17

Duodécimo día

Ben se despertó sobresaltado y se incorporó de golpe. Parpadeó y miró a su alrededor, desorientado por un instante. Estaba solo en la habitación. Todo era blanco y frío. Le impactó el olor, una empalagosa combinación de desinfectante y comida de hospital. Vio pasar una ruidosa camilla por la puerta abierta, empujada por un celador con una bata azul.

Al cambiar de posición en la dura cama, Ben hizo una mueca por el intenso dolor que sintió en el cuello y en el hombro. Levantó la mano y notó el gran vendaje. Ya se acordaba. El momento de la explosión. Los fragmentos de vidrio clavándose en su cuello. Los paramédicos llevándoselo.

Luego recordó algo más.

Charlie estaba muerto.

Su reloj de buceo y la alianza con la cinta de cuero estaban en la mesilla de noche. Estiró el brazo para cogerlos con cuidado, notando el tirón de los puntos de sutura. Se quedó mirando el día y la hora. Casi veintidós horas desde la explosión. Había dormido todo el día y toda la noche.

Salió muy despacio de la cama y anduvo por la habitación mientras se ponía el reloj y se colgaba la alianza. Encontró un pequeño cuarto de baño privado y deambuló hasta allí para inspeccionar el vendaje en el espejo. Despegó el borde y miró la herida.

Las había tenido peores. No podía permitir que un par de esquirlas de vidrio lo detuvieran. Se quitó la bata de hospital por la cabeza, se lavó rápidamente en el lavabo y volvió a la habitación para vestirse. Lo que quedaba de su ropa estaba doblado sobre una silla al lado de la cama. La camisa rasgada y manchada de sangre no estaba. Se puso los vaqueros y los zapatos.

Una enfermera entró en la habitación, se quedó mirándolo y empezó a hablar en un griego muy rápido.

—Lo siento —dijo—. No la entiendo.

Hizo un gesto señalando la cama, tratando de que volviera a tumbarse.

Él negó con la cabeza.

—Me voy de aquí. Pero necesito una camisa.

—Usted no ir —dijo ella señalándole el cuello—. Usted herido.

—Estoy bien —contestó—. Me quiero ir ya.

—Yo llamar doctor. —Se dio la vuelta y se fue, moviendo la cabeza y murmurando para sí misma. Cerró la puerta de golpe al salir.

Ben se desplomó en el borde de la cama, se revolvió el pelo con la mano y esperó. Pasados unos minutos, llamaron con fuerza a la puerta. Durante un segundo, Ben pensó que sería el doctor que venía a regañarlo por querer salir tan pronto y que le iba a soltar todo el rollo sobre las complicaciones y las infecciones.

Pero no era el doctor. La puerta se abrió de golpe y entró un hombre enorme, del tamaño de un oso. Era unos centímetros más alto que Ben y tuvo que agachar la cabeza al pasar por la puerta. No dejó de mirar a Ben con los ojos brillantes y una amplia sonrisa mientras cruzaba a grandes zancadas la habitación y lo cogía con fuerza de la muñeca. Una mujer pequeña de piel oscura lo seguía, sonriendo con orgullo a Ben.

El grandullón movió la mano de Ben enérgicamente, agarrándola como si nunca la fuera a soltar. Las lágrimas manaban de sus ojos.

—Es usted un héroe —retumbó en un inglés con un acento marcadísimo.

Durante un segundo, Ben estuvo confuso. Pero entonces vio a un niño que aparecía por la puerta. Llevaba una tirita en la ceja izquierda y tenía un par de arañazos en la mejilla. Ben lo reconoció inmediatamente. El niño de la pelota.

—Es usted un héroe —repitió el grandullón, que seguía apretando la mano de Ben—. Usted salvó a nuestro hijo.

—No fue para tanto —contestó Ben—. Él me salvó a mí tanto como yo a él. Si él no hubiera corrido hacia la carretera, yo habría volado por los aires.

—Pero si usted no hubiera actuado, Aris habría muerto. —Una lágrima rodó por su mejilla, sorbió y se la secó—. Me llamo Spiro Thanatos. Esta es mi mujer Christina. Somos los dueños de la pensión donde estalló la bomba. —Su mirada se posó en el cuello y el hombro desnudo de Ben—. Está herido.

—No es nada —dijo Ben—. Solo unas esquirlas de vidrio. Me iré pronto. Lo único que necesito es algo que ponerme.

Spiro sonrió. Inmediatamente, comenzó a desabrocharse la camisa, mostrando la camiseta del hotel Thanatos que llevaba debajo.

—Coja la mía. No, por favor. Insisto.

Ben se lo agradeció y se la puso, torciendo un poco el gesto por el tirón de los puntos. La camisa era de algodón azul claro, le quedaba un poco ancha, pero se notaba que estaba limpia y almidonada.

Spiro habló y habló. Él y Christina estaban en la cocina cuando escucharon la explosión. Pensaron que su hijo seguramente habría muerto. Fue horrible. Gente muerta, mutilada, edificios destrozados. Asesinatos por tráfico de drogas en su pacífica isla. El mundo se estaba yendo a la mierda. Su negocio había quedado destrozado, pero a ellos no les importaba mientras Aris estuviera ileso. Harían cualquier cosa, cualquier cosa por pagarle la deuda que tenían con él. Lo que quisiera, cualquier cosa que pudieran hacer. Nunca lo olvidarían.

—Cualquiera habría hecho lo mismo —protestó Ben tras escucharlo.

—¿En qué hotel está? —quiso saber Spiro.

—En ninguno —contestó Ben—. Acababa de llegar. No pensaba quedarme.

—Pero tendrá que quedarse durante un tiempo, y tiene que ser nuestro invitado.

—Todavía no he pensado qué voy a hacer.

—Por favor —continuó Spiro—. Si se queda, no vaya a ningún hotel. —Rebuscó en el bolsillo y sacó una llave—. Tenemos una casa en la playa, en las afueras de la ciudad. Es humilde, pero es suya hasta que se vaya de Corfú.

—Ni pensarlo —dijo Ben.

Spiro lo agarró de la muñeca con la mano fuerte y fría y le puso la llave en la palma. De ella pendía una etiqueta de plástico con la dirección.

—Insisto. Es lo menos que podemos hacer por usted.

Spiro y Christina se fueron a regañadientes, con más sonrisas y agradecimientos. Ben se estaba metiendo la camisa por dentro de los pantalones cuando la puerta volvió a abrirse de golpe.

Se giró, esperando esta vez al enfadado doctor. Pero era otra visita.

Rhonda Palmer tenía el rostro pálido, hinchado y vetado de lágrimas cuando entró en la habitación. Un hombre y una mujer mayores entraron detrás ella, observándolo gravemente. Los conocía de la boda. Eran sus padres.

—Quería verte —dijo Rhonda.

Ben no contestó. No sabía qué decirle.

—Quería ver al hombre que ha matado a mi marido y decirle cómo me siento. —Le temblaba la voz. Levantó la mano y se secó una lágrima.

De pronto, Ben notó que le fallaban las rodillas. Quería decirle que él no había matado a Charlie. Que él nunca lo habría involucrado en algo así si lo hubiera sabido.

Pero sonaba tan pobre, tan inútil, decirle aquellas cosas. Y se quedó callado.

Rhonda tenía el gesto retorcido por la rabia y el dolor.

—Cuando apareciste en la boda supe que, de un modo u otro, nos traerías problemas. El comandante Hope, atrayendo a mi marido hacia la muerte.

—Ya no soy el comandante Hope —dijo Ben en voz baja.

—No me importa cómo te llamas —le contestó gritando—. Has arruinado mi vida y la de mi familia. Te has llevado al padre de mi hijo.

Ben la miró fijamente.

—Me enteré hace tan solo dos días —dijo sollozando—. Se lo iba a contar a Charlie cuando volviera. Pero ahora está muerto. Mi hijo nunca conocerá a su padre. Gracias a ti.

Después se derrumbó, llorando a lágrima viva y balanceándose. Su padre la abrazó para sujetarla. Se apartó de él. Miró a Ben con odio y repugnancia.

—¡Eres un puto asesino! —le gritó. Le escupió en la cara. Le dio una bofetada en la mejilla.

Ben se apartó. Le picaba la mejilla. Bajó la vista. Sentía sus miradas. Dos enfermeras llegaron corriendo al escuchar las voces exaltadas. Se quedaron mirando, inmóviles por el sobresalto.

Rhonda estaba inclinada hacia delante, temblando por los sollozos, con los hombros caídos. Su madre la abrazó.

—Vamos, cariño. Vamos.

Se dieron la vuelta para irse. El padre de Rhonda le lanzó una última mirada envenenada a Ben al pasar junto a las enfermeras.

Su madre se detuvo en la puerta, agarrando firmemente a su hija. Se volvió y miró a Ben a los ojos.

—Que Dios te maldiga si puedes seguir viviendo con esto en tu conciencia.