—Vine como mensajero y he acabado de detective —dijo Charlie—. Me dijiste que no estaría en la villa, pero de todas formas lo comprobé. Ni rastro. Los dueños no saben adónde se fue. Tampoco cogió el avión. Después fui a ver a los amigos de la familia con los que se había quedado al principio. Un par de expatriados. Unos mojigatos un tanto remilgados de clase media. Ya sé por qué no se quedó con ellos. Me dijeron lo mismo que a sus padres, que se había peleado con ellos y se había marchado a un hotel, que allí la habían puesto de patitas en la calle y que había alquilado una villa. Nada nuevo. Así que empecé a buscar por la isla. He estado en todos los bares y cafeterías, enseñando la foto y preguntando si alguien la había visto, diciendo que era un amigo de la familia que trataba de ponerse en contacto con ella por un asunto legal urgente. He hablado con todo el mundo. Con la policía, con taxistas y con personal del aeropuerto, hoteles, hospitales y ferris. Todo lo que se te ocurra. He dejado tarjetas con mi número, por si alguien sabía algo. Habré dado unas cincuenta o sesenta. Y nada. Simplemente no está aquí.
—¿Y qué te hace pensar que le ha pasado algo? —preguntó Ben—. Hay muchas maneras de irse de una isla sin dejar pruebas físicas. Puede que esté navegando por ahí en el yate de alguien. Mientras nosotros estamos aquí hablando, ella podría estar a un kilómetro de la costa bebiendo un refresco en la cubierta.
Charlie lo escuchó. Negó con la cabeza.
—Siempre hay un rastro que seguir —continuó Ben, dejando que la irritación se reflejara en su tono de voz—. No tienes que apretar el botón de alarma tan pronto.
—Hay mucho más. Cuando lo oigas, entenderás por qué te he llamado. —Charlie hablaba rápido, parecía nervioso.
—Te escucho.
—Fue entonces cuando recibí la llamada de un tipo. Dijo que se llamaba Nikos Karapiperis y que alguien le había dicho que estaba buscando a Zoë. Parecía preocupado. Dijo que la conocía y que tenía algo que contarme, pero no quería hablar por teléfono. Prefería que nos viéramos en algún sitio.
—Entonces está casado —dijo Ben—. Un vecino respetable. Su mujer está fuera y ha tenido una aventura amorosa con nuestra chica.
—Eso es. Tiene unos cuarenta y cinco años, es empresario y muy conocido en el club de golf. Un pilar de la comunidad. Tiene una casa de lujo aquí, en Corfú, y también un pequeño escondite en el campo, en una cima, un lugar ideal para relajarse y llevar mujeres. No quería que habláramos en su casa porque su mujer y sus hijos acababan de volver de vacaciones. Me propuso ir a la otra casita, y allí fui. Parecía muy nervioso. Me contó un montón de cosas.
Los distrajo un niño que estaba corriendo entre las mesas de la terraza. Tenía unos siete u ocho años, el típico niño griego, moreno, con ojos oscuros y muy bronceado. Llevaba una camiseta a rayas y unos pantalones cortos rojos. Estaba jugando con una pelota de fútbol, la botaba hábilmente como si fuera un jugador de baloncesto, golpeando la goma rítmicamente contra la acera. Corría rodeando las mesas, riéndose alegremente y botando la pelota. Las dos mujeres de la mesa de al lado sonrieron cuando pasó junto a ellas.
Cuando Charlie estiró el brazo para coger la cafetera y llenarse la taza, Ben se volvió en la silla, admirando la habilidad del niño con la pelota. El crío estaba demasiado concentrado en seguir el ritmo como para darse cuenta de que alguien lo miraba. Pero entonces falló un bote, la pelota se fue para un lado y golpeó la pata de la mesa donde estaba sentado un hombre menudo con un ordenador. El hombre insultó al niño en un idioma que Ben no reconoció, superando el ruido del tráfico. Tenía la cara delgada y angulosa y, durante un segundo, saltaron chispas de sus ojos. El niño cogió su pelota y se fue.
—A ver si ese maldito mocoso se va a jugar a otra parte —dijo Charlie.
Ben se giró hacia él.
—Dime lo que te contó Nikos Karapiperis.
Charlie continuó.
—Se habían estado viendo discretamente, durante un tiempo. Empezó como un ligue de una noche. Por lo visto, ella tenía unos cuantos. Pero pasó a ser algo más serio, y se vieron otra vez, y otra vez. Fue bastante sincero conmigo. Ya había tenido aventuras con otras mujeres, pero esto era diferente. Le estaba empezando a interesar de verdad. Le gustaba comprarle cosas, según me dijo. Pero entonces, de repente, ella ya no necesitaba más dinero. Tenía un montón.
—¿Descubriste de dónde lo sacaba?
Charlie asintió.
—Venía de los Estados Unidos. Alguien le envió un giro postal internacional por valor de veinte mil dólares. No le dijo a Nikos quién se lo había enviado, pero le contó que muy pronto le llegaría más dinero.
—¿Más?
—Mucho más. Según dijo, la cantidad suficiente para despreocuparse el resto de su vida. Al parecer hablaba de volver aquí, comprar una gran casa e instalarse. Le dijo que nunca más tendría que trabajar. Así que, de ser verdad, estamos hablando de millones. —Charlie hizo una pausa—. Pero ahora viene lo realmente extraño.
Ben parpadeó.
—¿Qué?
—Nunca le aclaró quién se lo enviaba, pero le dijo que era por una especie de profecía.
—¿Qué profecía?
—Eso era lo único que sabía Nikos, no le ofreció más detalles. Solo que la profecía tenía algo que ver con el dinero. No tengo ni idea de lo que significa. ¿Alguien predijo que le iba a tocar la lotería?
—¿Cuándo fue la última vez que la vio? —preguntó Ben.
—En la fiesta que dio la última noche que estuvo aquí, la noche antes de cuando se suponía que iba a tomar el avión a Inglaterra. Él no quería que lo vieran en sus fiestas, pero fue y estuvo un rato, tratando de pasar desapercibido lo mejor que pudo. Estuvo allí hasta las once y media más o menos. Quedaron en verse después, ella subiría a la casita en su moto. Iban a pasar una última noche allí. Se suponía que él tenía que esperarla en su casa. —Charlie volvió a coger la cafetera y rellenó la taza.
—Pero ella nunca llegó —dijo Ben.
Charlie negó con la cabeza.
—Ahí es cuando le perdemos la pista. En algún momento entre las once y media, cuando Nikos se va de la fiesta, y la hora en que tendría que haber llegado a la casa, desapareció.
—¿Has dicho que tenía una moto?
—Uno de esos escúteres grandes y lujosos. Era de alquiler. Nunca lo devolvió. También ha desaparecido.
—Entonces, quizá tengamos que buscar un accidente de tráfico. Iba un poco borracha después de la fiesta. Puede que esté tirada en alguna cuneta.
—Quizá —dijo Charlie—. Pero aún hay más. Nikos dijo que creía que en la fiesta pasó algo extraño. Sabía que a ella le gustaban los hombres y en la fiesta había muchos que eran más jóvenes y estaban en mejor forma que él. Así que no la perdió de vista. Un tipo celoso.
—Continúa —dijo Ben.
—Por lo visto, había un tío que iba detrás de ella. Nikos lo describió como un chico joven, treinta y pocos años, guapo, rubio. Llegó con una mujer, pero poco después empezó a ligar con Zoë. Dijo que se llamaba Rick. A Nikos le pareció que tenía acento americano.
—¿Y qué hay de la mujer?
—Podía haber sido griega, según Nikos, pero no la oyó hablar y no le prestó mucha atención. Estaba más preocupado por ese tal Rick, porque al parecer Zoë le hacía bastante caso. Entonces Nikos dijo que Rick se acercó a la barra y le preparó una copa a Zoë. No estaba seguro, pero dijo que había algo sospechoso en el modo en que la preparó. Lo hizo de espaldas a la sala. Nikos pensó que quizá le estaba echando algo en la bebida.
Mierda, pensó Ben. Sabía de lo que hablaba. En el mejor de los casos, se trataba de un tío que estaba cargando los dados poniéndole a una mujer un afrodisíaco. Un poco peor, el hombre planeaba una violación. Y lo peor de todo era el secuestro. Y esa era la opción que parecía encajar más.
—Eso no es bueno —dijo.
—Nikos no estaba totalmente seguro de aquello —dijo Charlie—. Pero se acercó a ellos y los interrumpió. Le pidió a Zoë que bailara con él. Mientras se lo preguntaba, derramó la bebida, como por accidente, por si llevaba algo. Bailaron y la advirtió sobre Rick. Le dijo que diera por terminada la fiesta y que se marchara lo antes posible. Ella se puso a discutir y él temió que fuera a armar una escena y llamar la atención. Volvió a advertirla de que se apartara de ese Rick y que no bebiera nada que él le ofreciera. Luego se marchó, fue a la casita y la esperó allí.
—¿Y cómo podemos saber que ella tenía la intención de ir a la casa? Quizá le dio falsas esperanzas.
—No creo —dijo Charlie—. Porque entonces no habría metido su equipaje en el Mercedes de él un poco antes, aquel mismo día, para que se lo llevara a la casita. Una mochila con todas sus cosas y su ropa. Y una bolsa de viaje con su pasaporte, dinero, billetes de avión, sus trabajos. Ella hablaba en serio cuando dijo que se verían allí.
—Entonces parece como si ese tal Rick no se hubiera rendido tan fácilmente —dijo Ben—. ¿Qué ocurrió después?
—Aquella noche, al ver que Zoë no llegaba, Nikos llamó a la villa, pero no hubo respuesta. Luego bajó hasta allí. Estaba todo cerrado, vacío. El escúter no estaba. Zoë había desaparecido. Ahí es cuando empezó a preocuparse.
—Y no podía informar a la policía de la desaparición —dijo Ben—. Habrían sabido lo de su relación y temía que si volvía en un par de días, se hubiera puesto en un compromiso por nada.
Charlie asintió.
—Estaba en un aprieto. Cuando escuchó que estaba preguntando por ella y le dije que me había contratado la familia, se alegró mucho de poder entregarme sus pertenencias.
—¿Dónde están?
Charlie señaló hacia una de las ventanas de arriba.
—La mochila está en mi habitación. La bolsa está aquí. —Estiró el brazo y cogió una bolsa de plástico de la silla de al lado.
Ben sacó la bolsa de viaje y la examinó cuidadosamente. Contenía los artículos habituales que llevaría cualquier viajero. Pasaporte, teléfono móvil, un monedero de tela con billetes de euro, todos de quinientos. Los contó rápidamente y se detuvo en seis mil.
—Hay más dinero en la mochila, debajo de la ropa —dijo Charlie—. Se ha pulido buena parte de los veinte mil, pero todavía le queda bastante.
—Creo que tienes razón —dijo Ben—. Creo que sí que pretendía ir a ver a Nikos. Nadie se desprende así como así de tanto dinero.
Hurgó más a fondo en la bolsa. Los billetes de avión iban en una funda de papel brillante de una agencia de viajes. Los sacó. El destino era Heathrow vía Atenas, con fecha del día que desapareció. Debajo de los billetes, había un librito, encuadernado en piel de buena calidad. Una agenda de direcciones. Estaba nueva, así que dedujo que la había comprado recientemente. La sacó y la hojeó, buscando a Rick. Él era lo que más le preocupaba.
Pero era esperar demasiado. Tal y como suponía, no había nada. Pasó las hojas y tomó nota de los nombres que aparecían. Había unos cuantos. Un puñado de números con el código de Oxford 01865. Uno de esos números era el de sus padres. Alguien llamado Augusta Vale. Otro llamado Cleaver. Podía ser un apodo o un apellido. O quizá el nombre de una empresa. No había direcciones, solo números de teléfono. Los números de Vale y de Cleaver llevaban el prefijo internacional de los Estados Unidos.
—¿Qué o quién es Cleaver? —preguntó Ben. Charlie se limitó a negar con la cabeza. Ben pasó algunas hojas más y una tarjeta de visita cayó sobre la mesa. La cogió. En la tarjeta ponía: «Steve McClusky, abogado». La dirección que había impresa debajo del nombre era de Savannah, Georgia, en Estados Unidos. Se la guardó en el bolsillo.
—Además del dinero y la ropa, ¿hay algo más en la mochila?
—Nada más —contestó Charlie—. Lo he registrado todo.
—Entonces, esto es todo lo que tenemos. —Ben pensó en el dinero de América. Y en Rick, el americano de la fiesta—. Demasiadas conexiones americanas. ¿Mencionó algo Nikos sobre eso?
—Aparte del hecho de que el dinero viniera de allí, no.
—Entonces creo que me gustaría conocerlo y hablar con él, por si sabe algo. ¿Puedes arreglarlo?
—Imposible, Ben.
—Entiendo que para él sea algo delicado. Dile que será todo muy discreto. Lo único que queremos es hacerle algunas preguntas más.
—No me refiero a eso —dijo Charlie—. No puedes hablar con él.
—¿Por qué no?
—¿Crees que te he pedido que vengas para nada? —Charlie cogió el periódico que había doblado, lo abrió y se lo pasó a Ben—. Las noticias de primera página, de ayer. No tienes que saber griego para captar la idea.
Ben pasó los ojos por la página y se detuvo en una foto granulada en blanco y negro. La foto mostraba un par de coches de policía y un grupo de agentes en el exterior de lo que parecía una pequeña villa rodeada de árboles. Junto a esa foto había otra, de la cara de un hombre. El hombre parecía tener cuarenta y tantos años. Piel aceitunada, rasgos marcados, bigote, las sienes canosas. Había un pequeño titular debajo de la foto.
—No me lo digas —dijo Ben.
Charlie asintió.
—Ya te dije que era grave, ¿no? En cuanto me enteré de que había muerto, te llamé. La casa que aparece en la foto es su pequeño escondite. Lo encontraron allí. Toda la isla habla del asunto.
—¿Quién lo encontró?
—Alguien dio el soplo a la poli. Ya llevaba un tiempo muerto cuando llegaron. Sobredosis de heroína, y encontraron drogas por toda la casa. Al parecer estaba metido hasta el cuello. O fue sobredosis por accidente, o suicidio o asesinato. No se sabe. La policía está por todas partes. Ya se está convirtiendo en el mayor escándalo que han visto aquí en años. Nunca había pasado algo así en Corfú.
Ben no paraba de darle vueltas. Nada tenía sentido. Las drogas y la repentina aparición del dinero estaban relacionadas. Heroína, dinero y muerte. Una combinación clásica. Pero si Nikos y Zoë estaban implicados en algún tipo de negocio de drogas, la historia que le había contado a Charlie era extraña. No se habría acercado a Charlie. No habría centrado la atención en él de ese modo. A no ser que se les estuviera pasando algo por alto.
¿Y lo de la profecía? No tenía ni la más remota idea de qué se podía tratar.
—Y hay otra cosa —dijo Charlie—. Alguien me está siguiendo.
—¿Desde cuándo?
—Desde muy poco después de llegar aquí. Después de que empezara a preguntar sobre Zoë Bradbury.
—¿Estás seguro?
Charlie asintió.
—Segurísimo. Son buenos, pero no tanto como para que no me haya dado cuenta. Trabajan en equipo.
—¿Cuántos son?
—Tres seguro, quizá haya un cuarto. Una mujer.
Ben frunció el ceño. Si un exsoldado del SAS decía que le seguían, es que era verdad.
—¿Y ahora?
Charlie negó con la cabeza.
—Estoy bastante seguro de que los he despistado. Bueno, ¿qué hacemos? ¿Le contamos a la poli lo que sabemos? ¿Dejamos que se encarguen ellos?
—No me gusta tratar con la policía —contestó Ben—, a no ser que sea totalmente necesario.
—Entonces no veo otro camino —dijo Charlie—. Por lo menos para mí. Se suponía que esto iba a ser un trabajo sencillo. Eso es lo que le dije a Rhonda.
El niño estaba pasando otra vez por las mesas, botando la pelota mientras andaba. Pasó corriendo por la mesa donde había estado el hombre con el ordenador portátil. Ahora estaba vacía. El tipo se había ido. El niño tropezó de repente y se le escapó la pelota, que se alejó botando. Corrió tras ella, hacia el bordillo de la acera. La pelota rodó hasta la carretera.
Por el rabillo del ojo, Ben captó de repente lo que estaba pasando. Una furgoneta se acercaba calle abajo. Era verde y estaba abollada, una especie de camioneta de reparto, e iba rápido, como con prisa por llegar a algún sitio. Y el niño estaba persiguiendo la pelota justo en su trayectoria.
Charlie estaba hablando, pero Ben no lo escuchaba. Se dio la vuelta y vio que la furgoneta se aproximaba. El conductor hablaba con el otro pasajero, sin mirar la carretera. No había visto al niño.
La pelota dejó de rodar. El niño se agachó para cogerla, vio la furgoneta y se quedó inmóvil, con los ojos como platos. La furgoneta no reducía la marcha, y Ben sintió un escalofrío de terror al darse cuenta de que no podría frenar a tiempo para esquivarlo.
Cuando el cerebro funciona a una velocidad extrema, parece que todo se mueve de una manera ultralenta. Ben se levantó de un salto y salió disparado hacia la carretera. Recorrió los cinco metros que lo separaban del niño. Mientras corría, se fue agachando, cogió al niño por la cintura y lo apartó de la carretera. Escuchó el gruñido que se escapaba de los pulmones del niño por el impacto.
La furgoneta ya estaba casi encima de ellos. Ben se lanzó en picado, cruzándose en su trayectoria, cayó al suelo y se deslizó utilizando su cuerpo a modo de escudo para proteger al niño del asfalto. El niño gritaba.
Los frenos de la furgoneta chirriaron y las ruedas pararon en seco, dejando serpenteantes marcas de neumático en la carretera. Giró y se paró de lado de un modo peligroso entre Ben y la terraza del café, balanceándose en suspensión.
El tiempo se reanudó. Ben pudo escuchar los gritos y chillidos en las mesas de la gente que había visto lo ocurrido. Sintió que en la zona del hombro que se había raspado contra el asfalto, el dolor empezaba a aparecer. Por encima del capó de la furgoneta, podía ver a Charlie de pie en la terraza del café, con cara de espanto, con la mano apoyada en el respaldo de su silla.
Y entonces, el mundo explotó.