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Oxford

Décimo día

Para Ben, el tiempo que había pasado encorvado sobre el escritorio de su piso, enfrascado en el estudio, completamente inmerso en los libros de texto y los diccionarios y los montones de anotaciones, parando solo para comer y dormir, era incierto. No había recibido llamadas ni visitas. Un lapso de concentración total, que le beneficiaba mentalmente.

Al tercer día, por la tarde, los ojos le ardían. Los folios esparcidos por la mesa ya empezaban a formar una montaña. El café que tenía junto a su codo se había enfriado hacía horas, lo había olvidado mientras trataba de descifrar páginas y páginas de intrincado hebreo. Se estaba volviendo loco, pero conforme volvían a su mente las clases de hace veinte años, las cosas iban tomando forma.

Por primera vez en días, lo llamaron. Notó la vibración en el bolsillo, sacó el teléfono y contestó. Se extrañó al volver a oír su propia voz.

Era Charlie. Se le oía muy lejos, preocupado e inquieto.

—Ben, necesito tu ayuda.

El estudiante se recostó en la silla giratoria y se frotó los ojos, mareado de tanta concentración. Se esforzó por volver a la realidad.

—¿Dónde estás?

—Sigo en Corfú —contestó Charlie rápidamente—. Las cosas se están complicando más de lo que dijiste. Me estoy encontrando con muchos problemas.

—¿En qué puedo ayudarte?

Charlie dijo algo que Ben no logró oír.

—Te pierdo.

—He dicho que necesito que vengas aquí lo antes posible.

—No puedo. ¿No puedes contarme lo que ocurre?

—Sé que suena raro, pero te lo tengo que explicar en persona. No puedo hablar de esto por teléfono. Aquí está pasando algo.

—Es un trabajo fácil, Charlie.

—Eso es lo que tú me dijiste. Pero créeme, las cosas no han salido como esperábamos.

Ben suspiró y se quedó callado unos segundos.

—Ben, por favor. Esto es grave.

—¿Cómo de grave?

—Grave.

Ben cerró los ojos. Mierda.

—¿Estás completamente seguro de que no puedes encargarte tú solo?

—Lo siento. Necesito apoyo. Tú sabes de esto más que yo.

Ben volvió a suspirar. Sacudió la cabeza. Estiró el brazo para descubrir el reloj de la muñeca y miró la hora. Hizo un cálculo rápido. Podía coger el Oxford Tube hasta Londres y estar en Heathrow en unas horas. Coger un vuelo a Atenas y de allí a Corfú.

—Vale, recibido. Dime un punto de encuentro y me reuniré contigo mañana a mediodía.

Estaba allí a la hora del desayuno.

Era una isla en la que Ben no había estado nunca. Había esperado encontrar un paisaje árido, pero desde las alturas Corfú era sorprendentemente verde, un paraíso de bosques y prados de flores silvestres, montañas y un océano azul. A lo lejos, pudo distinguir ruinas laberínticas y pueblos tranquilos que anidaban en bosques de pinos. Mientras tanto, el avión descendía en círculos hacia al aeropuerto de Kérkyra, en la ciudad de Corfú.

Pero no disponía de mucho tiempo para disfrutar de la belleza de aquel lugar. Estaba cansado y se esforzaba por dominar su enfado. No podía entender por qué tenía que ir allí, por qué Charlie no podía solucionar aquello solo. ¿Se había equivocado con él? Había sido un buen soldado. Fuerte, resuelto, decidido. Quizá había perdido su perspicacia. Sin embargo, Ben ya había visto aquello en otros.

Al salir del avión, lo recibió el calor del sol. En el pequeño aeropuerto, alquiló una taquilla y dejó en ella su pasaporte, los billetes de vuelta y el grueso libro de filosofía de tapa dura que había comprado para leer en el avión. No pensaba quedarse mucho tiempo y quería viajar ligero de equipaje. Lo único que no dejó fue la cartera, el teléfono y una petaca con whisky.

Se preguntó qué hacer con la Biblia. Últimamente, la llevaba consigo a todas partes y se había acostumbrado a tenerla a mano para hojearla. Era compacta y no pesaba mucho. Decidió llevársela. Se colgó la ligera bolsa de lona al hombro, cerró bien la taquilla y se guardó la llave y la cartera en el bolsillo de los vaqueros.

Tomó un taxi en la entrada del aeropuerto. Se recostó en el ruidoso Fiat y observó el panorama. El conductor hablaba sin parar en un inglés tan rápido y chapurreado que Ben no entendía ni una palabra. Lo ignoró, y el tipo no tardó en callarse. Solo había dos kilómetros hasta Corfú, pero empezaba a aumentar el tráfico y cuando entraron en la ciudad, ya había atasco en las calles. Ben pagó al conductor con euros nuevecitos, sacó la bolsa de lona de la parte de atrás y decidió continuar andando.

Caminó rápido, impaciente por escuchar lo que Charlie le iba a contar. El punto de encuentro era la pensión donde se alojaba su amigo. Ben tenía la dirección y utilizó un mapa barato que había comprado en el aeropuerto para orientarse por la vieja ciudad.

Recorrió calles estrechas, donde la colada pendía en cuerdas entre las casas y las prendas ondeaban como banderas. Aquel lugar rebosaba vida y bullicio: galerías comerciales, tabernas, bares de comida caliente y cafeterías. Atravesó una gran plaza del mercado, perfumada con el olor salobre de las langostas y los calamares. Puestos y más puestos de relucientes aceitunas frescas. En medio del agitado rumor de la plaza de San Rocco, la gente disfrutaba en las terrazas de su café matutino. El tráfico retumbaba por las viejas y sinuosas calles.

Llegó a la pensión de Charlie un poco antes de las nueve. Era un edificio de piedra descolorida situado en el borde de una concurrida calle, justo en el centro de la ciudad. Fuera había una terraza, con las mesas alineadas en la acera bajo la sombra de grandes sombrillas y docenas de árboles plantados en grandes urnas de piedra.

Su amigo estaba sentado en una de las mesas, con un periódico y una cafetera delante. Vio a Ben al otro lado de la calle y lo saludó con la mano. Parecía aliviado más que contento, y no sonreía.

Ben se abrió paso por el intenso tráfico y entre las mesas hasta donde estaba sentado Charlie. El lugar ya se encontraba lleno de familias desayunando, los primeros turistas de la temporada con sus cámaras y sus guías y gente tomando un bocado de camino al trabajo. Había un hombre menudo, con una chaqueta fina de algodón, sentado solo en la mesa de al lado de Charlie, trabajando con su ordenador portátil.

Ben puso la chaqueta en el respaldo de la silla de mimbre vacía de la mesa de Charlie, dejó la bolsa de lona en el suelo y se sentó. Se apoyó en el respaldo, estiró las piernas y cruzó los brazos.

—Gracias por venir —dijo Charlie.

—Espero que valga la pena. Estoy cansado y no tendría que estar aquí.

—¿Quieres un café?

—Limítate a hablar —dijo Ben.

Charlie tenía el ceño fruncido. Parecía incluso más inquieto que por teléfono. Dobló el periódico y lo dejó a su lado, encima de la mesa, bebió un sorbo de café y miró a Ben con gesto serio.

—Tengo un mal presentimiento —dijo— sobre Zoë Bradbury.