa de los sesos. Lo dejaría allí tirado. Luego volvería a casa y continuaría donde se había quedado.
Se preguntó dónde estaría aquel hombre. A lo lejos, a través de los árboles, veía la casa, una gran mansión blanca y brillante de estilo colonial con columnas y porches. Apretó los puños por la rabia y, por un instante, le entraron ganas de ir a buscarlo allí directamente.
Y entonces lo vio. Era obvio. Tendría que haberse imaginado que no se encontraría lejos del tumulto y las cámaras. Cleaver estaba en medio de la multitud agrupada alrededor de la carpa de la Fundación Augusta Vale, rodeado de fotógrafos de prensa, estrechando tantas manos como podía, sin perder la gran sonrisa de su cara. La señorita Vale también estaba allí, con su aire elegante y refinado, atendiendo a la gente que la rodeaba y delegando tareas a sus ayudantes. Ben se dirigió hacia allí y, al verlo, la señorita Vale lo saludó con la mano. Él sonrió y le devolvió el saludo.
Al acercarse, vio que Cleaver le lanzaba una mirada. De pronto, el pastor pareció tener un compromiso ineludible en otro sitio. Se perdió entre la multitud.
—Ya te pillaré luego —murmuró Ben en voz baja.
La señorita Vale lo cogió del brazo cuando se acercó a ella.
—¿No te parece maravilloso? Mira cuánta gente —le dijo sonriendo—. Hay alguien que quiero que conozcas. —Se volvió hacia dos de sus ayudantes que estaban ahí cerca, una mujer rechoncha y pelirroja que hablaba con una chica japonesa menuda y muy atractiva de unos veinte años.
—Harriet, ¿dónde está el joven Carl? —preguntó la señorita Vale nerviosa—. Son las doce menos cuarto. Empieza en quince minutos.
—Creo que acaba de llegar —contestó la mujer pelirroja.
—Va algo justo de tiempo. Tendré que regañarle.
La chica japonesa llamó la atención de Ben y le sonrió.
—Vamos a verlo —dijo la señorita Vale.
Comenzaron a andar hacia el aparcamiento. Harriet y la anciana estaban inmersas en su conversación. Ben las seguía, y la joven japonesa caminaba a su lado.
—Me llamo Maggie —dijo—. Encantada de conocerle.
—Yo soy Ben —dijo—. ¿Trabajas para la Fundación Vale?
Ella asintió.
—La señorita Vale nos ha hablado mucho de usted —dijo.
—¿En serio? ¿Quién es ese tal Carl al que vamos a ver?
—Uno de los ahijados de la señorita Vale —contestó Maggie—. La Fundación costea la educación de muchos jóvenes desfavorecidos. Carl Rivers solo tiene diecinueve años, pero ya es campeón de tiro con rifle. La fundación ha estado pagando su entrenamiento y esperamos que algún día represente a los Estados Unidos en las olimpiadas.
—Impresionante —dijo Ben.
—La señorita Vale ha organizado una prueba con patrocinio especial para el concurso de este año —dijo Maggie—. Ha puesto cien mil dólares de su propio dinero y ha convencido a un montón de gente rica para que también lo financie. Se enfrenta a tiradores profesionales de cinco estados, pero somos optimistas. Si gana en la categoría de rifle de gran calibre, recaudaremos casi medio millón para el hospital. Es muy importante.
—La señorita Vale me contó lo del ala infantil —dijo.
Maggie asintió con pesar.
—Es muy triste.
Llegaron a la zona de aparcamiento. Alejada de los demás coches, había un área acordonada cerca del campo de tiro, solo para los participantes.
—Es ese de ahí —señaló Maggie.
Ben miró. Había un chico negro junto a un viejo Pontiac hecho polvo. Lo acompañaba un amigo, un adolescente blanco, larguirucho y desgarbado con pantalones vaqueros rotos por las rodillas y gafas tan gruesas que sus ojos parecían ocupar toda la lente. El amigo estaba sacando una gran funda de rifle negra de la parte de atrás del coche.
—Supongo que Carl Rivers no es el que lleva gafas —dijo Ben.
Maggie se rio.
—No, ese es Andy. Creo que no sería un buen tirador.
Carl estaba en mitad de una animada discusión con su amigo desgarbado y no los había visto acercarse. Se apoyaba con la mano derecha en un lateral del coche mientras Andy dejaba la funda de rifle en el césped. Debían de estar bromeando sobre algo porque, de pronto, Carl echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír. Andy también se reía, sus grandes ojos se tronchaban de risa tras las gafas. Y entonces, levantó el brazo y cerró la puerta del maletero. Justo encima de los dedos de Carl.
La risa de este se convirtió de repente en un grito. Se puso la mano herida entre las piernas y empezó saltar en círculos.
La señorita Vale se acercó corriendo a él.
—Mi niño, déjame echarle un vistazo.
—Mierda, ¿qué ha pasado? —dijo Maggie alarmada.
Obviamente, a Carl le dolía muchísimo. Ben examinó la herida. Tenía los tres primeros dedos de la mano derecha machacados y estaban sangrando.
—¿Puedes doblarlos? —preguntó Ben.
Carl lo intentó y gimió.
—Puede que estén rotos —dijo Ben.
—Hay una carpa de primeros auxilios cerca —dijo la señorita Vale, lanzándole una mirada a Andy, que estaba de pie a un lado mordiéndose el labio por el sufrimiento—. Pueden echarle un vistazo, pero creo que necesitas que te vea un médico.
—Tiene razón —dijo Ben.
—Sí, pero se supone que tengo que competir hoy —protestó Carl.
Justo cuando lo dijo, anunciaron por los altavoces que la prueba de rifle de gran calibre empezaría enseguida y se pedía a los participantes que se dirigieran por favor a la línea de tiro.
Llevaron a Carl rápidamente a la carpa de primeros auxilios, donde una enfermera le examinó los dedos lo mejor que pudo, se los vendó y le dijo que necesitaba ir a un hospital pronto para que le hicieran una radiografía.
—No puedo, tengo que disparar —dijo.
—Con los dedos así no puedes —dijo la enfermera con los labios apretados—. Hijo, a no ser que aprendas a disparar con la mano izquierda, ya te puedes ir olvidando.
Carl salió de la carpa de primeros auxilios casi llorando por el dolor y la frustración, y se dirigieron de vuelta al coche. Andy iba a la zaga, arrepentido y colmado de sugerencias inútiles. La señorita Vale estaba tranquila, aunque su mirada reflejaba claramente la desilusión.
—Lo importante es que vayas al hospital y te miren los dedos.
—Pero ¿y el dinero? —dijo Carl—. El dinero para la obra benéfica.
—No puedes hacer nada, cariño —dijo resignada—. Ya veremos si podemos volver a organizarlo al año que viene.
—¿No hay nadie que pueda disparar en su lugar? —preguntó Harriet—. ¿El amigo de Carl?
—Andy no podría darle ni a la fachada de una casa a cinco metros de distancia —murmuró Carl. Le dio una patada a una piedra por la indignación.
Del campo de tiro llegaban las detonaciones percusivas de los disparos de los rifles; los tiradores empezaban a calentar y a hacer los últimos ajustes.
—Ya están empezando —refunfuñó Carl.
—Quizá yo pueda ayudar —dijo Ben.
Carl se giró y lo miró.
—¿Tú, Benedict? —dijo la señorita Vale asombrada—. ¿Sabes disparar?
—Un poco —contestó.
Ya estaban a punto de llegar al Pontiac. La funda de rifle seguía en el suelo detrás del coche, y Ben se acercó para recogerla.
—El campo de tiro se extiende casi un kilómetro —dijo Carl, tocándose la mano y frunciendo el ceño—. ¿Tienes idea de lo pequeño que es un blanco a esa distancia?
Ben asintió.
—Me hago una idea.
—Si quieres intentarlo, por mí no hay problema —dijo Carl—. Puedes usar mi rifle. Pero te vas a enfrentar a tipos como Raymond Higgins. Y a Billy Lee Johnson, de Alabama. Fue instructor de la escuela de francotiradores de los marines. Son tiradores de talla mundial. Te van a dar una paliza.
Ben se descolgó la bolsa y la dejó en el césped. Se agachó junto a la funda de rifle y abrió el cierre.
—Veamos lo que tenemos aquí —dijo.