Era de noche y Ben puso rumbo al norte cual poseso. Tan solo se detuvo para dormir un par de horas cuando ya no podía mantener los ojos abiertos. Al día siguiente el sol ardía sin piedad cuando cruzó las llanuras desérticas de Sudán y era de nuevo de noche cuando consiguió cruzar la frontera egipcia. Durante varias tensas horas condujo con cuidado y evitó el camino de las patrullas fronterizas del ejército. Pero incluso a las Fuerzas Especiales les habría costado verlo cuando pasó a hurtadillas a su lado.
A la mañana siguiente, el Nissan estaba sobrecalentado y andaba corto de combustible, pero había hecho su trabajo. Continuó forzándolo por carreteras asfaltadas durante todos los kilómetros que pudo. Cuando las primeras señales de verdor en la distancia le indicaron que se estaba acercando al valle del Nilo, el vehículo se averió definitivamente. Lo abandonó y echó a andar.
Ninguno de los conductores de camiones o de los transportistas de ganado que recorrían la autopista habría imaginado jamás que el solitario y polvoriento trotamundos del arcén llevaba en su maltrecho morral más oro del que nunca verían en sus vidas, y la clave para encontrar un tesoro multimillonario.
Cuando Ben divisó el primer asentamiento en la distancia, ya tenía cobertura en el móvil y llamó a Paxton.
Era el inicio del séptimo día.
Todo sucedió a gran velocidad a partir de entonces. Ben se compró una camisa de algodón y unos vaqueros en un puesto de ropa, encontró un pequeño hotel y pagó una habitación. Pasó mucho tiempo bajo una ducha fresca, limpiándose la arena, el sudor y la sangre. Descansó un rato y salió con el morral al hombro, más relajado y sin apenas percibir ya el calor del sol. En las curvadas calles descubrió un pequeño estanco y un puesto de alimentación que vendía comida fresca en cestas hechas con hojas de palmeras. Se sentó bajo la sombra de una palmera en el extremo de la ciudad, comió un pan plano con hummus y se fumó un par de cigarrillos.
No mucho después, el Lexus negro llegó. Les ofreció su Jericho a dos hombres taciturnos y trajeados y ellos lo metieron a toda prisa en el coche. Tras días de dura conducción en el desierto, los confortables asientos y el aire acondicionado del Lexus le parecieron algo de otro mundo. Ben se apoyó contra el frío cuero mientras el coche recorría los casi ciento treinta kilómetros al norte hasta el aeropuerto más cercano.
Desde allí, un jet ligero Cessna Mustang sobrevoló el Nilo, dejó atrás El Cairo y puso rumbo noroeste hacia la costa mediterránea y la ciudad portuaria de Alejandría.
Ben no pudo más que admirar la organización de Paxton. Apenas si se había bajado del avión cuando otro coche lo llevó a la ciudad. Pasaron junto a la nueva biblioteca de Alejandría, reconstruida dos mil años después de que la enorme biblioteca del mundo antiguo ardiera hasta los cimientos, y tomaron una carretera que los llevó al puerto. Ben abandonó el coche y se sentó a contemplar los cientos de barcos que surcaban las aguas azules.
Entonces, abriéndose paso entre el tráfico portuario, una lancha motora blanca llegó al embarcadero y su piloto se bajó. Vio a Ben en el muelle, habló brevemente por el móvil y echó a andar hacia él.
Era Berg.
A Ben le temblaban las manos cuando fue a encontrarse con él.
—El señor Paxton está deseoso de verlo de nuevo. —Berg sonrió.
En ese preciso instante a Ben le hubiera encantado arrancarle esa expresión de la cara. En vez de eso, echó a andar con tranquilidad y se subió a la lancha. Se sentó en silencio mientras Berg encendía el motor y maniobraba con destreza entre barcos pesqueros para salir del puerto. El mar estaba plano y de un vívido azul y el cielo despejado, sin una nube.
Tras veinte minutos, un punto blanco apareció en el horizonte y fue haciéndose más grande a un ritmo constante. El yate, de doble mástil, estaba anclado y su grácil casco de casi tres metros oscilaba suavemente con la marea. Cuando se acercaron, Ben vio el nombre del yate en la popa: Eclipse. La embarcación era pequeña comparada con el Scimitar, y no vio a ningún miembro de la tripulación en la cubierta cuando la lancha se colocó en paralelo. Parecía que solo iban a ser Paxton, Berg y él.
Esperó hasta que la lancha estuvo a unos treinta centímetros del costado del yate, se agarró de la barandilla y subió a bordo. Berg amarró la lancha y lo siguió sin dejar de mirarlo con frialdad.
—¿Y bien? ¿Dónde está? —preguntó Ben—. Acabemos con esto.
—Estoy aquí, Benedict —dijo una voz familiar, y Ben se volvió. Paxton estaba subiendo la escalerilla con una bebida en la mano. Parecía relajado—. Parece que vienes de la guerra.
—No estoy aquí para conversar. —Ben rebuscó en el morral, sacó la estatuilla envuelta y la arrojó a la cubierta con un golpe sordo.
Paxton se acercó para cogerla y sonrió cuando sintió su peso en la mano. Empezó a desenvolverla.
—No es una trampa —dijo Ben.
—Estoy seguro de que no —respondió Paxton cuando quitó del todo la tela y el oro captó el reflejo del sol. Alzó la vista y miró a Ben—. Increíble. Así que todo era cierto.
—Sí, Harry. Era cierto.
—Entonces, por una vez en su miserable vida, el hijo bastardo de Helen hizo algo bien. ¿Qué hay del resto?
—No creo que te decepcione. —Ben sacó el móvil y se lo tiró—. He hecho fotos.
Paxton pasó unos instantes observando las fotos y el vídeo con gran interés y atención. Ben encontró en sus ojos la misma expresión que había visto en los de Kirby cuando la fiebre del oro se había apoderado de él.
Se hizo el silencio en la cubierta, tan solo roto por el susurro del mar. Berg bordeó a Ben y se colocó junto a Paxton sin dejar de mirarlo impertérrito. El exsoldado no le hizo ni caso.
Paxton llegó a la última foto.
—¿Qué es esto?
—El mapa —respondió Ben—. Trazado miles de años atrás por el sumo sacerdote que ocultó el tesoro. No creo que quieras entrar en detalles.
Paxton frunció el ceño.
—¿Cómo quieres que entienda este galimatías? Son todo jeroglíficos.
—No te alteres, Harry. —Ben se metió la mano en el bolsillo y sacó la nota doblada que había escrito en el avión. Sobre el membrete del papel estaba impreso el logotipo de Empresas Paxton. Debajo, en mayúsculas, la traducción de las pistas hecha por Ben. Se la pasó a Paxton—. Ahora ya lo tienes todo —dijo.
El ceño fruncido de Paxton desapareció en cuanto le echó un rápido vistazo a la nota. En uno de los asientos de la cubierta había un pequeño saco de cuero. Lo cogió, guardó el papel junto al teléfono y lo cerró.
—Gracias, Benedict. Y buen trabajo. Sabía que no me decepcionarías. Sin duda, escogí al hombre adecuado para esta tarea.
—Genial. ¿Dónde está?
—¿Te refieres a mi mujer? —respondió Paxton con fingido tono inocente.
—Teníamos un trato —dijo Ben—. ¿Recuerdas?
—Lo recuerdo —dijo Paxton—. Pero no hay trato, Benedict.
Ben negó con la cabeza.
—Esto no funciona así.
—Funciona como yo quiera que funcione —dijo Paxton—. Yo tengo el control aquí, no tú.
—¿Dónde está? —preguntó Ben de nuevo.
—En un lugar donde jamás la encontrarás —dijo Paxton.
Berg sonrió.
Ben intentó no mirarlo. Cerró los puños.
—Eres un mierda, ¿lo sabías, Harry?
—Te dije lo que le hago a la gente que no me es leal —dijo Paxton—. Iba en serio.
La sonrisa de Berg se hizo más amplia.
Ben sintió un nudo en el estómago. Durante un terrible instante la imagen de las tres cabezas cortadas danzó en su mente. Y luego el cuerpo mutilado de Linda Downey, solo que tenía el rostro de Zara. Vidriosos ojos azules, abiertos, sin vida. Cabello rubio con sangre seca pegada. Intentó quitarse la imagen de la cabeza, pero continuó allí, en primer plano.
De repente le entraron ganas de vomitar. La han matado. La habían mantenido con vida el tiempo que la habían necesitado y luego la habían asesinado.
Cerró los ojos y sintió cómo se tambaleaba. Se sujetó al pasamanos que había a su lado.
Cuando abrió los ojos, tenía ante sí los cañones de dos pistolas. A su derecha, Paxton blandía la misma SIG Pro de 9 mm con la que le había apuntado en París, mientras que Berg sostenía una enorme Desert Eagle semiautomática con un cañón cuyo diámetro era de casi centímetro y medio.
—Vamos a pegarte un tiro —dijo Paxton—. Y después arrojaremos tu cuerpo a los tiburones. Pero, antes de que mueras, Berg te contará lo que le hizo a mi mujer con todo lujo de detalles.