24

Ya de noche, Molly llevó a Ben en su coche por la carretera de la costa en dirección sur hacia Jacksonville. Las suaves gotas de lluvia en el parabrisas se convirtieron en un tremendo tamborileo y la carretera, en una superficie brillante y resbaladiza. Permanecieron en silencio durante los primeros kilómetros, los limpiaparabrisas marcaban los segundos.

—Tío, no me vendría mal un trago —dijo ella de repente—. Todavía me tiemblan las manos. —Lo miró de reojo—. Nunca había apuntado a nadie con un revólver.

—Lo hiciste bien. —Se metió la mano en la chaqueta y le ofreció su petaca—. Esto te calmará.

Ella bebió un sorbo.

—Está bueno. ¿Qué es?

—Laphroaig, whisky escocés single malt, de diez años.

—Genial. —Bebió otro trago, se chupó los labios y le devolvió la petaca—. ¿Ves la guantera? ¿Me sacas un cigarro?

Ben la abrió.

—¿Habanos? —dijo sorprendido.

—Mi padre los fumaba. Me gusta el sabor. Coge uno.

Los puros Coronation de Punch estaban conservados herméticamente en tubos de aluminio plateados. Ben abrió dos, los encendió con su Zippo y le pasó uno.

Molly le dio una larga calada y expulsó una nube de humo.

—Entonces, señor Hope… Quiero decir, Ben. ¿Quién eres?

—Simplemente alguien que quiere ayudar.

—Parece que sabes un montón de armas. Para ser inglés. Pensaba que allí estaban prohibidas.

—En realidad no soy inglés —dijo—. Soy mitad irlandés.

—¿Qué mitad?

—La buena.

Ella se rio.

—Eso pensaba. Todos los tíos ingleses que he conocido eran unos hijos de puta mojigatos.

—Háblame de Skid.

—Nos conocimos en la facultad de derecho.

—¿También eres abogada?

Ella negó con la cabeza.

—No pasé el examen para ejercer. Me puse nerviosa. Así que trabajo de ayudante de abogado. Estuve con Skid durante un tiempo y ahora estoy en un bufete de las afueras.

—¿Por qué te envió a ti en su lugar?

—Porque no puede ir a ningún sitio. Ya lo comprobarás por ti mismo, en breve.

—¿Qué le ha pasado?

—La gente de Cleaver. Lo cogieron. Casi lo matan. Lo habrían hecho si yo no hubiera aparecido y hubiera llamado a la poli.

—¿Quién es ese tal Cleaver?

—Ya te hablará Skid de él.

—¿Qué tiene que ver Zoë Bradbury en todo esto?

—Skid y yo estuvimos saliendo durante casi dos años —dijo ella—. Zoë Bradbury hizo que rompiéramos.

—Sé que vino un par de veces —dijo Ben—. Se quedaba en casa de la señorita Vale.

Molly asintió y le dio otra calada al cigarro.

—Ocurrió la última vez que vino, hace seis meses. Skid estaba en un bar, siempre está en algún bar; conoció a la inglesita y supongo que no pudo resistirse. Y también supongo que ella tampoco pudo resistirse. Skid nunca ha tenido un centavo, pero es encantador, eso está claro. —Fingió una sonrisa—. La primera vez que me la encontré fue en la oficina. Skid me dijo que tenían un acuerdo comercial en marcha. Lo que no me dijo fue que mientras ella estaba aquí, no paraban de follar. A las pocas semanas me di cuenta de qué iban todas esas noches en las que se quedaba a trabajar hasta tarde. —Bajó un poco la ventanilla y tiró la ceniza fuera—. Skid no lo negó. Y ahí fue cuando lo dejé. Le dije que no quería volver a verlo. Que se había acabado. Pero entonces empezó a llamarme y a darme la lata, diciéndome que no podía vivir sin mí. Me dejaba mensajes en el teléfono, llorando y amenazándome con que se iba a pegar un tiro.

—¿Con ese enorme revólver?

—No le quedaría otra.

—No, supongo que no.

—De todas formas, volví a su oficina una noche para aclarar las cosas con él cara a cara. Cuando estaba subiendo la escalera, escuché un montón de jaleo y gritos. Había tres tíos con él. Le estaban dando una paliza. Llamé a la poli y dio la casualidad de que había una patrulla cerca de allí. Vinieron, pero los tres tipos debieron de oírlos llegar. Se escaparon por detrás. Lo dejaron fatal.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace solo dos semanas —contestó—. Ahora, a Skid le aterroriza la idea de que Cleaver vuelva a cogerlo. Ni siquiera quiere ir al hospital, y Dios sabe que tiene que ir.

—Y tú lo estás cuidando.

—Soy su perro guardián, como dijiste. Y su enfermera, dos en uno.

—Entonces, ¿Zoë y Skid tenían un acuerdo comercial o era solo una tapadera?

—Tenían un trato —contestó ella con gravedad—. Y esa es la razón de que Skid esté metido en un lío.

—¿De qué se trataba?

—Skid te lo contará. Ya queda poco para llegar.

Molly salió de la carretera y a los pocos minutos estaban circulando por unos caminos oscuros, estrechos y retorcidos. Molly conducía rápido, con el gesto tenso por la concentración. Apareció un camino de tierra a la izquierda y se desvió. Pasaron dando tumbos por al lado del destartalado cartel de un motel. La tierra del camino no era más que barro revuelto por la lluvia. Llegaron hasta el final, giraron y entraron en un escabroso patio de tierra. Los faros iluminaron matas de malas hierbas, bolsas de basura tiradas, muebles rotos, latas de cerveza aplastadas. La edificación se estaba cayendo a trozos, el motel necesitaba desesperadamente una reparación. Una luz de neón salpicada de insectos proyectaba un resplandor amarillento sobre los porches elevados y las plazas de aparcamiento que había delante. Molly paró al lado de una furgoneta y apagó el motor.

Salieron del coche. Ya no llovía, el aire estaba cargado y húmedo. Dos dóberman en una jaula de malla metálica ladraban furiosos y se lanzaban contra el alambre, apoyándose sobre sus fibrosas patas traseras.

—Bienvenido al nuevo hogar de Skid —dijo Molly.

Solo se veía luz en un par de ventanas. El sonido apagado de un televisor llegaba del interior de algún sitio. Los perros seguían ladrando. Una voz ebria y masculina les gritó desde lejos que se callaran.

Molly condujo a Ben hasta la habitación número diez. La vieja puerta estaba combada y pelada. Tocó fuerte, tres veces.

—Soy Molly —dijo. Buscó en su bolso y sacó la llave, abrió la puerta y entraron.

La estancia estaba oscura y olía a cerrado y a antiséptico. Molly descorrió las cortinas y encendió una luz auxiliar.

Skid McClusky estaba durmiendo y sacudió la cabeza. Parpadeó por la luz.

Tenía unos treinta años, como Molly. Seguramente sería guapo, pero su belleza era difícil de adivinar bajo todos esos cardenales amarillentos y los cortes a medio cicatrizar. Tenía el pelo oscuro, grasiento y pegado a la frente. Llevaba una camisa vaquera con manchas oscuras de sudor y estaba sentado en un sillón del que se salía casi todo el relleno, con las piernas estiradas y apoyadas en un taburete. Las llevaba escayoladas de rodillas para abajo. Tenía una escopeta Mossberg de corredera apoyada en el regazo, que no paraba de toquetear nerviosamente.

Levantó la mirada, con los ojos envueltos en dolor y miedo. Sus ojos recorrieron toda la habitación y se detuvieron en Ben.

—No pasa nada, Skid —lo tranquilizó Molly—. No es uno de los de Cleaver.

—Acércate una silla —le dijo Skid a Ben—. Y dime qué quieres.

—Voy a por unas cervezas —dijo Molly—. Os dejaré solos para que habléis. —Se marchó.

Ben y el abogado se quedaron sentados y en silencio durante un minuto.

—Iré directo al grano —dijo Ben—. Zoë Bradbury desapareció de su casa de Grecia hace doce días. Mi trabajo es encontrarla y creo que tú puedes ayudarme.

—Supongo que la cogieron —dijo Skid con un gemido—. Me obligaron a hablar.

—¿Los que te hicieron esto? —Ben señaló las piernas escayoladas.

Skid asintió.

—Estoy hecho una mierda, tío —dijo con desesperación—. Mírame, estoy muy jodido.

—Quizá pueda ayudarte —dijo Ben.

—¿Y cómo, exactamente?

—Todavía no lo sé, pero estoy bastante seguro de que los que te han hecho esto son los mismos que estoy buscando.

Skid se restregó la cara con las manos. Se quedó callado durante un minuto.

—Vale, ¿qué quieres de mí?

—Lo quiero saber todo —dijo Ben—. Sobre el trato que teníais Zoë y tú. Y sobre Cleaver. No paro de escuchar su nombre. ¿Quién es?

Skid soltó un largo suspiro.

—¿Me puedes pasar eso?

Señaló una botella medio vacía de Jack Daniel’s que había encima de la mesa a la que no llegaba. Ben la cogió y se la pasó. Skid le dio un buen trago y se limpió la boca con la manga.

—Empezaré por el principio —dijo—. ¿Sabes quién es Augusta Vale?

Ben asintió.

—Entonces sabes que Zoë se quedaba en su casa de Savannah cuando venía por aquí. Así es como la conocí. En un bar.

—Esa parte ya la he escuchado —dijo Ben.

Skid se removió incómodo en el sillón y el dolor que sintió en las piernas provocó que hiciera una mueca.

—Ella y la señorita Vale estaban muy unidas. Al menos, eso pensaba la señorita Vale. A Zoë le interesaba más su dinero. Siempre le estaba tirando indirectas, que si quería hacer esto, que si quería hacer aquello, con la esperanza de que la mujer sacara el talonario. No todos los días se tiene una amiga con un patrimonio de dos mil millones de dólares que te considera la hija que siempre quiso pero que nunca tuvo. Y si hay algo que le encanta a Zoë, es el dinero.

—No la conozco tanto —dijo Ben—. No la he visto desde que era una niña.

Skid se echó otro trago de whisky.

—Así que pensó que tenía muchas posibilidades de sacar tajada. Hasta que apareció Clayton Cleaver. —Del modo en que dijo el nombre, parecía que pensara que Ben lo reconocería—. ¿Nunca has oído hablar de Clayton Cleaver?

Ben se encogió de hombros.

—¿Debería?

—Es un escritor superventas, telepredicador evangélico, aspirante a gobernador del Estado. Y ahora, el mejor amigo de la señorita Augusta Vale, que cree que su culo es el horizonte por donde sale el sol. La señorita Vale es una buena cristiana, muy devota, patrocinadora de un montón de obras benéficas. Pero la ha engañado. Ese cabronazo la tiene convencida de que es un santo. Cuando Zoë vino a verla hace seis meses, Augusta le contó su último plan: darle dinero a Cleaver para su fundación. Estoy hablando de mucho dinero. Un huevo de dinero.

—¿Cuánto?

—Nueve cifras.

—Cien millones —dijo Ben.

Skid asintió.

—Dinero en efectivo, en lo que se refiere a la señorita Vale. Tiene algunas inversiones y bonos esperando a que venzan, y un montón de abogados trabajando en ello y facturando quinientos la hora mientras el dinero siga paralizado. Se prevé que Clayton lo recibirá pronto, este mes o el que viene.

—Intuyo que a Zoë no le hizo mucha gracia cuando se enteró.

—Joder, claro que no —contestó Skid—. Zoë había conocido a Cleaver en una de las cenas de la anciana. Dijo que era un depravado y un estafador. No podía creerse que la señorita Vale estuviera tan pillada con ese tío, que obviamente la estaba embaucando. Además, estaba convencida de que la estaba volviendo contra ella.

Ben se recostó en la silla y se encendió un cigarrillo.

—¿Lo vas pillando? —dijo Skid—. En fin, Zoë no podía aguantar más. Se marchó y volvió a Inglaterra. Estuvimos un tiempo sin saber el uno del otro. En esos momentos, yo tenía mis propios problemas. Seguramente Molly te lo habrá contado. Pero entonces, hace unas semanas, me llamó. Estaba nerviosa. Acababa de volver de una de esas excavaciones en Turquía y había pensado en una forma de conseguir un montón de dinero de Clayton Cleaver. Dijo que era perfecto. Infalible. Que nada podía salir mal. —Skid se miró las piernas escayoladas y gruñó.

—Lo ha estado chantajeando —dijo Ben—. Pero ¿con qué?

Skid jugueteó con la botella de whisky.

—La verdad es que no lo sé. Nunca me dio detalles. Algo sucio, quizá. Sexo. ¿Quién sabe? Pero fuera lo que fuera, funcionaba. Lo llamó desde Grecia y le hizo algún tipo de proposición. Le pidió dinero. Ella sabía que aún no disponía de los cien millones, así que le dijo que no sería muy dura con él. Por el momento. Quería un adelanto de veinte mil dólares. Cinco mil de los cuales eran para mí. Lo único que tenía que hacer era entregar una caja en las oficinas de Clayton.

—Una caja.

—Una caja. Simplemente una sencilla y vieja caja de cartón, de este tamaño. —Skid formó un cubo de quince centímetros con las manos—. No pesaba mucho. No me preguntes lo que había dentro. No tengo ni idea. Lo único que sé es que hacía ruido cuando la movías.

Entonces no eran fotografías, pensó Ben. Demasiado para ser un chantaje sexual.

—Cleaver se metió en una habitación con la caja mientras yo esperaba afuera —continuó Ben—. Escuché cómo rasgaba el cartón, como si tuviera mucha prisa por abrirla. Fuera lo que fuera lo que había dentro, lo convenció. Volvió con una maleta que contenía veinticinco mil dólares en efectivo. Me la entregó. Cogí mi parte, el resto era suyo.

Aquello explicaba la repentina riqueza de Zoë: el hotel caro, la villa, las fiestas.

—Pero ella quería más, ¿verdad? —dijo Ben.

—Le dijo a Cleaver que en cuanto llegara la parte grande del dinero, quería diez millones de dólares a cambio de lo que tenía. Mi parte era el diez por ciento. No tenía que hacer nada, era en concepto de tramitación. Al parecer, Cleaver aceptó el trato. Yo no podía creerlo. El sueño de todo abogado. Lo tenía todo planeado. Iba a dejar ese nido de ratas que tenía como oficina y trasladarme a la ciudad, a empezar de cero. —Skid suspiró—. Pero él cambió de opinión.

—La noche en que te dieron la paliza.

Skid asintió.

—Estoy seguro de que, durante un par de días, estuvieron siguiéndome. Nunca los vi. Solo era una sensación. Me asusté lo suficiente como para llevar el revólver encima. Y al final ocurrió, una noche, mientras trabajaba en mi oficina. Ni siquiera los oí entrar. Me obligaron a levantarme de la silla apuntándome a la cara con una pistola. Me tiraron al suelo y empezaron a preguntarme que dónde estaba. «¿Dónde lo has metido? ¿Dónde lo has metido?». No sabía de qué coño estaban hablando. Entonces empezaron a preguntarme que dónde estaba Zoë.

—Y se lo dijiste.

—Al principio no —explicó Skid—. Ya había recibido palizas. No soy un gallina. Pero abrieron una bolsa y sacaron los putos martillos. Empezaron a machacarme las piernas mientras el tercero me apuntaba con la pistola. Tienes que ser un tío muy duro para mantener la boca cerrada mientras dos tíos te están haciendo mierda las rodillas. Por supuesto que se lo conté. Tú habrías hecho lo mismo.

—¿Alguna vez te mencionó algo Zoë sobre una especie de profecía? —preguntó Ben.

Skid se quedó en blanco.

—¿Una profecía del tipo leer tu horóscopo?

—Es arqueóloga bíblica —dijo Ben—. Así que supongo que una profecía bíblica. Le contó a alguien que el dinero estaba relacionado con eso en cierta manera.

—Yo no sé nada de eso —contestó Skid—. ¿Cómo podría una profecía bíblica hacerla rica? Ya te he dicho cuál era su opinión sobre Cleaver.

—Olvídalo —dijo Ben—. No es importante.

La puerta se abrió de repente. Skid pegó un salto y agarró la escopeta. El pistón ya estaba medio echado hacia atrás cuando el abogado se relajó y la volvió a apoyar. Se dejó caer en el respaldo del sillón.

Molly cerró la puerta con llave y entró en la habitación con seis latas de cerveza. Las soltó encima de la cama.

—Es la hora de tus pastillas, cariño —le dijo a Skid.

El abogado asintió con tristeza.

—Y eso es todo lo que te puedo contar —le dijo a Ben—. Si no fuera por Molly, no estaríamos teniendo esta conversación.

La mujer se acercó al sillón y apoyó la mano suavemente sobre su hombro. Con la otra se secó una lágrima. Skid le acarició el brazo. Entre ellos había cierta tensión, pero también ternura.

—Yo no quería que fuera a verte —dijo Skid—. Fue idea suya. Es una dama muy valiente.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó Ben.

—¿Qué puede hacer un lisiado destrozado, borracho y sin dinero? Pues no moverse de aquí.

—No te puedes quedar aquí para siempre.

—Me quedaré aquí hasta que Cleaver se olvide de mí. O hasta que me muera, lo que ocurra primero. No puedo ir a casa, no puedo ir a ninguna parte. Si me encuentra, me matará. También podría emborracharme hasta morirme en este mismo sillón. —Skid miró a Molly, que le estaba sonriendo con lágrimas en los ojos—. ¿Qué quieres que te diga? El día que conocí a Zoë Bradbury fue el día en que convertí mi vida en una gran bola de mierda y la jodí. Lo he perdido todo. Y perdí a la mejor mujer que un hombre podría desear.

—No la has perdido —susurró ella. Se inclinó y le dio un beso húmedo en la frente.

Skid se giró y miró fijamente a Ben.

—¿Y tú qué? ¿Qué vas a hacer ahora?

—Creo que debería ir a ver a la señorita Augusta Vale —dijo Ben.

—Tengo su número —dijo Skid.

—Bien. Y luego me gustaría hablar con Clayton Cleaver. —Ben cogió su cartera—. Pero antes, hay algo más que puedes hacer por mí.

—¿Qué es?

—Venderme ese enorme revólver que tienes. Tengo la sensación de que me va a hacer falta.