Eso era todo, entonces. Paxton lo había vencido. Debería haberlo sabido. No debería haber ido a buscar ese maldito tesoro.
—Dispárame —dijo—. No quiero oírlo.
—Claro que no —respondió Paxton con una sonrisa—. Pero vas a hacerlo de todos modos. —Se volvió hacia Berg—. Vamos. Cuéntale a nuestro amigo lo que me has contado a mí.
Los ojos de Berg centellearon y abrió la boca para hablar.
Entonces se detuvo. Su boca se abrió todavía más y soltó un grito ahogado. Un escalofrío pareció recorrer su cuerpo haciendo que perdiera el equilibrio. Su mirada intentó enfocar ese extraño objeto que de repente había aparecido en mitad de su frente.
Era la punta triangular de tres hojas de acero de una flecha que sobresalía casi diez centímetros de su cráneo.
Berg se derrumbó como un árbol talado y cayó bocabajo. La Desert Eagle se deslizó por la cubierta. La flecha que tenía incrustada en la nunca seguía temblando del impacto del disparo.
Pero Ben ya no estaba mirando a Berg. Vio a Zara emerger de la escalerilla justo detrás de donde había estado Berg. Con un vestido de algodón blanco muy veraniego que enfatizaba su bronceado y su cabello captando la luz del sol, parecía más bella que nunca. En su mano sostenía el arco con el que había estado disparando la primera vez que la vio y una aljaba llena de flechas en el costado. Sus ojos se posaron en los de Ben.
Ben no podía hablar, no podía apartar la vista de ella. El corazón le retumbaba en su pecho. Zara estaba viva. Paxton se había burlado de él. No solo había querido que Ben muriera, había querido que lo hiciera con desesperación.
Paxton se volvió para mirarla y contempló boquiabierto e incrédulo el cuerpo de Berg.
—Lo has matado —balbució.
Zara no respondió. Sacó otra flecha y la colocó con destreza en el arco.
Ben vio cómo se tensaban los músculos de Paxton antes siquiera de que le diera tiempo a apuntarla con la SIG. Se tiró al suelo para coger la pistola de Berg. Vio una línea clara de disparo y apretó el gatillo. La Desert Eagle tenía un retroceso brutal. Paxton gritó cuando la bala de elevado calibre impactó en un lateral de su arma y esta salió despedida. El saquito de cuero cayó a la cubierta mientras él se agarraba su mano herida. Ben advirtió el miedo en sus ojos cuando le apuntó con la pistola a la cabeza. De repente el coronel parecía mucho mayor, frágil incluso.
—Dame el saco —le ordenó Ben.
Paxton obedeció. Ben lo cogió y se lo guardó en el bolsillo de los vaqueros.
—Estás acabado, Harry. La Interpol se encargará de ti. Voy a llevarte a tierra.
Zara dio un paso adelante sin soltar el arco. Negó con la cabeza.
—No, Ben.
Se la quedó mirando.
—No vas a llevarlo a ninguna parte —dijo.
Antes de que Ben pudiera reaccionar, Zara apuntó con el arco a Paxton y le disparó a quemarropa.
La flecha recorrió la corta distancia e impactó en el hombro derecho de Paxton. Este gritó de dolor y agarró el asta de la flecha con la mano izquierda e intentó sacársela, pero los músculos de alrededor de la herida se habían tensado y la retenían. Su camisa de seda empezó a impregnarse de sangre. Cayó de rodillas.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó.
—Algo por lo que llevaba mucho, mucho tiempo esperando —respondió Zara sin alzar la voz. Había una expresión gélida en sus ojos que Ben jamás había visto antes. Su mano se movió con rapidez, sacó otra flecha con destreza de la aljaba que pendía de su cinturón y la colocó en el arco. Apuntó y disparó de nuevo.
Esta vez la flecha atravesó el hombro izquierdo de Paxton. La punta, ensangrentada, le sobresalía unos veinticinco centímetros del omóplato.
Entonces Ben cayó en la cuenta. No estaba tirando al azar. Como profesional que era y con un blanco tan grande y a una distancia tan corta, podría haber acertado en cualquier punto que deseara. Estaba prolongando su agonía de manera deliberada, por pura crueldad.
Paxton gritó de nuevo y cayó de espaldas sobre la cubierta, retorciéndose de dolor y manchando de sangre la brillante madera.
—¡Zara! —gritó Ben—. ¿Estás loca?
Pero ella no le estaba escuchando. Caminó con frialdad alrededor de Paxton, que la miraba boquiabierto. El mismo movimiento mecánico y ágil para tensar la cuerda. Disparó de nuevo. La flecha le atravesó el muslo y lo inmovilizó contra el suelo de la cubierta. La sangre le salía a borbotones de la arteria. Paxton ya no gritaba. La boca se le abría y cerraba al entrar en parada cardiorrespiratoria.
—¡Para! —Ben la apuntó con la Desert Eagle, porque no sabía qué más hacer—. ¡Es suficiente!
Ya había otra flecha en el arco. Zara miró con total tranquilidad a Ben.
—Vale. Tienes razón.
Y entonces disparó una última vez. La flecha atravesó el orificio nasal de Paxton y le clavó la cabeza a la madera. Paxton se retorció mientras la sangre le salía de la nariz y la boca. Sus músculos se tornaron inertes y se desplomó contra la cubierta. Estaba muerto.
Cuando Ben bajó la pistola, seguía temblándole la mano.
—¿Por qué coño has hecho eso? —preguntó sin aliento.
Zara dio un paso hacia él y Ben se percató de que ya había colocado otra flecha en el arco. La aljaba estaba vacía en esos momentos. Era su último disparo. Y era para él.
—El saquito de cuero —dijo—. Pásamelo.
Ben se quedó sin habla. Ya nada parecía tener sentido.
Y, aun así, de alguna terrible manera, sí que lo tenía. ¿Qué tipo de rehén podía caminar libre por ahí con un arma letal?
—Estabais en esto juntos —susurró—. Desde el principio.
Zara suspiró.
—Es cierto, Ben. Lo siento.
Los pensamientos se agolparon en su mente a tal velocidad que empezó a marearse.
—Pero Valentine…
—Harry sabía que iba tras él —dijo Zara—. Ideamos el plan. O quizá debería decir que ideé el plan. Dejamos que nos vieran discutir en público: Harry abofeteándome en el restaurante, yo lanzándole la copa y marchándome de allí… Todo orquestado para darles la impresión de que teníamos problemas. Y picaron. —Sonrió y se encogió de hombros—. Poco después, Valentine me abordó y me habló de su novia, Downey, y de los pobres africanos a quienes las armas de Paxton estaban matando. Me soltó toda la perorata. Un dramón. Así que le seguí el juego, fingiendo estar impactada y horrorizada.
—Cuando en realidad no te importaba una mierda.
—Tenía que ganarme su confianza —dijo ella—. Era la única manera de poder cogerlos a todos en un mismo lugar. Tenía que proteger los intereses de Harry.
—El hombre al que acabas de matar.
—Así es. Odiaba a Harry. Era un cabrón cruel y un marido terrible. Le odiaba, pero habría seguido con él por su dinero.
—¿Y no habría sido más sencillo divorciarse?
—Me habría matado por intentarlo. E incluso aunque no lo hubiera hecho, teníamos un acuerdo prenupcial. Habría acabado sin nada.
—Nada, salvo tu libertad.
—¿Crees que no lo he pensado? Pero entonces apareciste tú, Ben. Lo cambiaste todo. Cuando te conocí fue cuando empecé a buscar una manera de librarme de él. Lamento mucho haber tenido que mentirte. Nunca quise que ocurriera.
Ben no dijo nada. No había nada que decir. Un frío estremecimiento se había alojado en su estómago.
—Quiero el tesoro, Ben. Lo he querido desde que Morgan se emborrachó esa noche a bordo del Scimitar. —Resopló—. Típico de los hombres, dárselas de ser alguien delante de una mujer que les gusta y competir con su padre al mismo tiempo. Fue fácil hacer que hablara. Tan solo seguí dándole de beber y me aseguré de que pudiera ver lo que había bajo mi top. Siempre funciona.
—Así que has estado utilizando a todo el mundo como lo has hecho conmigo. Todo lo que me dijiste era mentira. Nunca hubo nada entre nosotros.
Negó con la cabeza.
—Eso no es cierto. Cuando te dije que te quería, lo dije en serio. Quería que estuviéramos juntos.
—¿Me quieres pero dejas que crea que te tienen retenida? ¿Me has hecho pasar por esto a propósito?
—¿Qué puedo decir? No tenía otra opción. Tuve que encontrar una manera.
—De obtener lo que querías.
—Para los dos. —Sus ojos brillaron de entusiasmo—. Para ti y para mí.
—¿Y si hubiera muerto?
—Tú no. No tan fácilmente. Sabía que volverías.
—Mientras tú te pasabas una semana de relax, bronceándote, disfrutando.
Pareció dolida.
—No ha sido fácil para mí. Sonreír a ese bastardo, tenerlo contento, fingir que todo estaba bien cuando no podía esperar a verte de nuevo. Lo hemos conseguido. Ahora somos libres. Seremos ricos. Lo que Harry tenía será una nimiedad comparado con lo que tendremos. Piensa en todo lo que podremos hacer. La vida que podremos llevar juntos.
—Así que tú y yo nos fugamos al amanecer con el oro. ¿Así es como lo ves?
Zara se rió.
—¿Por qué no? ¿Por qué no puede ser así de sencillo? ¿Qué nos lo impide? Te quiero. Y tú me quieres a mí. —Su sonrisa flaqueó—. Me quieres, ¿verdad?
Ben soltó un largo suspiro.
—Sí. Te quiero.
—Entonces, estemos juntos —dijo ella—. Tal como hablamos esa noche en París.
Ben permaneció en silencio.
—¿Y bien? ¿No vas a responderme?
—Olvídalo, Zara. Se acabó.
—Por favor, Ben. Te necesito.
—Estás loca —dijo—. No alcanzo a comprender el tipo de monstruo que eres. —Señaló el cuerpo de Paxton—. Eres peor que él. Te quiero, pero te odio.
Su rostro pareció crisparse y el brillo de sus ojos se apagó.
—Bien. Si eso es lo que quieres. Siempre he estado sola. Sobreviviré.
Mientras lo decía, colocó tres dedos en el arco y los tendones de su brazo se tensaron cuando tiró de la mano para apoyarla contra su mejilla. La flecha se colocó en posición de disparo en el lanzador. La gruesa fibra de vidrio del arco se estiró, las poleas giraron y los cables se tensaron, cargando ingentes cantidades de energía tras la afilada cabeza de la flecha que estaba apuntando a su corazón.
—¿Serías capaz de dispararme? —preguntó.
Zara tenía los nudillos blancos de la fuerza con la que sujetaba el arco. Asintió.
—Te he dado la posibilidad de compartir el tesoro conmigo. No has querido. Es tu elección. Lo siento, pero no me dejas otra salida.
—Podrías entregarte. Intentar arreglar parte de lo que has hecho.
Zara se rió.
—Vamos, sé realista.
Ben levantó la pistola y apuntó con la mira a Zara. La risa se le congeló en los labios y la confusión se reflejó en sus ojos.
—Ahora la cosa se pone más complicada —dijo—. La presión del gatillo es de cerca de un kilo. Lánzame esa flecha, y con el más leve espasmo la pistola se disparará. Y tú estarás muerta en el mismo instante en que moriré yo. Los dos nos desplomaremos en el suelo a la vez. No habrá tesoro para ti.
Zara no respondió. Se rodearon.
—Ahora sí tienes elección —dijo—. Baja el arco y afronta las consecuencias. O dispararé.
—No lo harías.
Apretó el gatillo. La Desert Eagle resonó y retrocedió en su mano. El ruido del disparo resonó en el mar.
Zara gritó y cayó hacia atrás. La flecha cayó al suelo sin llegar a ser lanzada. Los cables y la cuerda del arco quedaron sueltos. La polea superior a la que Ben había disparado rebotó y rodó por las tablas de madera del suelo como si de una moneda enorme se tratara.
Zara yacía en el suelo de la cubierta, aferrándose aún al arco destrozado y llorando del susto y de la rabia.
Ben bajó la pistola y extrajo el saquito de su bolsillo. Lo lanzó al mar con toda la fuerza de la que fue capaz y el cuero se convirtió en un punto negro contra el sol y cayó al agua con un fuerte chapaleo.
Entonces recogió la estatuilla de oro y la tiró por la borda. Esta relució una última vez sobre la superficie de las aguas y se hundió. Quizá tras algunos siglos, algún afortunado buceador la encontrara en el lecho del mar.
—Ahí tienes tu tesoro —le dijo a Zara—. Se acabó. Todo ha terminado. ¿Ha merecido la pena? —Extendió la mano, la cogió del brazo y la levantó con cuidado.
Sus ojos llenos de lágrimas escudriñaron los de Ben. Tenía el pelo revuelto y la mandíbula tensa.
—Ahora no tengo nada —dijo con amargura—. Me has arruinado. Me has dejado sin nada.
—Creo que te has arruinado tú sola, Zara.
Agachó la cabeza con desesperación.
—¿Qué vas a hacer conmigo?
Ben tardó bastante en responder. Observó su rostro. Los sentimientos que albergaba hacia ella no se irían sin más. No desaparecerían en mucho tiempo.
—Sabes que jamás te haría daño —dijo.
—No me entregues —suplicó—. Me moriría. No podría vivir en la cárcel.
—¿Quién me creería? —dijo Ben—. Sería tu palabra contra la mía. Harry y tú cubristeis vuestro rastro muy bien. Ahora él está muerto. Tú eres libre. Y yo me marcho de aquí.
—No, Ben. No te vayas.
Ben le dio la espalda y echó a andar hacia el pasamanos. La lancha motora se mecía suavemente con la marea.
Puso una mano en la barandilla y estaba a punto de pasar una pierna por encima cuando Zara le agarró el brazo con fuerza. Tenía las mejillas empapadas de lágrimas.
—Quédate conmigo —le rogó. Se acercó más a él y le acarició el rostro. Sus dedos eran suaves y cálidos y durante un segundo estuvo a punto de ceder. Una ola de sentimientos surgió en su interior.
Esos sentimientos no se irían así como así.
Pero lo harían, con el tiempo. Tragó saliva y se zafó de ella.
—Adiós, Zara.
—Ben… —Su voz se quebró en un sollozo de dolor.
Ben permaneció en silencio. Zara observó con tristeza cómo subía a la lancha y se alejaba. Cuando apenas había recorrido veinte metros, miró hacia atrás y vio una solitaria figura junto al pasamanos, mirando en su dirección. La brisa le agitaba el cabello. Tras ella, el sol empezaba a ponerse.
No volvió a mirar atrás.