Summertown, Oxford
Aquella tarde
El catedrático Tom Bradbury cerró tras él la puerta de la entrada, dejó su viejo maletín y colgó las llaves del coche en el gancho de roble al lado del jarrón en el recibidor.
La casa estaba en silencio. No esperaba que lo estuviera. Zoë regresaba aquel día y su presencia siempre se hacía notar por la banda sonora de rock duro que se empeñaba en poner a todo volumen en el equipo de música de la sala de estar.
Bradbury se paseó por la amplia cocina. Las ventanas que daban al patio estaban abiertas y el aroma del jardín inundaba la habitación. Se acordó de la botella medio vacía de Pinot Grigio de la noche anterior y abrió el frigorífico. Dentro había una mousse de chocolate recién hecha, el postre favorito de Zoë que su madre siempre le preparaba cuando venía a casa.
Chasqueó la lengua en señal de desaprobación y se sirvió un vaso de vino frío. Entre sorbo y sorbo, salió al jardín y vio a su mujer, Jane, arrodillada en el arriate, con una cesta de plantas anuales de colores vivos detrás de ella.
—Has venido temprano —le dijo mirando hacia arriba y sonriendo.
—¿Dónde está?
—Aún no ha llegado.
—Ya decía yo que había mucho silencio. Esperaba que ya estuviera aquí.
Jane Bradbury clavó el desplantador en el suelo, se levantó resoplando y se limpió la tierra.
—Eso parece estar muy rico —dijo al ver el vaso.
Se lo pasó y ella le dio un sorbo y se relamió.
—Yo no me preocuparía —le dijo—. Ya sabes cómo es. Seguramente habrá hecho una parada para visitar a algún amigo en Londres.
—¿Y por qué no puede venir directamente aquí? Siempre está con algún amigo. Casi no la vemos.
—Ya no es una niña, Tom. Tienes veintiséis años.
—Entonces, ¿por qué se comporta como si lo fuera?
—Llamará. Seguramente volverá mañana y la tendremos hasta en la sopa.
—La consientes demasiado —le dijo malhumorado—. Incluso le has preparado su postre favorito.
Su mujer sonrió.
—Tú la consientes tanto como yo.
Bradbury se dio la vuelta y se dirigió a la casa.
—Por lo menos podría decirnos dónde está, coño.