13

En ese mismo momento, a dos mil quinientos kilómetros, en la diminuta isla griega de Paxos, a Zoë Bradbury la estaban llevando violentamente y a empujones a la playa, de vuelta al embarcadero por donde había intentado escapar cuatro días antes.

Era la primera vez que veía la luz del sol desde entonces. Durante cuatro días, había estado atada a la cama, y solo la soltaban cuando pedía a gritos que la dejaran ir al baño. Durante cuatro días, la habían interrogado día y noche.

Durante todo ese tiempo se había devanado los sesos intentando recordar. ¿Quién era? A veces, no había nada, simplemente un gran vacío. Pero de vez en cuando, era como si algo se moviera en su cabeza, como si los borrosos fragmentos de recuerdos quisieran ordenarse y encajar. Caras, voces, lugares. Todo rondaba de un modo tentador en su cabeza. Pero justo cuando parecía tenerlos cerca e intentaba atraparlos, volvían a disolverse repentinamente en la niebla.

Durante horas, había mirado fijamente la pequeña cicatriz que tenía en el dedo. Una herida de la infancia, quizá. Pero ¿cómo se la había hecho? No tenía ni idea. Miles de preguntas más se amontonaban a empujones en su cabeza. ¿De dónde era? ¿Quiénes eran sus amigos y su familia? ¿Cómo era su vida?

Y luego estaba la pregunta más aterradora de todas: ¿Qué quería esa gente de ella?

Mientras su intenso terror inicial se desvanecía para convertirse en un nuevo tipo de horror pertinaz y escalofriante, observaba y escuchaba a sus captores. Dos de los hombres nunca le hablaban, por lo que sabía poco de ellos. Era con la mujer y con el tipo rubio con quienes tenía más contacto. La mujer era quien la miraba peor, pero había veces que parecía ablandarse un poco y le hablaba de un modo más amable.

El tipo rubio era un psicópata. Zoë lo odiaba profundamente y lo único que la ayudaba a soportar aquellas horas infinitas había sido la fantasía de que se liberaría, cogería la pistola o el cuchillo y los utilizaría contra él.

Pero no importaba cómo trataran de sacarle información, ya fuera con amenazas implícitas o chillándole insultos violentos a la cara, nada funcionaba. Notaba que se estaban desesperando cada vez más.

Entonces le vino un nuevo pensamiento. ¿Y si recobrara la memoria? ¿Qué le harían cuando obtuvieran lo que querían?

Sabía perfectamente lo que deseaba el tipo rubio, si la mujer le dejaba. Quizá la amnesia era lo único que la mantenía viva.

Y ahora la llevaban a otro sitio. Pero ¿adónde? ¿Se habrían rendido por fin? Al pensarlo, se le aceleró el corazón. A lo mejor la estaban dejando marchar, quizá la llevaban a casa.

O quizá había llegado un punto en el que se habían dado cuenta de que era inútil e iban a acabar con todo. Acabar con su vida. Allí, en ese momento, ese mismo día. Le empezaron a temblar las manos.

El tipo rubio le estaba clavando la pistola en la columna y la empujaba por la playa.

—Muévete —murmuraba.

Intentó andar más deprisa, pero le costaba caminar por la arena blanda con los pies descalzos, y sus piernas parecían de gelatina. Se tropezó. Una mano callosa la agarró del brazo y la levantó de un tirón. La pistola se le clavó, haciéndole daño.

Se arriesgó a mirar hacia atrás por encima del hombro. El hombre la miró con el ceño fruncido. Detrás de él, la mujer los seguía con gesto pensativo, mirando la hora y al cielo. Los otros dos hombres iban detrás en silencio y con las miradas vacías. Uno de ellos llevaba una pistola a un lado.

Zoë tembló violentamente. Iban a matarla. Lo sabía.

—Sé lo que estás pensando —dijo la voz grave tras ella—. Quieres correr. —Se rio entre dientes—. Pues corre. Quiero que corras, así podré dispararte.

—Cierra la boca —le soltó la mujer.

Llegaron al final de la arena. Empujaron a Zoë hacia el embarcadero de madera. Subió y notó los duros tablones con sal incrustada en las plantas desnudas de los pies. Los demás la siguieron. ¿Iban a ahogarla?

Y entonces lo escuchó. El lejano zumbido de un avión acercándose. Se protegió los ojos con la mano, miró hacia arriba y distinguió un punto blanco en el cielo. Continuó observándolo mientras recorría despacio el embarcadero.

El punto blanco fue creciendo hasta que pudo ver su verdadera forma. Era un pequeño hidroavión.

Llegaron al final del embarcadero. El estruendo de los motores del hidroavión la ensordecía conforme iba descendiendo. La parte inferior rozó las olas, rebotó y, finalmente, aterrizó salpicando. Se posó en el agua y giró en un amplio arco, con una blanca estela de espuma. Se puso a la altura del embarcadero y se quedó allí meciéndose sobre el agua. Las hélices dejaron de girar poco a poco. El ruido de los motores era muy intenso y Zoë se tapó los oídos con las manos. La pistola seguía presionándole la espalda.

Se abrió una puerta en el delgado fuselaje, por donde se asomó un hombre. Miró fijamente a Zoë, con frialdad, y después asintió a los demás. Él y otro hombre amarraron el avión al embarcadero y extendieron una pasarela, a modo de estrecho puente sobre el agua. Zoë notó que la empujaban para que pasara. Recorrió tambaleándose la vacilante pasarela hasta el avión. El interior era estrecho y hacía calor. Un extraño la sentó de un empujón.

—¿Adónde me lleváis? —dijo aterrorizada.

El tipo rubio apareció en la puerta y, por un momento, le paralizó la idea de que él también los acompañara. Entonces, la mujer lo sujetó por el hombro y negó con la cabeza. Él pareció quejarse, pero cedió. Se apartó y fueron los otros dos hombres, los que no hablaban, quienes subieron al avión y se sentaron a ambos lados de Zoë. La ignoraron por completo. Después cerraron la ventanilla, y Zoë notó cómo aumentaban las vibraciones cuando los dos motores del avión comenzaron a girar para despegar.

Hudson y Kaplan se quedaron allí observando cómo se alejaba el avión rozando el agua. Ascendió hasta el cielo azul y se convirtió en un borroso punto blanco. Luego, desapareció.

—Fuera de nuestro control —dijo Kaplan.

Hudson le echó una mirada arisca. Él había contado con subir al avión y estar allí cuando se encargaran de la chica. Después de tantos días en aquel pedazo de roca, lo habían timado.

—Entonces ya nos podemos ir de aquí —murmuró.

—Todavía no —dijo ella—. Tenemos algo más que hacer.