12

Séptimo día

Los Bradbury vivían en una gran casa adosada de estilo victoriano a las afueras de la arbolada zona residencial de Summertown. Ben llegó a las doce y media con una botella de vino y unas flores para Jane Bradbury. Hacía mucho tiempo que no la veía. No había cambiado mucho físicamente, ahora tenía alguna que otra mecha gris entre el cabello moreno, pero Ben pudo ver una especie de fragilidad en su delgado cuerpo que no había visto antes. Recordaba que era una mujer tranquila, un poco a la sombra de su entusiasta marido. Pero aquel día estaba incluso más callada de como la recordaba.

Comieron en el patio trasero de la casa. El jardín tampoco era muy diferente al de hace casi veinte años. Los rosales de Tom Bradbury eran más grandes y coloridos de lo que Ben recordaba, y los altos muros de piedra del fondo del jardín ahora estaban cubiertos de hiedra.

Después de la comida, se sentaron a charlar y a beber vino durante un rato, mientras el westie de los Bradbury, un pequeño y robusto terrier blanco, todo músculo y pelo, corría de allá para acá por el césped, oliendo la hierba para seguir el rastro de algo.

—Este perro es igual al que teníais la última vez que vine —dijo Ben—, pero no es el mismo, ¿verdad?

—Aquel era Sherry —dijo Jane Bradbury—. Este es Whisky, el hijo de Sherry.

Al oír su nombre, el perro dejó lo que estaba haciendo y echó a correr hacia ellos. Llegó hasta Ben, se sentó sobre las patas traseras y le ofreció la pata.

—Nuestra hija Zoë le enseñó a hacer eso —dijo Bradbury—. En realidad el perro es suyo, pero nosotros lo cuidamos casi siempre, porque no suele venir mucho.

—¿Cómo está Zoë? —preguntó Ben.

Era una simple pregunta, pero pareció provocar un extraño efecto. El catedrático se removió incómodo en su silla y se miró las manos. Su mujer palideció perceptiblemente, su rostro se tensó y se puso rígida. Buscó la mirada de su marido, una mirada intencionada, como si le estuviera animando a que dijera algo.

—¿Qué sucede? —preguntó Ben.

Bradbury le acarició la mano a su mujer. Ella se recostó en la silla. El catedrático se volvió hacia Ben. Por un momento, pareció que iba a hablar, pero estiró el brazo para coger la botella que había en la mesa y rellenó los tres vasos. Dejó la botella, cogió su vaso y dio un trago.

—Me da la impresión de que esto no es una simple reunión social —dijo Ben—. Queréis hablarme de algo en concreto.

Bradbury se llevó la servilleta a la comisura de los labios. Su mujer se levantó nerviosa.

—Traeré más vino.

Bradbury metió la mano en el bolsillo de atrás de su chaqueta de tweed, sacó una vieja pipa de brezo y empezó a llenarla con tabaco de una petaca de plástico.

Ben esperó pacientemente a que hablara.

Bradbury frunció el ceño mientras encendía la pipa.

—Estamos muy contentos de volverte a ver —dijo envuelto en una aromática nube de humo—. Jane y yo te habríamos invitado a comer incluso en circunstancias normales.

—Entonces me habéis invitado por una razón concreta —dijo Ben—. Pasa algo.

Jane Bradbury regresó con otra botella de vino, que colocó en la mesa. Por sus caras, parecía que tenían mucho que contarle y que la tarde iba a ser larga.

El catedrático y su mujer intercambiaron una mirada.

—Ya sé que hace mucho tiempo que no estamos en contacto —dijo Bradbury—. Pero tu padre y yo éramos buenos amigos. Muy buenos amigos. Y consideramos que tú también lo eres.

—Os lo agradezco —dijo Ben.

—Así que sentimos que podemos confiar en ti —continuó Bradbury—. Y confiamos en ti.

—Por supuesto. —Ben se inclinó hacia delante.

—Necesitamos tu ayuda. —Bradbury dudó, luego continuó—. Se trata de lo siguiente. Cuando te marchaste de Oxford, hace tantos años, nos llegaron rumores. Decían que habías estado dando tumbos durante una temporada y que luego te uniste al ejército. Por lo visto te iba bien. Eran solo rumores, nada en particular. Y entonces, hace seis semanas, cuando mis colegas y yo te entrevistamos como estudiante que retoma sus estudios, nos contaste un poco sobre tu carrera profesional durante ese intervalo de tiempo. Ya sé que no quisiste entrar en detalles, pero dijiste lo suficiente como para que me hiciera una idea. Entendí que eres un hombre con una serie de habilidades muy específicas y mucha experiencia. Buscas a gente desaparecida.

—Era asesor de respuesta ante situaciones críticas —dijo Ben—. Trabajaba por cuenta propia ayudando a localizar víctimas de secuestro. En especial, niños. Pero eso es todo. Como ya os dije en la entrevista, estoy retirado.

—En especial, niños —repitió Bradbury con tristeza.

Jane Bradbury se volvió a levantar. Entró en la casa por la puerta acristalada y volvió al cabo de unos segundos con una foto enmarcada. Dejó el marco de plata en la mesa y lo empujó hacia Ben.

—¿Te acuerdas de ella? Era solo una niña la última vez que la viste.

Ben rememoró aquellos días. Parecían muy lejanos. Habían pasado muchas cosas desde entonces. Se acordaba de una chispita que correteaba por el césped perseguida por un alegre perro, de la luz del sol en su pelo y de todo un mundo de felicidad en su sonrisilla mellada.

—Tenía unos cinco o seis años.

—Casi siete —dijo Bradbury.

—Así que ahora tiene unos veinticinco o veintiséis. —Ben cogió la foto. El marco de plata estaba frío al tacto. Lo volvió hacia él. La chica de la foto era extraordinariamente guapa, tenía una larga melena rubia y una amplia sonrisa. Era una sencilla y alegre foto de ella abrazando a su perrito.

Bradbury asintió.

—Cumple veintiséis en marzo.

Ben dejó la fotografía.

—¿Qué ocurre? ¿Zoë tiene algún problema? ¿Dónde está?

—Ese es el problema. Se supone que tendría que estar aquí. Pero no está.

—Ya he tomado demasiado vino —dijo Jane Bradbury de repente—. Voy a hacer café.

Ben observó cómo se marchaba. Sus movimientos eran muy rígidos, como si estuviera bajo una enorme tensión. Frunció el ceño.

—¿Cuál es el problema?

Bradbury jugueteó incómodamente con la pipa. Miró por encima de su hombro. Lo que fuera a decir, obviamente prefería decirlo sin que su mujer estuviera presente.

—Siempre la hemos querido muchísimo, ya lo sabes.

—De eso no me cabe duda —dijo Ben, sin estar muy seguro de adónde quería llegar.

—Me resulta muy difícil hablar de esto. Son cosas personales.

—Somos amigos —dijo Ben mirándolo a los ojos.

Bradbury sonrió levemente.

—Cuando Jane y yo nos casamos, nos costó mucho tener un hijo. No era culpa de nadie. —Hizo una mueca—. Fue por mi culpa. Esto es muy embarazoso. Los detalles son…

—Los detalles no importan. Continúa.

—Después de seis años intentándolo, Jane por fin se quedó embarazada. Fue un niño.

Ben frunció el ceño. Los Bradbury no tenían ningún hijo.

—Ya te puedes imaginar qué ocurrió —continuó Bradbury—. Se llamaba Tristan. No llegó a su primer cumpleaños. Muerte súbita del lactante. Cosas que pasan, como se suele decir. Fue devastador.

—Lo siento —dijo Ben sinceramente—. Tuvo que ser muy duro.

—Ya ha pasado mucho tiempo —dijo Bradbury—. Pero todavía sigue presente. Así que intentamos tener otro, pero volvió a ser difícil. Ya estábamos a punto de abandonar y considerando la opción de adoptar, cuando Jane se quedó embarazada. Fue como un milagro. Nueve meses después, tuvimos a la niñita perfecta.

—Lo recuerdo muy bien —dijo Ben—. Era preciosa y alegre.

—Y lo sigue siendo —contestó Bradbury—. Pero durante muchos años, estuvimos aterrorizados por la idea de perderla. Era algo irracional, sin duda. Su salud siempre ha sido excelente. Pero ese tipo de cosas deja huella. Admito que la mimamos. Y me temo que, quizá, no la educamos del todo bien.

—¿Qué está haciendo ahora?

—Empezó siendo una estudiante brillante. No tuvo que poner mucho empeño. Aprobó sus estudios sin problema. Arqueología. Matrícula de honor en el Magdaleniense. Estaba preparada para una carrera profesional brillante. La arqueología bíblica es un campo de estudio muy importante. Se trata de una ciencia relativamente nueva y Zoë ha sido una de sus pioneras. Formó parte del equipo que encontró esos ostraca en Túnez el año pasado.

Ben asintió. Ostrakon, término griego que significa «concha». En su forma plural, era el nombre que daban los arqueólogos a los fragmentos de barro que una vez se utilizaron como material de escritura barato. Los ostraca fueron de uso generalizado en la época antigua para dejar constancia de contratos, cuentas, registros de ventas, así como manuscritos y escrituras religiosas.

—He leído mucho sobre ese hallazgo —dijo—. No tenía ni idea de que conociera a la persona responsable.

—Fue un momento maravilloso para ella —contestó Bradbury—. De hecho, lo que descubrió su equipo fue el mayor alijo de ostraca intactos desde la excavación de 1910 en Israel. Estaban enterrados bajo las ruinas de un antiguo templo. Un hallazgo extraordinario.

—Es una chica inteligente —dijo Ben.

—Es excepcional. Pero eso no es lo único que ha hecho. Ha escrito artículos y es coautora de un libro sobre la vida del sabio griego Papías. Incluso la han entrevistado en televisión un par de veces, en un canal de arqueología.

—Se te ve muy orgulloso de ella.

El catedrático sonrió. A continuación, su rostro volvió a oscurecerse. Hundió la barbilla en el pecho. Toqueteó la pipa. Se había apagado.

—Profesionalmente, intelectualmente, es maravillosa. Pero su vida privada, y nuestra relación personal con ella, es un desastre. —Bradbury levantó las manos y las dejó caer sobre los muslos. Un gesto de impotencia—. ¿Qué puedo decir? Es una inconsciente. Lo ha sido desde los quince años. No la podíamos controlar. Ha cometido delitos menores un par de veces. Robos en tiendas, alguna cartera. Encontramos las cosas robadas en su habitación. Para ella se trataba solo de un juego. Teníamos la esperanza de que algún día dejara esa locura, pero no lo hizo. Bebida. Fiestas. Todo tipo de comportamientos imprudentes. Han sido todo peleas y dificultades. Le gusta discutir, es agresiva, tremendamente testaruda, siempre tiene que hacer las cosas a su manera. Lo más mínimo provoca una pelea. —Miró a Ben con los ojos enrojecidos—. Y sé que es culpa nuestra. Se lo hemos consentido todo, porque nos sentíamos muy afortunados por haber tenido una segunda oportunidad de ser padres.

Ben no había dejado de beber vino mientras Bradbury hablaba. Volvió a llenar su vaso.

—Hablemos claro, Tom. Me has dicho que estabas preocupado porque no estaba aquí. ¿Ha desaparecido?

Bradbury asintió.

—Hace casi una semana.

—¿Y creéis que se ha metido en problemas?

—No sabemos qué pensar.

—Una semana no es mucho tiempo, dadas las circunstancias. Tú mismo lo has dicho, es una inconsciente. Aparecerá.

—Ojalá pudiera creerlo.

—Me estás contando esto por mi anterior ocupación.

—Sí.

—Entonces, escucharás mi opinión profesional.

Bradbury se encogió de hombros.

—Sí.

—La gente deserta de vez en cuando —dijo Ben—. Ahora bien, si alguien desaparece y hay pruebas evidentes de que le ha ocurrido algo, hay métodos para traerlos de vuelta. Pero tienes que distinguir entre un caso justificado de alguien desaparecido y alguien que no es más que un poco rebelde, se pelea con sus padres, le gusta pasárselo bien y ha desaparecido del mapa durante un breve periodo de tiempo.

—Ya lo había hecho antes, lo de desaparecer del mapa, como tú dices —dijo Bradbury—. Somos realistas. Podemos aceptar muchas cosas. Aceptamos que es libre y que le gusta divertirse. Sexualmente, me refiero. —Se sonrojó avergonzado—. Pero esta vez es diferente. Esta vez es muy raro y tenemos un horrible presentimiento.

—¿Y qué hace que esta vez sea diferente?

—El dinero. Es decir, ¿de dónde viene ese dinero?

—¿Qué dinero?

—Lo siento. Volveré atrás. Zoë estaba trabajando en una campaña de excavación en Turquía. Se suponía que iba a durar hasta finales de agosto. Pero entonces, lo siguiente que supimos fue que se había marchado antes de lo previsto y que estaba en Corfú. Allí tenemos algunos amigos. Se quedó con ellos durante un tiempo. —Bradbury hizo una pausa—. Y luego, de repente, resulta que tiene todo ese dinero. Es una estudiante de doctorado. No tiene dinero, al menos no más del que necesita. Según nuestros amigos, de repente tenía un montón. A miles. Y por el modo en que lo gastaba, era como si nunca se fuera a acabar. Empezó a ir a fiestas todo el tiempo y llegaba a casa borracha, con un hombre diferente cada noche.

—Comprendo que eso te escandalice, pero…

Bradbury negó con la cabeza.

—La cuestión no es esa. Se peleó con nuestros amigos y luego se mudó. Se registró en el hotel más caro de la isla. Hasta que la echaron de allí por provocar incidentes. Entonces alquiló una villa en la costa. Un lugar grande, lujoso, caro. Las fiestas allí eran continuas, día y noche, según han oído nuestros amigos.

—Sigue.

—Y luego desapareció, simplemente. Nos dejó un mensaje en el contestador borracha, de madrugada, hace una semana. Decía que volvía a Inglaterra y que estaría aquí a la mañana siguiente. Eso fue todo. Todavía seguimos esperando. Al parecer, nadie sabe adónde fue. Hemos llamado a todos los números que se nos han ocurrido. Ya no está en la villa. Ni en ningún hotel. En el aeropuerto de Corfú nos dicen que no cogió el avión. Parece haberse esfumado. —Miró a Ben suplicante—. Bueno, ¿qué te parece?

Ben se quedó pensando durante un momento.

—Repasemos. Dices que el tema del dinero te desconcierta. Vale. Pero también me has dicho que ha estado con muchos hombres. A lo mejor ha pescado a un millonario. La prueba es sencillamente que no se ha ido de Corfú. Es una chica muy guapa. Allí hay un montón de tíos jóvenes y ricos a los que les gusta disfrutar de la buena vida. Ahora mismo puede estar sentada en la cubierta de un yate en algún lugar, más a salvo que cualquiera de nosotros.

—Eso es verdad —asintió Bradbury.

—También están las tarjetas de crédito. Gastas unos cientos de la Barclaycard y lo siguiente es recibir una carta ofreciéndote un préstamo, y además te suben el límite de crédito un par de miles. Eso explicaría fácilmente de dónde ha sacado tanto dinero.

—Eso también tiene sentido —admitió el catedrático.

—Entonces, ¿qué te hace pensar que algo va mal?

—Es difícil de explicar —dijo Bradbury—. Es solo una sensación. No se trata simplemente de nuestra actitud protectora. Esta vez es diferente. —Se recostó en la silla y miró a Ben a los ojos—. Te estaríamos tan agradecidos, Ben. Lo único que te pedimos es que vayas allí y la encuentres. Que te asegures de que está bien, que no se ha metido en asuntos de drogas o en algo horrible, como pornografía… —Su voz reflejaba tortura.

—Vamos —dijo Ben—. ¿Por qué tendría que estar metida en algo de eso?

Bradbury lo miró fijamente. Se agarró al borde de la mesa.

—¿Nos vas a ayudar? Confiamos en ti.

Ben se quedó callado.

—Estamos desesperados, Ben. No queremos que la convenzas de que vuelva a casa ni nada parecido. Solo encuéntrala, asegúrate de que está bien y a salvo. Y pídele que, por favor, por favor, se ponga en contacto con nosotros. Dile que nos perdone por todas las peleas y por todo lo que podamos haber dicho. Y que la queremos.

Ben no contestó.

—Hemos pensado en ir nosotros a buscarla —dijo Bradbury—. Pero aunque la encontráramos, no querría hablar con nosotros. Tendría uno de sus arranques, empezaría a acusarnos de intromisión paternal o cosas así y saldría pitando. La conozco, y eso solo empeoraría las cosas. —Bradbury hizo una mueca—. Necesitamos a alguien ajeno al asunto, alguien que sea amigo de la familia, pero más objetivo. Alguien que pueda acercarse a ella, que sepa cómo manejar el asunto.

Ben vació el vaso de un trago y lo dejó encima de la mesa.

—Siento mucho lo que está pasando en tu familia, Tom. De verdad que sí.

Bradbury se mordió el labio.

—Pero no puedo ayudarte —dijo Ben.

—Evidentemente, te pagaremos —dijo Bradbury inquieto—. Debería haberlo mencionado antes. Tenemos ahorros. Te puedo pagar diez mil libras. Eso cubriría todos los gastos y sobraría mucho. Puedo hacer una transferencia bancaria por internet. El dinero estaría en tu cuenta al momento. Siento no poder pagar más.

Ben sonrió.

—No es por el dinero. Lo haría gratis. Pero estoy retirado. Por eso estoy aquí. He terminado con todo eso. Intento dejar esa vida atrás.

—Pero esto es diferente —dijo Bradbury—. Esto no es nada comparado con las cosas en las que has estado involucrado. Por favor. Te lo suplico.

—Lo siento, no puedo. —Ben hizo una pausa—. Pero te diré lo que haré. Si quieres a alguien en quien confiar para que vaya a buscar a Zoë, te puedo recomendar a un tipo.

Cuando se marchó de casa de Bradbury, Ben fue directamente a su piso. Descolgó el teléfono y marcó un número en el dial. Charlie contestó.

—Sobre aquello que me pediste —dijo Ben—. Si te dijera que ha surgido una oportunidad, ¿te interesaría?

Charlie no necesitó ni un segundo para decidirse.

—Me interesaría.

—Bien. Ahora escucha. —Ben le contó con todo detalle lo que Bradbury ofrecía.

—Eso cubriría la hipoteca durante un año —dijo Charlie—. Pero ya sé lo que va a decir Rhonda.

—Lo único que tienes que hacer es encontrar a Zoë. No tienes que intentar traerla de vuelta. Por lo que sabemos, no será tan complicado seguirle el rastro. Solo hay que seguir el sonido de la música festiva y el reguero de botellas vacías. Lo único que quieren saber sus padres es que está bien. Lo máximo que tienes que hacer es convencerla de que se ponga en contacto con ellos.

—Suena fácil.

—Porque es fácil —dijo Ben—. Allí es temporada baja, así que no gastarás mucho de las diez mil. Le puedes decir a Rhonda que lo único que vas a hacer es entregar un mensaje, no creo que eso le suponga un problema. Son las islas griegas, no Afganistán. Y estarás de vuelta en cinco días como máximo.

—Me interesa —repitió Charlie.

—Tengo que llamar a los Bradbury ahora mismo y decirles sí o no. Tú decides.

—Cuenta conmigo —dijo Charlie.