23

Georgia, Estados Unidos

Decimotercer día

En Georgia no hacía mucho más calor que en Corfú, pero había el doble de humedad. Ben llevaba la camisa pegada a la espalda a los quince minutos de salir del avión en el aeropuerto Hartsfield-Jackson de Atlanta.

Ajustó el reloj a la hora americana. Por el cambio de zona, había llegado prácticamente a la misma hora que a la que se había marchado de Grecia y el sol estaba en lo más alto. Alquiló un Chrysler plateado grande en el aeropuerto y condujo el largo camino hasta Savannah con las ventanillas bajadas, dejando que el viento lo despeinara.

Ya era media tarde para cuando llegó. El paisaje de Savannah era rico y verde con casas coloniales de revista que parecían no haber cambiado desde la época de la guerra de Secesión. Lo primero que hizo fue llamar al número que aparecía en la tarjeta de Steve McClusky, pero lo único que consiguió fue escuchar un mensaje informándole de que el número ya no existía. No había ningún número fijo y tampoco aparecía ningún abogado llamado McClusky en las páginas amarillas. Pero tenía la dirección. Le echó un vistazo al mapa, dio media vuelta en el gran Chrysler y se dirigió hacia allí.

Encontró el edificio de McClusky a las afueras de la ciudad, lejos de la opulencia de las casas antiguas y las calles bordeadas de árboles. Había esperado encontrarse con una especie de oficinas de un auténtico bufete de abogados, o un edificio moderno con la fachada acristalada o uno antiguo y elegante de estilo colonial con columnas y una escalera que condujera a la puerta principal. En su lugar, encontró una vieja y pequeña barbería en medio de un bloque de edificios a punto de desmoronarse. Afuera, había un pequeño espacio para aparcar donde crecían hierbajos amarillentos entre las grietas del asfalto. Miró dos veces la dirección en la tarjeta. Era el lugar correcto.

Una campana sonó sobre su cabeza al franquear la puerta. Dentro hacía frío, el aire acondicionado estaba a tope. Echó un vistazo rápido. El mobiliario era sin duda de los años cincuenta, incluso los ancianos parecían estar allí desde entonces. Uno de ellos estaba atareado cortándole el pelo al único cliente. El otro estaba sentado en un taburete, bebiéndose una lata de cerveza sin alcohol. Estaba pálido y encorvado, tenía el aspecto de una iguana. Un joven de unos dieciocho años con delantal estaba barriendo el pelo cortado que cubría el suelo.

El viejo barbero de la cerveza se giró hacia el recién llegado.

—¿En qué puedo ayudarle, caballero? ¿Corte o afeitado?

—Ninguna de las dos cosas —contestó Ben—. ¿Dónde puedo encontrar a Steve McClusky?

—Debe de estar buscando a Skid.

—El nombre que aparece en la tarjeta es Steve McClusky.

El viejo asintió.

—Ese es él. Skid McClusky.

—¿Por qué lo llaman así?

El barbero soltó una risa burlona. Le faltaban los dientes de delante.

—Bueno, algunos dicen que es por el modo en que conduce ese Corvette que tiene. Otros dicen que acabará tirado en la calle, si no lo está ya[2].

—En la tarjeta pone que su oficina se encuentra en esta dirección.

—Justo ahí. —El barbero señaló con un dedo flacucho la puerta que había en el rincón—. Subiendo la escalera, a mano izquierda. Aunque no hay mucho que ver.

—Gracias. —Ben se dirigió hacia la puerta.

—Ahórrese el esfuerzo, caballero. No encontrará a Skid ahí. —El barbero volvió a soltar una risotada, mostrando unas pálidas encías—. No, señor.

—Entonces, ¿dónde está? Tengo que hablar con él.

Todos se rieron.

—Póngase a la cola, caballero —dijo el anciano—. Somos un montón los que queremos hablar con ese hijo de puta. Se largó sin pagar el alquiler. Lleva fuera más de dos semanas.

—Entonces, ¿no saben dónde está?

—Me temo que no puedo ayudarle.

Había recorrido un largo camino y aquel no era un gran comienzo.

—Gracias de todas formas.

Ben dio media vuelta y salió. La campana volvió a sonar. Fuera hacía mucho calor, se dirigió de vuelta al coche y desbloqueó las puertas mientras se acercaba. Abrió la puerta del conductor y justo cuando iba a subir oyó unos pasos corriendo detrás de él.

Se giró. Era el chico de la barbería. Se había quitado el delantal y vio que debajo llevaba una camiseta descolorida de Jimi Hendrix.

—Señor —dijo—, espere un momento.

El joven miraba hacia atrás por encima del hombro, como si tuviera miedo de que pudieran verlo desde dentro. Debe de haber salido por la parte de atrás, pensó Ben.

El joven parecía preocupado y sincero. Fuera lo que fuera lo que iba a contarle, Ben lo creería.

—Skid está metido en un lío, señor.

—¿Qué tipo de lío?

—No estoy seguro. Algo muy malo. Por eso se ha ido. —Hizo una pausa—. Skid siempre se ha portado bien conmigo. Me prestó dinero cuando me hacía falta.

—Si Skid tiene problemas, quizá yo pueda ayudarlo —dijo Ben—. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?

El chico negó con la cabeza.

—Pero sé quién podría saberlo.

—¿Puedes darle un mensaje?

El chico lanzó otra mirada inquieta a la barbería. Volvió a mirar a Ben y asintió.

—Dile que un amigo de Zoë Bradbury, de Inglaterra, necesita hablar con Skid. Es importante y urgente. ¿Lo has entendido?

—Zoë Bradbury —repitió el chico.

—Cuando Skid reciba el mensaje, lo entenderá. Tiene que llamar a este número. —Ben lo garabateó en un billete de veinte dólares. El joven asintió, dio media vuelta y corrió hacia la parte de atrás de la barbería.

Al cabo de una hora más o menos, mientras Ben conducía de vuelta a la ciudad en busca de un hotel, el teléfono sonó en el salpicadero. Lo cogió.

—¿Con quién hablo? —dijo una voz masculina, nerviosa y agresiva.

A Ben no le gustó que se dirigiera a él de un modo tan desafiante, pero se mordió la lengua.

—Soy Ben Hope. ¿Quién es usted?

—Eso no importa —dijo la voz con dureza, con el tono que utiliza alguien que trata con todas sus fuerzas de ocultar el miedo. Alguien que está claramente sometido a mucha presión. Le dio a Ben el nombre de un bar que había cerca de un lugar llamado Hinesville, a unos pocos kilómetros al sudoeste de Savannah, y unas cuantas indicaciones aproximadas para encontrarlo—. Lo veré allí esta tarde a las siete y media. —Luego colgó.

Los encuentros anónimos no era algo que a Ben le hiciera mucha gracia, pero su trabajo implicaba recibir muchas llamadas extrañas de gente demasiado asustada como para dar su verdadera identidad. La experiencia le había demostrado que normalmente valía la pena investigarlos, aunque simplemente formara parte del proceso de eliminación.

Miró su reloj. Un par de horas para llegar. Giró y se dirigió al sudoeste, lejos de las blancas y cuidadas casas coloniales, del paisaje color esmeralda y la fresca sombra de las calles bordeadas de árboles. Paró en un restaurante de carretera y se bebió cuatro tazas del mejor café que había probado fuera de Italia. Luego volvió a mirar la hora, regresó al coche y condujo a una velocidad constante de cien kilómetros por hora hacia el punto de encuentro.

La música aporreaba las paredes del bar cuando Ben salió del Chrysler y se dirigió a la puerta. La abrió y le golpeó el ruido del compás country rock, junto con el calor y el olor a humo, a cerveza y a cientos de cuerpos apelotonados. Le echó un vistazo al local. Había una bandera confederada colgando sobre la barra, debajo de un par de sables cruzados. Las camareras con tacones altos, minúsculos pantalones cortos vaqueros y camisetas cortadas se contoneaban entre las mesas. En un pequeño escenario había guitarras eléctricas, un bajo, una batería y una montaña de altavoces y amplificadores preparados y esperando a que saliera el grupo.

Ben se abrió paso entre la multitud y se dirigió hacia donde le había indicado la voz por teléfono. Una puerta entre la máquina de pinball y un teléfono público lo llevó a un tramo de escaleras de madera poco firmes. Recorrió un sombrío pasillo. La música de abajo golpeaba el suelo, notaba las vibraciones. Seguramente, el volumen aumentaría el doble cuando la banda empezara a tocar. Llegó a una puerta, y golpeó con los nudillos.

Una voz femenina habló desde dentro.

—Adelante.

Abrió la puerta y entró en la habitación. Era una especie de despacho, pero parecía como si llevara mucho tiempo abandonado. Vio un escritorio y una sencilla silla de madera, una librería y una planta alta marchita en un tiesto seco en un rincón.

La mujer estaba sola en la habitación, de pie junto a la mesa. Era pequeña, enjuta y fuerte, no llegaba al metro sesenta, de unos treinta años. Tenía el pelo largo y rizado, teñido de rubio. Llevaba unas botas de tacón alto, vaqueros ajustados, una chaqueta de ante y una bandolera de piel que parecía pesar atada con una correa.

—Por teléfono hablé con un hombre —le dijo Ben.

—Habló con Skid —contestó ella secamente.

—¿Dónde está? —Se acercó un paso a ella.

—Quédese donde está, caballero. Yo soy la que hace las preguntas aquí.

Metió la mano rápidamente en el bolso y la sacó sujetando un enorme revólver. Lo agarró con fuerza con ambas manos y apuntó a Ben al pecho desde el otro lado de la habitación. El peso hacía que se le marcaran los tendones de la muñeca.

—Vale, has captado mi atención —dijo Ben—. ¿Qué quieres saber?

—¿Para quién trabaja?

—¿Qué te hace pensar que trabajo para alguien?

—Si es uno de los hombres de Cleaver, no saldrá vivo de aquí. —Sonaba como si lo dijera muy en serio.

—No sé quién es Cleaver.

—Claro. —Frunció el ceño—. ¿De dónde es?

—No soy de aquí —contestó—. Mira, tengo que hablar con Steve, Skid o como coño lo quieras llamar. Es urgente.

Levantó la pistola.

—Calma.

Ben miró detenidamente la pistola. Era un revólver enorme de acción simple, de gran calibre y acero inoxidable. El tipo de arma que utilizan los cazadores para disparar a los osos pardos en Alaska. Podía ver las puntas huecas de las gruesas balas acurrucadas en las bocas de las recámaras. La boca de fuego tenía un diámetro de poco más de diez milímetros. No era una pistola para una mujer de su complexión. Le costaba mantener el largo cañón nivelado. Cuando disparara un cartucho, el culatazo le partiría la muñeca como si fuera un trozo de apio.

—No es tuyo, ¿verdad? —preguntó—. Yo creo que es de Skid.

—Da igual de quién sea —contestó con una mueca—. Le puedo volar la cabeza igualmente. Y lo haré. Así que manténgase alejado y con las manos donde pueda verlas.

—Tendría que haberte enseñado a utilizarlo antes de enviarte aquí como a un perro guardián —dijo Ben—. No está amartillado. No disparará.

La mujer le echó un vistazo al revólver sin dejar de mirar a Ben con desconfianza.

—Intenta apretar el gatillo —dijo Ben—. No pasará nada. ¿Ves el percutor? Tienes que poner el pulgar alrededor y echarlo hacia atrás.

Ella le obedeció.

—Hasta el final, hasta que haga «clic» —le dijo.

La maniobra produjo un sonido metálico sordo en el silencio de la habitación. El gran cilindro de cinco balas giró y se bloqueó.

—Vale —dijo Ben—. Ya puedes estar tranquila. Ahora puedes dispararme si quieres. Pero antes de que lo hagas, deja que te demuestre que no soy uno de los hombres de Cleaver. Quienquiera que sea Cleaver. Ahora, voy a mover la mano hacia la chaqueta y a abrirla. No te preocupes, no voy armado. Voy a enseñarte mi pasaporte. —Lo sacó y lo puso sobre la mesa—. Con el sello de inmigración de los Estados Unidos recién puesto, hoy mismo. Me llamo Ben Hope. En el pasaporte pone Benedict.

Lo cogió y lo examinó. El arma se balanceó, podría habérselo quitado fácilmente, pero simplemente sonrió. Ella lo miró, luego dejó el pasaporte.

—¿Me crees ahora?

Dejó el revólver a un lado. Su gesto se suavizó, sus ojos reflejaron alivio.

—Está bien —dijo ella—. Le creo.

—Entonces, quizá quieras desamartillar el arma.

—Ah, claro. —Puso el pulgar en el percutor, apretó el gatillo y bajó el percutor despacio.

—No me has dicho cómo te llamas —dijo.

—Molly.

—Encantado de conocerte, Molly.

—¿Qué está haciendo en Georgia, señor Hope?

—Llámame Ben. He venido de Europa para encontrar a Zoë Bradbury.

—No pareces de los que rondan a esa golfa.

—Tiene problemas.

—Tiene problemas —repitió resoplando.

—Y Skid también —dijo Ben—. De lo contrario, hace un momento no habría estado mirando de frente ese cañón de mano.

—Lo siento. Era por precaución.

—¿Dónde está Skid?

—Escondiéndose de Cleaver.

—¿Me puedes llevar donde está? —preguntó Ben.