25

Ya era tarde cuando Molly llevó a Ben de vuelta a Hinesville. Le estrechó la mano y le deseó buena suerte. Él le sonrió y observó cómo se perdía en la lluviosa noche, después se subió al Chrysler y se dirigió a Savannah. La bolsa de lona estaba en el asiento de atrás, y dentro guardaba el revólver de caza Linebaugh 475 de Freedom Arms que le había vendido Skid y una caja de cartuchos de punta hueca.

Ben llegó a Savannah y se registró en un hotel. Aquella noche, durante un buen rato, se quedó sentado en la habitación meditando y mirando por las ventanas abiertas el río de Savannah. Estaba muerto de cansancio, pero dormir era imposible con tanto pensamiento dando vueltas en su cabeza.

Si en Grecia las cosas no habían estado muy claras, ahora el panorama era todavía peor. Las cosas pintaban mucho más feas. Pensó en la información de la que disponía y se dio cuenta de que las posibilidades de encontrar a Zoë Bradbury viva se habían reducido al mínimo.

Ya sabía el nombre del rico y poderoso personaje al que Zoë había asustado lo suficiente como para que este tomara ciertas medidas drásticas. Cien millones de dólares y aspirar a ser gobernador de Georgia; no se puede ser tan rico y poderoso sin recorrer el largo camino hasta lo más alto.

También sabía por qué aparecía el nombre de Cleaver en la agenda de Zoë. Cómo y por qué lo había chantajeado seguía siendo un misterio. Pero una cosa sí que estaba clara: había fijado un precio demasiado alto. Obviamente, los diez millones lo habían obligado a pensar en un modo de evitar el pago. Desde el punto de vista de Ben, Cleaver no podía confiar en que Zoë no volviera a pedirle dinero una y otra vez. Le pagaría diez millones, y después de un año o dos, si lo que ella tenía de verdad lo asustaba tanto, podría aparecer de repente pidiéndole diez más. Y así una y otra vez, hasta dejarlo seco. Una vez hubiera probado el sabor del dinero, podría no desaparecer nunca.

Solo había un modo de eliminar el miedo de un modo efectivo y permanente. La lógica era escalofriante, pero Ben vio claro que era la única respuesta al dilema de Cleaver. La vida de Zoë valía mucho menos que diez millones de dólares.

Y Skid McClusky sobraba. Desde el punto de vista de Cleaver, el abogado era un simple cabo suelto que atar. El primer intento falló, pero tarde o temprano Cleaver lo cogería, y McClusky lo sabía. No iba a parar hasta silenciar a todo aquel que pudiera saber algo del asunto. Primero Nikos Karapiperis, después Charlie.

Y ahora él. De pronto, todo cobró sentido. Si Ben no iba tras Cleaver y acababa con el asunto de una vez por todas, sería Cleaver el que acabaría con él. Cien millones dan para pagar a muchos asesinos a sueldo, y no había manera de anticipar cuándo y dónde podrían aparecer.

Mientras consumía las bebidas del minibar y fumaba sus cigarrillos allí sentado, pensó en Tom y Jane Bradbury. ¿Cómo les iba a decir que lo más seguro era que su hija estuviera muerta?

Apartó esa idea de su cabeza. Ya se preocuparía de eso más tarde. Por el momento, solo había un objetivo. Llegar hasta Clayton Cleaver.

El día siguiente amaneció con un derroche de sol. Ben esperó a que pasaran unos minutos de las nueve y llamó al número de Augusta Vale que le había dado Skid McClusky. Una voz masculina, grave y solemne, contestó:

—Residencia Vale.

Ben explicó que era un buen amigo de la familia Bradbury, que precisamente estaba en Savannah y que le gustaría visitar a la señorita Vale. En un tono todavía más serio, el hombre le dijo que esperara.

Cuando la mujer se puso al teléfono, a Ben le gustó inmediatamente. Su voz era la de una anciana fuerte, segura de sí misma. Su tono era formal, pero con un cierto toque de calidez. Le dijo que estaba encantada de hablar con un amigo de los Bradbury. Que fuera a su casa a tomar un café. Que tenía algunos asuntos que atender, pero que estaría libre a partir de las once.

Ben aprovechó el tiempo que le quedaba para explorar la ciudad y comprar algo de ropa. Optó por algo elegante, informal y sencillo: pantalones vaqueros negros almidonados, camisa blanca y chaqueta negra. Luego volvió al hotel y cogió el Chrysler para ir a la residencia Vale en Squares.

No se trataba de una simple casa. La imponente mansión blanca de estilo colonial estaba apartada de la calle, rodeada de verdes jardines repletos de flores y árboles. Se dirigió a la puerta principal y allí lo recibió el hombre de la voz solemne y profunda con quien había hablado por teléfono. El mayordomo lo invitó a entrar y lo hizo pasar a un amplio vestíbulo con suelo de mármol y pinturas con marcos dorados en las paredes.

—¿Me permite su bolsa, señor? —preguntó el mayordomo.

—Prefiero llevarla conmigo, si no le importa —respondió Ben.

Un reloj de pie dio las once mientras el mayordomo lo conducía al salón. Tocó, abrió las puertas de nogal pulido y anunció:

—El señor Hope ha venido a verla, señora.

La mujer se puso de pie y cruzó la habitación en dirección a Ben, sonriendo. Era alta, caminaba erguida y con elegancia, debía de tener unos setenta y cinco años, pero su belleza era deslumbrante. Tenía la piel y los dientes perfectos y el pelo de un tono más platino que gris. Llevaba un collar de perlas sobre una blusa de seda y una falda negra entallada. Le tendió la mano y un diamante relució bajo la luz del sol que se filtraba por las ventanas saledizas.

—Es un placer conocerlo, señor Hope.

—Por favor, llámeme Ben.

—Ben, ¿es el diminutivo de Benjamin?

—Benedict —contestó—. Pero todo el mundo me llama Ben.

—Pero Benedict es un nombre magnífico —dijo con firmeza, como si hubiera decidido que así era como iba a llamarlo.

Le invitó a que se sentara y le pidió al mayordomo que les trajera café y un poco de pastel. Se sentó elegantemente en lo que parecía un sofá estilo Luis XIV. A los pies del sofá, un perrito pequinés lo miraba con recelo y gruñía bajito.

—Tiene una casa preciosa —dijo Ben.

—Gracias. Ha pertenecido a la familia desde la declaración de independencia de los Estados Unidos. —Sonrió—. Así que es usted amigo de la familia Bradbury —continuó, observándolo atentamente.

Ben asintió.

—Tom y Jane le mandan saludos.

—Son una gente encantadora —dijo ella—. Y Oxford es una ciudad magnífica. Tengo intención de volver en agosto, para la escuela de verano.

—Tengo entendido que es usted una gran apasionada de la arqueología.

—Efectivamente —dijo—. Así es como conocí a Zoë. Es una joven con mucho talento. Muy inteligente. Un poco testaruda, quizá. Y bastante alocada también.

—Eso dicen.

—¿La ha visto últimamente?

—La última vez que la vi era de esta estatura. —Ben elevó la mano a setenta centímetros del suelo.

Ella sonrió.

—Entonces usted no es uno de sus jóvenes galanes.

—No, yo no soy uno de sus jóvenes galanes.

La señorita Vale no contestó, pero Ben percibió alivio y aprobación en su mirada.

—¿A qué se dedica usted, Benedict? —preguntó con dulzura.

—Llámeme Ben, por favor. Soy estudiante. De hecho, soy uno de los estudiantes de Tom Bradbury en Oxford.

—Caramba, eso es maravilloso. Un teólogo.

—Esa es mi intención.

—Entonces deberías utilizar ese magnífico nombre que tienes. Sabes lo que significa, ¿verdad?

Ben no contestó.

—Significa «bendecido» —dijo ella.

—Creo que estoy más maldito que bendecido.

Mantuvo la mirada grave de Ben durante un segundo, luego se rio.

—No deberías decir esas cosas. Dime, Benedict, ¿dónde te alojas?

Cuando le dijo el nombre de su hotel, ella negó con la cabeza y chasqueó la lengua.

—No lo voy a consentir —dijo ella—. Te quedarás aquí, serás mi invitado.

—No quiero causarle molestias.

—En absoluto. Te puedes quedar en la antigua cochera para carruajes. Es una estancia especial para invitados contigua a la casa. Tú no me molestarás, y yo no te molestaré.

—Es muy amable por su parte —dijo.

—En absoluto. Le diré a alguien del servicio que recoja su equipaje del hotel.

Ben señaló su bolsa de lona.

—Este es mi equipaje.

La señorita Vale se rio.

—Ya veo que viajas ligero de equipaje, Benedict. Y, obviamente, cenarás con nosotros esta noche.

—¿Nosotros?

—Conmigo y con Clayton. Es una visita habitual en esta casa.

—¿Estará Clayton Cleaver?

—¿Por qué lo dices? ¿Has oído hablar de él?

—¿Y quién no? —dijo Ben.

—Entonces debes de conocer su libro —dijo ella.

—Me temo que no he tenido el placer de leerlo todavía.

—Entonces te daré un ejemplar ahora mismo. —Tocó una campanilla y una hermosa mujer negra entró en la habitación. La señorita Vale le sonrió y los presentó.

—Benedict, esta es mi ama de llaves, Mae. —Se dirigió a Mae—. ¿Le puedes decir a una de las chicas que vaya a buscar un ejemplar del libro del señor Cleaver a la biblioteca?

—Ahora mismo, señorita Vale. —Mae asintió y se marchó con paso enérgico.

A la señorita Vale le brillaban los ojos.

—Tienes que leerlo —le dijo a Ben—. Cambió mi vida. Ya sabes, Clayton recibió personalmente la iluminación divina del espíritu eterno del apóstol san Juan.

—Parece un libro imprescindible.

Al cabo de unos minutos, una criada entró en la habitación con un gran libro de tapa dura en las manos. Se lo entregó solemnemente a la señorita Vale. La anciana le indicó que se retirara con una amable sonrisa. Tomó el libro cuidadosamente y se lo pasó a Ben.

Este le dio las gracias y lo apoyó en el regazo. Las recargadas letras doradas en relieve de la portada decían: «Juan me habló, de Clayton R. Cleaver».

—Clayton lo distribuye gratuitamente entre las familias pobres y desfavorecidas —dijo la señorita Vale, radiante—. Realmente es un hombre maravilloso.

Ben abrió la cubierta. Dentro había un prólogo del autor. Lo ojeó rápidamente.

Hace diez años, terminé el manuscrito de este libro en un momento de revelación divina y envié copias a todas las editoriales de los Estados Unidos. Ninguna quiso publicarlo. Pero yo ya sabía que no lo harían, porque eso es lo que Juan me dijo. Él me dijo que persistiera. Que este libro tenía que ver la luz. Vendí mi coche. Vendí mi casa. Vendí todo lo que tenía. Viví en una caravana e invertí todo mi dinero en crear mi propia editorial y en poner este libro, queridos lectores, en vuestras manos.

Cada una de las palabras de Juan era cierta. El libro tuvo tanto éxito que, al cabo de un año, todas las editoriales importantes de los Estados Unidos me suplicaban que les cediera los derechos. Hasta la fecha, la palabra de Juan se ha transmitido a más de doce millones de americanos…

—¿Qué opinas, Benedict? —preguntó la anciana.

—La verdad es que parece interesante —contestó Ben.

—Quédatelo —dijo ella inmediatamente—. Tengo muchos ejemplares.

—Es usted muy amable, señorita Vale. Estoy deseando leerlo. Y también estoy deseando conocer al autor.

Ella le sonrió orgullosa.

—Creo que esto tenía que ocurrir. Justo cuando te conozco, viene Clayton.

Mae le enseñó a Ben la antigua cochera para carruajes. La estancia para invitados estaba situada en la parte de atrás de la mansión, en la planta baja. Era un apartamento de un tamaño considerable, con dos habitaciones, cocina, cuarto de baño, sala de estar, e incluso su propio salón. El mobiliario era de un gusto exquisito. Ben dejó su bolsa encima de la cama con dosel y volvió a la sala de estar. Las cristaleras daban a un espléndido jardín subtropical repleto de palmeras y musgo español, y de rosas de todos los colores imaginables.

Al observar la elegancia que lo rodeaba y pensar en su amable y, obviamente, generosa y encantadora anfitriona, no pudo evitar preguntarse qué hacía con un matón como Clayton Cleaver.

Se preguntó qué tipo de hombre sería aquel. Miró el reloj. En unas horas lo descubriría.