Era mucho más rápido y fácil hacer cadáveres que deshacerse de ellos. Ben encontró algunas bolsas de basura de plástico resistentes en la cocina de la casa de la playa. Mientras sorteaba los charcos de sangre en las baldosas, arrancó dos bolsas del rollo, las abrió y las extendió en el suelo del pasillo cerca de la puerta de entrada.
Cogió a Kaplan por las muñecas y tiró de ella. La cabeza colgando, los ojos todavía abiertos, el pelo arrastrando por las manchas de sangre de las baldosas. Soltó el cadáver encima de una de las bolsas de basura, volvió a recorrer la sala en busca de los restos de Hudson, se agachó y lo cogió por los tobillos. Hudson pesaba mucho más y estaba más ensangrentado. Tenía el pómulo y la cuenca del ojo derecho destrozados por el impacto de la bala de 9 mm del arma de su compañera. Ben lo arrastró por las baldosas y lo dejó tendido al lado de Kaplan.
Se inclinó sobre ellos y los cacheó con cuidado. No llevaban documentación ni objetos personales de ningún tipo. Hudson tenía un teléfono en el bolsillo de atrás. Encontró el de Kaplan en su bolso. Con un teléfono en cada mano, volvió a marcar el último número al que había llamado Kaplan y el teléfono de Hudson vibró en su otra mano. Revisó los registros de llamadas de ambos. Los dos teléfonos se habían utilizado únicamente para llamarse entre ellos.
Ben dejó los cadáveres allí tendidos y empezó a limpiar la casa. La lámpara de pared rota había esparcido fragmentos de cristal por el suelo, así que los barrió con un cepillo, los recogió y los tiró al cubo de la basura. En un armario de la cocina encontró una fregona, un cubo y lejía. Llenó el cubo con agua fría, lo cargó hasta la otra habitación y empezó a pasar la fregona para limpiar la sangre, que era lo peor de todo. Cuando acabó, utilizó un cuchillo de cocina para desincrustar una bala del marco de madera de una de las puertas. Sacó la bala de 9 mm alisada y se la metió al bolsillo. Hizo una mueca al ver el desastre que había hecho en el marco de la puerta.
Mientras trabajaba, no paraba de pensar. Kaplan y Hudson no habían sido el mejor equipo de vigilancia y tiro que había visto, pero tampoco habían sido el peor. Las dos Berettas eran exactamente de la misma marca y modelo. Habían borrado los números de serie con habilidad. Ese tipo de detalles indicaba que se trataba de una organización profesional. Estaba bastante seguro de que los habían enviado para matar a Nikos Karapiperis. Si Nikos hubiera estado realmente involucrado en un asunto de drogas, no habría acudido a Charlie para ayudarle a encontrar a Zoë. Por lo tanto, los asesinos le habían colocado la droga. Un toque ingenioso. Lo de la bomba lo habían organizado para eliminar a Charlie, después de que lo vieran hablar con Nikos. Y a partir de ahí, no era difícil imaginar que habían seguido a Ben por la misma razón.
Las piezas encajaban perfectamente. Pero cuando introducía a Zoë Bradbury en la ecuación, todo se empezaba a desmoronar. No habían pedido ningún rescate. No había razón aparente para el secuestro. Sus padres no eran el tipo de personas a las que se les podría sacar millones para que les devolvieran a su hija. Si Tom Bradbury hubiera sido político o tuviera algún otro cargo importante, entonces podría tener sentido. Pero no era así. Era un experto en teología de una de las instituciones más polvorientas del mundo, alejadísimo del mundo real.
Por lo tanto, fuera cual fuera la razón por la que alguien estaba llegando a tales extremos, tenía que venir directamente de la propia Zoë. Pero ¿qué era? Pensó en el dinero. Al parecer había conseguido veinte mil dólares con bastante facilidad, y pronto esperaba tener mucho más. Sin duda parecía una especie de chantaje. A quien estuviera extorsionando tenía que ser bastante rico y poderoso, y era evidente que se encontraba desesperado. Lo cual significaba que Zoë lo estaba amenazando con algo lo bastante cierto como para ser tomado muy en serio.
Pero ¿por qué complicarse llevándosela a la otra punta del mundo, a los Estados Unidos, cuando habría sido más fácil meterle una bala en la cabeza allí mismo, en Corfú? Al pensarlo, solo pudo llegar a una conclusión. Ella tenía algo que ellos querían, y ellos querían mantenerla con vida hasta conseguirlo.
Pero eso lo conducía a otro problema. Kaplan y Hudson no eran lo que se dice blandos. Estaban preparados y acostumbrados a matar. Y Zoë no era una soldado entrenada para soportar un interrogatorio. Si lo que querían era que hablara, les llevaría unos pocos segundos conseguir que les diera la información. La simple visión de un cuchillo o una pistola, como a la inmensa mayoría de la gente normal y corriente, haría que se desmoronara al instante.
Y a continuación, seguramente la matarían. Después de doce días, era bastante probable que ya estuviera muerta.
A las tres y media de la madrugada, la taberna de la playa empezó a cerrar. Los últimos rezagados se alejaban de regreso a sus casas. La música paró y apagaron las luces, la playa quedó sumida en la oscuridad.
Ben se quedó observando y esperó media hora más. La playa estaba desierta. Se metió una Beretta en cada bolsillo de los vaqueros, abrió la puerta principal, sacó el cadáver de Hudson y lo arrastró por la arena, deslizándolo en la bolsa de plástico.
Lo arrastró un buen trecho, un cuerpo muerto sobre la arena pesaba mucho. El tirón de los puntos del cuello era atroz y los músculos de los hombros y los antebrazos se estaban llenando de ácido láctico para cuando llegó al punto escogido a unos cien metros. Dejó al muerto en un espacio entre dos dunas y regresó a la casa respirando con dificultad.
Ya en la casa, cogió a Kaplan por las muñecas, apretó los dientes y la sacó arrastrándola a la playa. Mientras veía su cabeza colgando y rebotando, no dejaba de pensar que lo estaba mirando a los ojos. No le gustaba ver a una mujer muerta así, y daba las gracias por no haber sido él quien la había matado.
Cuando tuvo a los dos cadáveres a su lado bajo la luz de la luna, se arrodilló en la arena y cavó un agujero poco profundo en el recodo de las dos dunas. Los hizo rodar con el pie a la vez y los metió dentro. Kaplan cayó primero y Hudson encima de ella, emitiendo un extraño sonido al chocar ambas cabezas.
Ben rellenó el agujero con arena. Los cangrejos ya tenían comida.
Echó un vistazo a su alrededor y encontró el armazón lleno de percebes de un viejo bote de remos que arrastró por la arena. Lo dejó encima de la tumba poco profunda y se alejó en dirección a la orilla. Mientras desandaba sus pasos, fue borrando las marcas en la arena para eliminar sus huellas. A continuación, desmontó las dos pistolas y lanzó las piezas al mar.
Comenzaba a amanecer para cuando acabó de limpiar la casa. Se duchó y se cambió, quemó los pantalones y la camisa manchados de sangre en la playa y pisoteó las cenizas en la arena. Dejó quinientos euros en la mesa y una nota de disculpa por romper la lámpara y estropear el marco, alegando que había bebido demasiado del excelente vino que Spiro y Christina le habían dejado.
A continuación, mientras el sol se liberaba del mar, salió de la casa y comenzó a caminar hacia la ciudad. Tomó un taxi hasta el aeropuerto, procurando que no lo siguieran. Lo último que le hacía falta en ese momento era que los hombres de Stephanides lo detuvieran justo cuando estaba a punto de marcharse de Grecia. Estaría en América mucho antes de que se dieran cuenta de que se había marchado.
En el aeropuerto, recuperó su pasaporte de la taquilla y utilizó el billete de vuelta para embarcar en uno de los primeros vuelos de la mañana a Atenas. A mediodía, hora griega, estaba bebiendo whisky con hielo en la zona casi vacía de primera clase de un 747 con destino a Atlanta.
No sabía qué le aguardaba en los Estados Unidos, pero iba a encontrar a Zoë Bradbury, viva o muerta.
Y a continuación, alguien, en algún lugar, pagaría por todo.