10

Grecia

Era una navaja Buck, y al hombre rubio le encantaba afilarla. Mientras permanecía sentado en el balcón, sin nada más que hacer que absorber el sol, beber ouzo y vigilar a la zorra, se pasaba el rato pasando la piedra de aceite por el filo. Tenía la navaja tan afilada que si la hubiera dejado con el filo hacia arriba y un billete encima toda una noche, al volver por la mañana, el billete estaría cortado por la mitad únicamente debido a su propio peso.

Sacó la navaja del bolsillo y la abrió con una mano mientras se acercaba lentamente a la cama. Zoë volvió la mirada y, al verlo, emitió un grito de terror ahogado por la mordaza. Tenía los brazos atados al colchón, que agarraba y arañaba luchando por liberarse.

Él se apoyó en el borde de la cama, inclinado sobre ella y mostrándole el filo muy de cerca. Podía oler el miedo que desprendía.

—Parece afilada, ¿verdad?

Pasó el pulgar suavemente por la hoja, cortándose la primera capa de piel.

—Ni te imaginas lo afilada que está. Aunque quizá lo compruebes muy pronto.

Apretó la cara de la hoja contra su mejilla, y ella se giró gimiendo. La garganta le palpitaba.

—Ahora voy a quitarte la mordaza, y no vas a volver a gritar. Vas a hablar conmigo. Me lo vas a contar todo. Porque si no lo haces, te voy a sacar un ojo. Saldrá disparado, así.

La mujer morena estaba observando desde el otro lado de la habitación. Tenía los brazos cruzados y el rostro tenso. Quería intervenir, pero se contuvo.

El hombre le quitó la mordaza de un tirón y Zoë respiró con rápidas boqueadas. Tragó fuerte y gimió de miedo cuando le acarició la sien con el frío acero del filo y trazó una línea alrededor del ojo.

—No me acuerdo —dijo lastimosamente.

—Sí, sí que te acuerdas. No nos mientas.

—Lo juro, no me acuerdo.

—Un empujoncito con el filo —dijo él—. Es lo único que tengo que hacer para ver cómo sale disparado este precioso ojito azul. ¿Has visto alguna vez un globo ocular reventado? Es como un huevo crudo. —Sonrió, dejó que sintiera un poco más el tacto de la navaja sobre su piel y después la apartó.

Zoë estaba temblando de miedo.

—No sé qué deciros —dijo sollozando—. No lo sé.

—Cleaver —dijo él—. Te acuerdas del señor Cleaver, ¿verdad? ¿Te acuerdas de lo que le hiciste?

La chica negó violentamente con la cabeza.

—¿Dónde está? —dijo él.

—¿Dónde está qué?

—¿Dónde está? —le gritó a la cara.

—No lo sé, joder —contestó gritando—. ¡No sé qué coño queréis de mí! —La desesperación se reflejaba en su mirada y tenía el pelo pegado a las mejillas por las lágrimas—. ¡Tenéis que creerme! ¡No sé nada! ¡Habéis cogido a la persona equivocada! —Empezó a gritar más fuerte—. ¡Soltadme! —suplicó—. Soltadme, no se lo contaré a nadie. Lo prometo.

La mujer se acercó y cogió al hombre por el hombro.

—Tenemos que hablar.

Él se puso tenso, sin dejar de mirar a la chica de la cama. Después suspiró, se giró y siguió a la mujer fuera de la habitación.

Salieron al pasillo. La mujer cerró la puerta, así que Zoë Bradbury no pudo escuchar nada.

—Esto no funciona.

—Está fingiendo, Kaplan —susurró furioso.

—No creo que tú puedas saberlo.

—Dame media hora a solas con esa zorra. Se lo sacaré todo.

—¿Cómo? ¿Arrancándole los ojos?

—Tú déjame.

—No hemos sido precisamente agradables con ella. ¿Por qué crees que tú puedes conseguir que hable?

—Lo haré. Dame más tiempo.

La mujer se mordió el labio, negó con la cabeza.

—No se puede quedar aquí. No disponemos del equipo necesario.

—Antes de llevártela, dame diez minutos con ella.

—Negativo.

—Cinco minutos. Haré que hable, créeme.

—Estás disfrutando demasiado con esto, Hudson.

—Estoy haciendo mi trabajo.

—¿Y si la matas? Estaríamos todos muertos.

—No la mataré. Sé lo que tengo que hacer, Kaplan.

Ella resopló.

—¿De verdad? Escúchame. Quiero que guardes esa navaja. Si la vuelvo a ver, te meteré una bala en la cabeza. ¿Te ha quedado claro?

El hombre se quedó callado, mirándola fija y hoscamente.

—Ellos harán que hable —dijo ella—. Tienen otros métodos.